Sebastián Galarza Cepeda no era un hombre feo. Tenía la cara tirada hacia un lado, como diciendo
¿vamos? y eso no lo ayudaba, pero no era un hombre feo. Feo, era en todo caso, el Carita Lemos, ese sí era feo, pero Sebastián Galarza Cepeda no. Era poco agraciado, que no es lo mismo.
La inclinación la tuvo desde chico, la de la cara, pero así y todo, recién se le hizo cuesta arriba cuando entró en la secundaria. Los apodos iban y venían con el ingenio y la fresca crueldad de los cerebros adolescentes y fue allí, en esas horas aciagas de compartir con Celeste Varela el papel de víctimas y destinatarios recurrentes de chanzas y vituperios, que nació esa relación particular de quienes son socios en la desgracia. Una relación que día tras día se fue desarrollando y fortaleciendo en el sufrimiento mutuo, en la resistencia espartana frente a la agresión despiadada del entorno.
Sebastián Galarza Cepeda no era un hombre tonto. Tenía rasgos que lo hacían parecer lento de reflejos, pero no era un hombre tonto. Su personalidad pacífica y casi resignada, le limitaba las reacciones defensivas a extremos increíbles, como esa vez en que metió el pie en un hormiguero durante el pic-nic de la primavera y no se animaba a sacudirlo. Las carcajadas del resto lo inhibían más y más, pero el mantuvo su perfil bajo, su indiferencia al medio, hasta que después de quince minutos de ataque despiadado de las solepnosis richteri, cayó desvanecido. Doce días internado estuvo Sebastián Galarza Cepeda después de aquella experiencia. Así era él, con la cautela de los probos, sólo intervenía cuando le era requerido. Limitaba los movimientos, los calculaba con precisión quirúrgica. Sus desplazamientos tenían una armonía y regularidad dignas del mundo supralunar aristotélico.
Las primeras salidas con Celeste Varela fueron arduas y silenciosas. Sentados en los bancos de plaza, ambos oteaban el horizonte durante horas sin cruzarse las miradas, sin emitir sonidos más que una tos, un carraspeo, un sonarse la nariz para adentro. Un estornudo era la manifestación más extensa y celebrada de la relación, ya que por lo general provocaba alguna leve sonrisa o mueca en el otro, pero estos eran ocasionales, esporádicos, lo que contribuía a que el diálogo, aunque más no fuera el de los gestos, se mantuviera ausente durante lapsos interminables.
Fue precisamente un resfrío de ella, lo que llevó la relación a otro plano.
A pocos minutos de estar ambos sentados en la plaza que está frente al Correo Central, comenzaron los estornudos. Él respondía con sonrisas tibias, galantes y medidas, pero al quinto o sexto estornudo consecutivo, ya no podía parar de reírse. Sus carcajadas resonaban en la plaza desierta, mientras ella comenzaba a ponerse roja, luego violeta, azul y verde. Él a esa altura ya estaba revolcado en el pasto, tomándose el estómago a dos manos mientras daba alaridos y agitaba la cabeza como un endemoniado. El éxtasis fue cuando ella, acercándose a la fuente, comenzó a vomitar mientras se retorcía boqueando como un sapo, provocando en él espasmos, aullidos y retorcijones.
Esos momentos fueron inolvidables, y hasta el día de hoy lo recuerdan ambos como una tarde mágica, coronada por aquella despedida tan especial, donde podría decirse que todo empezó.
Por primera vez se miraron a los ojos durante varios minutos, hasta que Sebastián Galarza Cepeda, parado frente a ella como un gladiador después de la batalla, entreabriendo los labios levemente, conteniendo apenas el temblor incontrolable de su cuerpo, humedeciendo sus labios con una suave caricia de su lengua, tomó impulso y le dijo a Celeste Varela:
- Chau.
Desde aquel día todo cambió, las tardes fueron otras y el silencio ya no cubría con su manto las horas compartidas. Ella, con esa sonrisa pícara que había aprendido a esbozar, lo provocaba:
- Me decís la hora Sebastián.
- No tengo reloj, Celeste – contestaba él entusiasmado.
Y entonces ambos reían con ganas durante varios minutos. La ternura los inundaba. Si una sola palabra debiera usarse para calificar esa relación, sin duda alguna que esa palabra sería ternura. Era evidente que el vínculo de afecto había ingresado a otro nivel, a un grado superlativo en esa capacidad de sentir que caracteriza al humano. Habían crecido el uno con el otro y ya podían considerarse una pareja estable.
