Su trémula mano sostenía un viejo y desgastado bastón con el cual había resistido el paso de estos últimos años.
Nadie creería al verlo que alguna vez fue un personaje tan importante en su país.
No soportó más la espera, como de costumbre, y se echó a andar por las estrechas calles de su barrio.
Todos lo reconocían, pero no se atrevían a hablarle. Era mucha la emoción de estar ante esa persona, quienes eran ellos para dirigirle una sola palabra.

Él, cabeza en alto, con la mirada imponente, como queriendo desafiar a su destino, avanzaba decidido hacia el puerto.

La suave brisa marina empezaba a acariciarle el añoso rostro, como queriendo despedirse de tan ilustre persona.

Las gaviotas sobrevolaban el lugar y los pescadores laboraban sin parar.
Tirando las redes, gritando un par de improperios, vendiendo su mercancia al mejor postor.

El viejo personaje miró las barcazas y después de pagarle una abultada suma de dinero a uno de los pescadores se alejaron de la orilla.

Todos se miraron extrañados, temerosos.

Ya no se divisaba la costa. Estaban el altamar.
El viejo se acercó al borde de la nave y sin pensarlo saltó.

El pescador no hizo nada. Solo miró la escena como quien asiste a una opera.

Sus canos cabellos ondulados bailaban al son de la marea. Su ir y venir contrastaba con un cardúmen de peces que lo seguía.

Sus pies tocaron el fondo y empezó a caminar.

Por fin regresaba a su morada.

Detrás de unas rocas alguien apareció, luego fueron dos y luego una multitud. El viajero regresaba a casa cargado de experiencia, cargado de dolores, con el alma seca.

¡Nada que un buen chapuzón no arreglara!