Hacía años que venía buscando la manera más adecuada, es decir, un plan para hacerla desaparecer sin que me pudieran culpar. Tarea nada fácil si entendemos que yo era su marido, único heredero, por lo tanto, primer sospechoso.
Fue entonces, cuando sobrevino en México la epidemia de gripe A, también llamada porcina. Una tenue luz se fue encendiendo en alguna de mis neuronas, para luego, lentamente, iluminar a las demás.
Con la sutil inteligencia que siempre me caracterizó, pensé, que era una epidemia con vistas a convertirse en pandemia, por lo tanto llegaría a la Argentina. Muy encaminado, me aboqué a leer ávidamente todo lo que se publicaba respecto a ella, inclusive, como al descuido, les hice averiguaciones a un par de médicos amigos.
La idea ya la tenía, solo me faltaba cumplir con el paso previo que había ideado. Luego, esperar que al virus se le despertara el interés por conocer nuestro maravilloso país y el interior de los pulmones de nuestras hermosas y tan deseables mujeres, entre ellas mi joven y saludable esposa.
No fue difícil convencer a mi mujer que debía viajar a México DF por cuestión de un curso que bien podía potenciar nuestros negocios, donde permanecería unos veinte días. Tras alguna resistencia por parte de ella, preocupada por el riesgo de salud que representaba tal visita y de asegurarle que tomaría todas las precauciones conseguí escabullirme y partir.
Ya tenía reserva en el costoso hotel donde se dictaban las no menos costosas conferencias en horario nocturno, de manera que me quedaba todo el día libre para consumar mi peligroso, pero genial plan. El primer día, lo utilicé íntegramente en recorrer la ciudad, a pié, buscando los lugares mas congestionados, sin ningún tipo de protección.
Y así continué por unos días, desde la mañana hasta la hora de las conferencias, a las que asistía puntualmente. Pero ni miras, ni un leve carraspeo o moqueo. Nada, ni la cabeza me dolía, entonces decidí que debía tomar el toro por las astas. Terminado el curso no tendría buenas excusas para permanecer en México y todo se desmoronaría.
Había leído que entre los afectados por el virus se encontraba una conocida modelo argentina en estado bastante grave. Una mañana temprano me acerqué a la clínica donde estaba internada con un hermoso ramo de rojas rosas y pedí visitarla. No fue fácil, de ninguna manera me querían dejar pasar, pero con mi proverbial astucia conseguí que el médico responsable me permitiera mirarla a través de un vidrio.
Ya en el campo de batalla, lo demás fue sencillo. La modelo dormía por efecto de medicación con algunos tubos conectados respirando dificultosamente. Yo, a través del cristal, la observaba con mi ramo de rosas, solamente vigilado por un enfermero nada interesado en mi posible contagio. En un momento en que el sector se despobló totalmente, me le acerqué, y con un guiño, le dije:
-Hermano, esa mujer fue mi amante y quisiera poner estas rosas sobre su mesa de luz personalmente, ¿Porqué no me consigues un barbijo y un florero? mientras depositaba en su mano un billete de cien dólares.
Tomó el billete y respondió: -Me ausentaré tres minutos a buscar lo que me pide, pero las flores quedarán afuera hasta que el doctor lo autorice. Y se fue. Deposité las rosas sobre una silla e ingresé a la habitación. Pálida, ligeramente sudorosa, dormida, respiraba roncamente con la boca ligeramente abierta. Me doble sobre ella, junté mis labios contra los suyos, muy resecos, y le introduje la lengua libidinosamente. Cuando me retire una sonrisa embellecía su cara demacrada. Me fui sin esperar al enfermero.
Ya no salí del hotel más que para asistir a las conferencias. A los cuatro días comenzaron los dolores de cabeza y la fiebre. Me presenté a un centro asistencial y me internaron. No reclamé ninguna atención preferencial y fui atendido maravillosamente. A los diez días me dieron el alta. En la charla final con el médico, pregunté con cara de inocencia:
-¿Le parece doctor que en el resto de mi estada en México, puedo volver a contagiarme? Sonrió y, con ese acento mexicano tan simpático, me dio la respuesta sabida y esperada: –No amigo, usted ha creado anticuerpos no se volverá a contagiar, salvo una mutación del virus, pero eso tardará en ocurrir.