Sebastián Galarza Cepeda no era un hombre cobarde. Podían dar fe de ello sus padres y hermanos menores. Con la ferocidad de un tigre, varias veces en su vida le había puesto el brazo firme a la Teresita Montes, la enfermera más temida de la Salita Presidente Perón que había dejado a varios al borde de la amputación con su particular estilo de aplicación de la BCG. Era admirado por eso hasta por quienes en otros ámbitos se mofaban de el, y luego salían blancos del consultorio.
Esos eran para Sebastián Galarza Cepeda, momentos de venganza y satisfacción. Salía altivo sosteniéndose un algodón en el brazo, disfrutando de las caras de pánico del Gato Pezoa o del Negro Uliambre que estaban esperando para entrar. ¡Cuánto gozaba de esos momentos! Llegó a vacunarse hasta siete u ocho veces en un mes, sólo para disfrutar de las caras de sus verdugos.
Celeste Varela admiraba eso. Se sentía amparada y protegida por ese hombre al que la propia Teresita Montes admiraba y felicitaba en cada encuentro. Teresita, al principio, festejaba con orgullo que él no saliera llorando de la salita.
- ¿Ven? - decía - después se quejan de que los pincho fuerte, lo que pasa es que son todos unos nenitos de mamá, aprendan de éste, maricones.
El problema comenzó cuando Teresita Montes notó la frecuencia con la que Sebastián Galarza Cepeda concurría a vacunarse. Ahí entró a sospechar, hasta que comprobó la maniobra, supo interpretarla como un abierto desafío a su fama de destructora subcutánea y no vaciló, aceptó la contienda sin condiciones y se propuso no parar hasta ver a Sebastián Galarza Cepeda, salir llorando del consultorio como un marrano.
Ya no le pedía carnet ni documentos cuando lo veía esperando en el hall. Practicaba encerrándose en el consultorio y hacía el ademán del pinchazo varias veces, concentrándose en la fuerza y la inclinación con la que debía ingresar la aguja para causar el mayor dolor posible.
Estando de vacaciones en San Clemente, compró uno de esas tablas de telgopor con las que los chicos se meten al mar y sobre ella practicaba los pinchazos. Comenzó a entrenar en el beastliness of physical, gimnasio que dio a luz a vario peleadores de la talla de la Mole Moli, el gato Sessa o el mismísimo José Samid.
Pero una y otra vez, Teresita Montes fracasaba ante el pétreo cúmulo de carne que le presentaba el muchacho. Por más que la clavaba con fuerza y la removía, o prolongaba el ingreso de la aguja a la carne, no conseguía más que derrotas. Volvía tomando carrera y la lanzaba como una jabalina, pero nada... No había forma de que “Jeringa Mala”, como le decían a Teresita Montes los vecinos, hiciera honor a su fama.
Rápidamente, el ejemplo comenzó a echar raíces y ya eran decenas los niños que encaraban la entrada de la Perón con los dientes apretados y los puños crispados para aguantar el pinchazo ensañado de Teresita Montes con la dignidad de un músico de la orquesta del Titanic. Cuando atravesaban victoriosos la puerta de vidrio, la puteaban a los gritos mientras gesticulaban agarrándose los testículos o extendiendo el dedo mayor al grito de tomaaaaaa, tomaaaaaaaaa yeguaaaaaaaaaa, te cagueeeee hija de putaaaaaa te cagueeeeee. Un aplauso cerrado y los vivas de la sala de espera, saludaban al vencedor y estimulaban a su vez al próximo de la fila, que entraba agrandado y seguro de que Teresita Montes ya no era la de antes.
Después de decenas de intentos de volver a ser quien fue, Teresita Montes renunció a su trabajo.
Pocas semanas después, tras varios días de reflexión y ostracismo, cansada de las mofas que recibía en la calle y de soportar la condena social y el escarnio, puso fin a sus días arrojándose al paso de un tren de carga.
Fue entonces cuando Sebastián Galarza Cepeda comenzó a cambiar.
