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Rivobán caminaba suelto, casi buscando provocar podría decirse. Un deseo incontrolable de silbar le atacaba. Él sabía que era, a todas luces, un signo de nerviosismo “esta bien cambiar, pero esto me traerá problemas” pensaba y reunía todo el valor que podía al pasar frente a Pardo y su hermana Bela. Claramente sintió el sudor frío que acorazaba su nuca. En un instánte, el estudiado silbido perdió la nota y fue un desesperado chifloncito de aliento ahogado por el nudo en su garganta. Metió sus manos a las bolsas del pantalón fingiendo buscar algo. Bela lo miró con sus ojos grandes y negros, verdugos de todo un día de la planeación por parte de Rivoban para declararle su amor. Todo se le olvido. La filosofía de “en diez años nadie recordará esto” no sirvió para maldita la cosa.
Rivoban es pecoso, de anteojos, pelirrojo y cabello chino; parecía un cerillo enfundado en sus pantalones (herencia de sus tres hermanos mayores – que obviamente ya habían usado la prenda) y al pasar frente a esa tienda de sus amores y horrores, ese cerillo parecía que en cualquier momento prendería en llamas hasta consumirse.
¿De dónde había cogido valor para hacer aquello? ¿Que mal amigo le habría aconsejado pésimamente para hacer lo que hacia? Rivobán no atinaba a pensar con calma.
Cachapo, su amigo, lo esperaba en la esquina del final de la calle, pero no por mucho. Contagiado del “mal del barco hundiéndose” corrió al tope de lo que sus piernas le permitían, sin importarle la suerte de su compañero.
Sin embargo, Rivoban sacando lo último de sí, se detuvo y preguntó por un caramelo y Pardo, bajo la mirada de su padre, Don Joselo el tendero respondió de mala gana y ante su asombro Rivoban pidió el dulce.
Con un gesto de viejo comerciante inglés saco de su bolsa monedera un par de pesos y pagó, ahí mismo desenvolvió la “canelita” recién mercada y se la echó a la boca. Con una sonrisa complaciente miraba a Bela y hubo quien jurara que vió guiñarle un ojo. Bela lo veía con curiosidad, la misma con la que se mira un sapo aplastado en medio de la calle. De pronto escuchó un crujir extraño y observó como, la sonrisa de Rivoban, daba paso a un dolorosísimo gesto de asombro que le obligó a asomar una lágrima por el ojo izquierdo, intentando de una manera desesperada, no llorar: ¡la vida de su diente incisivo se le fue en masticar el caramelo aquel! Dando la vuelta, se alejó lo más pronto posible.
Dicen que Rivoban acuñó el término “ventrílocuo” pues le oyeron llorar, pero jamás nadie le vio abrir la boca ni le desapareció la sonrisa del rostro.

Texto agregado el 12-07-2009, y leído por 56 visitantes. (0 votos)


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