23 de junio de 2004.
En el momento en el que te vi, con la mirada incomprensible, perdida frente a ti mismo, derrochándose en unos instantes el fuego de tu vida, yo me paralicé. El tiempo, que para ti fue el último, para mi fue de suspensión, estático, congelado, y solo mi exhalación parecía agotarse, corriendo de mis pulmones al exterior – ese que para ti estaba harto de sabor y olor a sangre –.
Como naciendo, sacudiste el cuerpo y de un rabioso mordisco intentaste – tan tierno tú- atrapar tu vida, prenderte de ella cuando era obvio que la muerte te la arrebataba.
Quizá no lo supiste, parecías confundido, fuera de ti, tan distinto a tus despreocupados juegos y a tus carreras en círculos persiguiendo quien sabe que cosa. Solo atino a desear que el dolor, de haber sido demasiado, adormeciera tu cuerpo, entumiéndolo y permitiéndole olvidarse de todo, anestesiándote y dejar que tus ojos, sanos aún –ruego al que por ello algo pueda hacer- capturaran los instantes últimos. Y sábelo amigo, que yo estuve allí, que no fue del todo anónima tu muerte. Sabe también, que muy a pesar de tu naturaleza, yo no puedo permitirme en don del perdón. No! Entérate que no perdono a tus verdugos, que los odio y que les deseo mal, todo el mal que sea posible, aún a costa de lo que éste anatema pueda significar a mi alma.
Si puedes tomar algo de mí para que, en donde estés y de alguna manera, te pueda ayudar en lo que sea, tómalo porque yo no se hacértelo llegar. Ven y róbame un sueño: úsalo de camino, de moneda o de compañero en este viaje.
Espero que, a donde llegues, se aquilate lo que aquí, por mucho, se despreció e ignoró: tu compañía.
¡Corre, sé libre y ladra todo lo que quieras ahora que has muerto! Y discúlpame por ni siquiera saber tu nombre…
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