A partir de la nota: http://www.clarin.com/diario/2009/07/03/index_ei.html
Estaba enojada, enojada con la situación, pero no podía darse el gusto de permanecer rumiando su enojo, debía hacer algo para ayudar a paliar tanto dolor.
Los diarios lo habían anunciado, el pico de la epidemia sería a partir de la segunda semana de julio y el gobierno decretó que los que formaban parte del grupo de riesgo deberían quedarse en sus casas. Ella no, ella no entraba en ese grupo y para peor de males, su Jefe, un viejo decrépito y odioso la hacía víctima de toda la bronca que le producía que más del cincuenta por ciento del personal no apareciera por la oficina.
Pérez también se había enfermado, Pérez con quien había cambiado unos húmedos besos en el ascensor antes que la familia avisara que había contraído la Gripe A y que estaba grave.
Ahora sentía la necesidad de ayudar aunque sea llevando una palabra de consuelo o una caricia a los más desafortunados, dejando de lado todas las precauciones que había tomado a partir de que Pérez se enfermara y de que los medios de difusión comenzaron a bombardear la opinión pública con las noticias de la pandemia, logrando que creciera el pánico, como una ola imparable en la que también se vio inmersa.
Esa mañana fue al hospital, se olvidó del jefe de cara agria y se dirigió a la sala dónde estaban los más graves. Recorría sonriente los pasillos entre las camas, a cara descubierta, sin guantes. Olvidada de sus temores primeros, se acercaba a cada una de las figuras dolientes, tratando de llevar algo de alivio con su cálida presencia. Hacía su mejor esfuerzo para que la sonrisa no decayera de sus labios, aunque por momentos sentía que las lágrimas la oprimían.
Sin familia y sin afectos, con las únicas caricias de los labios apurados de Pérez como recuerdo de una historia amorosa que no fue, conocía bien lo que una sonrisa o un gesto de cariño producía en alguien en estado de indefensión, como el de esas personas que aguardaban un viraje de su suerte que las sustrajera de la muerte anunciada.
No podía dejar de pensar que los pobres enfermos deberían estar rodeados por seres que los amaran, que los consolaran en ese penoso trance; pero a su alrededor sólo giraban enfermeras con barbijos que ocultaban sus sonrisas, si es que en algún momento de su día lograban esbozar alguna.
Sentía rabia e impotencia por tanto dolor; era su primera vez en un lugar así.
Percibió en ese momento una mano que se alzaba temblorosa en busca de una última caricia y se dirigió presta a brindarla, tratando de infligir en su rostro todo su amor más puro.
Tomó la mano suplicante y en un breve pero agónico instante, al reconocerse allí postrada, un grito salió de su garganta y sin comprenderlo siquiera, murió.
María Magdalena
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