La madre reza. Siempre lo hacía y ella siempre la oía. Le pasaba el rosario cuando se lo pedía. Le pasaba el libro de oraciones cuando se lo pedía. Siempre estaba cuando le hablaba y siempre iba cuando la llamaba. Conocía todas las casas del pueblo por ella, por su madre. Y nunca conoció novio alguno, por ella, por su madre.
Todos sus años fueron con ella… si tan solo hubieran sido POR ELLA, por cuidarla en alguna enfermedad, si tan solo hubiera existido alguna causa válida, un pretexto, alguno más allá de solo acompañarla por el temor de no saber qué hacer sola; por el miedo a hablar y de intentar vivir.
La cripta está fría, húmeda y es eterna. La madre reza, siempre lo hará y ella la oirá siempre, por siempre. Le pasará el rosario y el libro de oraciones y estará cuando le hable e irá cuando la llame.
No sabrá de otra cosa que no sea ser lo que siempre fue en vida, con su vestidito gris hasta las rodillas, eternamente, mientras oye a su madre rezar…