Eran las siete de la noche y el cielo rojo ya tornaba a negro. Mauro esperaba en la carreta y con la mirada baja a penas veía a Dolores mientras se inclinaba sobre aquella tumba.
El guardaba sus pensamientos para sí y se repetía con insistencia que así continuaría, aunque se le muriera el corazón. Dolores lloraba y terminó hincándose a horcajadas sobre la gélida tierra recién removida, estrenada por la parca.
Mauro bajó la mirada totalmente al piso y apretó las manos ajadas, terregosas. Dolores, con la cara empapada en llanto tomaba aire con dificultad y se limpiaba con la manga del camisón, pero hizo un esfuerzo en controlarse y de un movimiento se puso en pie.
Acostumbrado a la miseria y a los golpes, la mirada de Mauro se mostró incólume, recia, y bajó para caminar hacia su esposa. Fueron cincuenta metros de paso lento y frío, dejando que Dolores se repusiera. Ella, al sentir la mano del indio aquel, la tomó con la suya e intentó sonreír. Giró y mirándolo a los ojos, lo besó prendiéndose en un abrazo franco y profundo. Los dos voltearon la cabeza hacia la tumba con cruz de ramas de pirul en actitud de despedida y se alejaron hacia los caballos.
Con los brazos fuertes y manos toscas, Mauro subió a Dolores con la delicadeza del cristal, haciéndola sentir su reina en el asiento de la carreta. Al subir él, su Doloritas lo abrazó por la espalda y le dijo:
“Vámonos ya Mauro, vámonos ya”
Mauro, con el mismo rostro de piedra le acarició la mejilla y arreó a las bestias. Era Octubre, con sus lunas hermosas, cuando Dolores y Mauro abandonaron los magueyales, la tumba y Michoacán.
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