Parado frente a la ambulancia de los bomberos que intentaban rearmar dentro del vestido el cuerpo desmembrado y astillado de Teresita Montes, aún yaciente al costado de las vías, Sebastián Galarza Cepeda se sintió definitivamente un ganador, un elegido de los dioses, un ser único señalado por el destino. Aún con el pecho oprimido por la melancolía y la tristeza del momento se acercó a la hermana de la occisa, colocó una mano en su hombro y le dijo:
- Lo siento - .
Ernestina Montes, conmocionada aún, le contó lo importante que él había sido para su hermana.
- Ella siempre hablaba de vos. Se preparaba todos los días por si a la mañana siguiente te aparecías en la salita, fuiste la única razón de su existencia durante años. Ella cayó en su ley y eligió una muerte digna antes que seguir siendo humillada. Murió en su ley, como Pedro Pompilio.
Unas horas después, Ernestina Montes escuchaba con lágrimas en los ojos y el llanto contenido, las palabras de despedida que a pedido suyo, pronunciaba Sebastián Galarza Cepeda frente a la tumba, que aún vacía, esperaba recibir el cuerpo destrozado de Teresita Montes.
Allí, con todo el pueblo en derredor, Sebastián Galarza Cepeda tomó aire, respiró profundamente y comenzó a renacer.
La multitud ya lo había notado en el porte, en la elegancia en el andar con el mentón erguido y la frente lumbrosa, en el nudo exacto de la corbata apretada junto a la garganta. Ya podía verse un nuevo color de piel, un nuevo hombre abriéndose paso al mundo desde la cáscara del timorato que ya no era.
Cuatro horas y cincuenta y dos minutos duró el discurso de Sebastián Galarza Cepeda frente a los restos, ya en franca descomposición después de cinco horas al sol, de Teresita Montes.
Los empleados de la cochería se miraban impacientes y uno de ellos hizo abandono de su trabajo luego de las primeras dos horas. Los deudos y amigos de la muerta habían dejado de llorar y permanecían atentos a las sentidas palabras del orador. Sentados sobre el pasto, recostados sobre los troncos de los árboles o apoyados espalda con espalda, escuchaban el mensaje del silencioso que se largó a hablar, y ya no había quien lo pare. Alguien acercó algunos mazos de baraja y más tarde, las mujeres más previsoras regresaban con conservadoras de plástico, sombrillas, pantalla solar y silllitas desplegables. Los vendedores de panchos y gaseosas se fueron acercando lentamente y con suma delicadeza voceaban sus productos en forma casi inaudible. A esa altura, otros siete ataúdes con sus respectivos cortejos esperaban que finalizara la ceremonia para realizar la propia en los predios contiguos.
- Sebastián Galarza Cepeda, más que a una adversaria, despide a una amiga – fue el cierre apoteótico que eligió Sebastián Galarza Cepeda con el estudiado tono del Chino Balbín frente al cadáver del General.
Los aplausos comenzaron leves, tímidos como una fina garúa que lentamente se convierte en lluvia y luego en chaparrón imponente, comenzaron a aplaudir desde los otros cortejos, desde las oficinas, desde las tumbas vecinas donde los familiares de sus ocupantes se fueron congregando con el correr de las horas para custodiar placas de bronce y otros adminículos.
Sebastián Galarza Cepeda fue llevado en andas desde el cementerio hasta su casa. Nadie quedó a acompañar los últimos instantes del cuerpo de Teresita Montes en la superficie del planeta, todo el mundo fue tras el nuevo prohombre que agradecía sonriente desde las alturas. Muchos de quienes estaban esperando por los entierros siguientes, se fueron con él sin dudarlo, sabedores de estar asistiendo a un momento único que la historia sólo reserva para los elegidos.
Había nacido un nuevo hombre, de quien Celeste Varela estaba más orgullosa que nunca.
Ella había conocido al otro Sebastián Galarza Cepeda, al tímido, al callado, al cuidadoso al que todos tenían por un tremendo pelotudo. Celeste Varela sabía de su hombría de bien, de la profundidad de sus convicciones, de lo certero de su dedo acusador, y ahora, en el momento de la gloria y la plenitud, se sentía la Claudia Villafañe después de los cuatro goles que el Diego le hizo al Loco Gatti en aquella goleada histórica de Argentinos Juniors a Boca el nueve de noviembre de mil novecientos ochenta.
Sebastián Galarza Cepeda y Celeste Varela se pararon frente al mundo, y allí comenzaron una nueva historia.
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