Volví a mi país, sano y salvo, a los brazos de mi mujer, a la que no le conté otra cosa que los temas de las conferencias y la calidad del hotel. Luego me senté, por decirlo de alguna manera, a esperar la llegada de mi gran amigo y cómplice, el virus de la influenza A. Y llegó, aprovechándose de esa pasión que tenemos los argentinos por batir marcas.
En efecto, a las dos semanas, teníamos más enfermos que los que había tenido México, donde prácticamente tenían controlada la enfermedad. En ese punto comencé la segunda fase de mi plan que consistía, en un primer movimiento, convencer a mi mujer de escaparnos de la peste a una estancia, del padre, bastante abandonada, sobre la cordillera patagónica bien al sur. Puso algunas objeciones pero el argumento de una segunda luna miel, apasionada, los dos solitos, la alejó de toda duda.
Dos días antes de partir me fui a la sala de espera del hospital más próximo a mi casa. Estaba abarrotado, hombres, mujeres, niños, ancianos. Algunos demudados y moqueando, se palpaba el miedo. Esperé. De pronto de uno de los consultorios vi salir a una mujer de mediana edad sin barbijo, humildemente vestida, llorando. La dejé salir a la calle.
Sin preámbulos, la abordé y le pregunté el motivo de su llanto. Desesperada, me contestó que le habían diagnosticado la gripe porcina pero que el hospital había colapsado y ya no contaban con capacidad de internación ni las drogas específicas, pero que la habían derivado a otro hospital bastante alejado. Me ofrecí a llevarla en mi auto con la excusa de que no podía viajar en el transporte público en esas condiciones. Se sacó un pañuelo que llevaba al cuello, se lo colocó sobre la boca y aceptó.
Ni bien subió al auto comencé a tranquilizarla diciendo que la enfermedad solo de trataba de una movida política para entretener a la gente y poder robar más y mejor. Que ese resfrío que ella tenía se curaba con una buena encamada, Tras los cual, detuve el auto en una calle desolada, le bajé el pañuelo y le estampé un profundo beso de lengua en la boca.
Realmente la tranquilicé, al punto que en el segundo beso se prendió con todo entusiasmo y no opuso ningún reparo cuando ingresé al estacionamiento del hotel para parejas, en el cual durante dos horas y media, le introduje la lengua en cuanto orificio me presentaba. Finalmente la llevé al hospital, por las dudas le dije. Pero realmente se la veía mejor.
Al día siguiente tomamos con mi mujer, el avión a la lejana Patagonia. Retiramos de uno de los negocios del padre una camioneta de servicio, nos aprovisionamos para dos meses, e inmediatamente iniciamos el camino a la estancia, distante trecientos kilómetros de nuestro lugar de aterrizaje. Había comenzado a nevar y esto significaba que estaríamos un tiempo incomunicados sin poder regresar a un sitio poblado. Solo la radio sería nuestro contacto con el mundo exterior.
La casa del campo, estaba un poco polvorienta pero en excelente estado. Limpiamos un poco y me la llevé a la cama. Y allí la tuve debajo y arriba mío todo el tiempo. Ella gritaba. -¡Me vas a matar! Y yo pensaba, claro que te voy a matar, guachita. Luego, lavé mi conciencia pensando que al fin y al cabo le estaba dando la muerte que yo desearía tener.
A los cinco días enfermó. La mantuve acostada con mimos y aspirinas, diciéndole que nos vendrían a busca en helicóptero. La fiebre altísima, los pulmones fueron invadidos, finalmente perdió la conciencia y murió.
La dejé en la cama y descorché una botella de fino champán. Mientras saboreaba la bebida, y complacido miraba su cara enflaquecida y pálida, la máscara de la muerte, escuchaba radio. Hablaba un médico, presté atención y escuché. Decía: Hemos detectado que el virus de la influenza A ha mutado con respecto al que asoló México, al punto que personas que la tuvieron allá no quedaron inmunes y volvieron a contagiarse en Argentina.
En ese momento noté que mi frente hervía. Ahora acostado al lado del cadáver de mi mujer y tomado de su mano helada, estoy soportando mi primer ataque de tos.
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