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Es que morir es una cosa y darse cuenta de ello, otra muy distinta. No sé en que momento me sobrevino la muerte. Es posible que haya ocurrido mientras dormía, acaso soñando cualquier asunto invocado por las azarosas circunstancias de un día cualquiera. Sea como fuere, el deceso se produjo muy contra mi voluntad, como le ocurre a la mayoría de las personas tocadas de improviso por la implacable Parca. Claro, se ha hablado hasta la saciedad del tema, se ha escrito libros y rodado películas invocando las hipótesis más absurdas y terrestres. Pero, el hecho preciso es que no reparé que estaba muerto hasta que se me ocurrió visitar a mi hermana menor.

Ya había notado yo una cierta ligereza al andar, una desvinculación con la temperatura ambiente, ya no me molestaba ese vientecillo revoltoso que alborotaba mis cabellos ni tampoco el sol candente, al cual yo solía rehuir con mucho celo. Bueno, la gente nunca me ha prestado mucha atención, dada mi precariedad física y mi anodino semblante. Así que no me causó cuidado que todos pasaran por mi lado como si yo no existiera. Cuando subí al microbús e intenté colocar la tarjeta en el aparato de cobro, éste no funcionó, por lo que, haciéndome el desentendido, ingresé al interior del vehículo, el cual iba atestado y, curiosamente, me deslicé hacia el fondo, sin que sintiera resistencia alguna. –Maravilloso- pensé para mí, ya que siempre he detestado el roce de las personas, puesto que me molestan las blanduras y calideces de seres hacinados.

Casi danzando por las calles al sentir esa suprema libertad e independencia ante lo que por lo general me es tan hostil, fui acortando calles para llegar lo más pronto posible a la casa de mi hermana. Me fascinaba este andar ligero, esta ausencia de agotamiento, estas ganas de correr y avanzar en un ambiente tan propicio. Paradojalmente, ¡que bella me pareció la vida en esos momentos!

Cuando llegué a la casa requerida, oprimí el timbre, pero me pareció que mi dedo no se afirmaba del todo en el botón. Del mismo modo, toqué con mis nudillos la sólida puerta, pero ningún sonido surgió ni tampoco sentí el contacto con la madera. Casualmente, la puerta se abrió y apareció mi hermana. Intenté saludarla con efusivas muestras de cariño, pero ella parecía estar con la vista extraviada. –“¿Sucede algo?”-pregunté, sin que mi voz pareciera tener resonancia alguna. Ella, se dio media vuelta y le dijo a su esposo–“Debe haber sido el viento.”

Aprovechando que la puerta había quedado entreabierta, ingresé a la casa y saludé una vez más a mi hermana y cuñado. Ellos, ni se inmutaron y continuaron en lo suyo. La perra Luisa sí pareció reconocerme y se abalanzó sobre mí, muy inquieta. –“¿Qué te pasa, Luchita? ¿Acaso de nuevo tienes hambre?” La perra no hizo caso de las palabras de mi hermana y continuó gruñendo. -“Queda claro que ustedes están enojados conmigo”-dije, ya molesto ante tanta indiferencia, -“¿No tienen idea de esa máxima que indica que lo cortés no quita lo valiente?”-proseguí. No se les movió ni una ceja. Bastante molesto ante tamaña muestra de descortesía, me di media vuelta y traté de salir a la calle. Era claro que nada conseguiría allí. Pero, la puerta se había cerrado y al tratar de asir la manilla, mi mano pasó de largo. Por lo tanto, sólo salí de allí cuando buenamente alguien abrió la puerta.

A medida que transcurría el día, esa enorme ligereza de mi cuerpo se incrementaba. Una levedad manifiesta se apoderaba de mí a cada momento. Debí comprender en ese mismo momento que los últimos arrestos de vida comenzaban a abandonarme del todo. Pero, es comprensible suponer que la existencia es algo tan concreto y poderoso que resulta imposible, aún para un occiso, abandonar esa sensación. Aún estaba enojado con mi hermana y cuñado y sólo tenía algo de gratitud por Luisa, que fue la única que me reconoció.

Pero, pensé, era posible que mi mejor amigo, el Humberto, me demostraría su fidelidad en estos momentos de aflicción. Y me dirigí a su casa. El vive en los extramuros de la ciudad, así que subí de nuevo a un microbús. Nadie se percató de mi presencia, salvo una mujer que no cesaba de mirarme. A pesar de ser yo un presumible espectro, la coquetería surgió de inmediato, por lo que la miré también e incluso le sonreí. Este gesto pudo deberse también, al enorme agradecimiento que sentía por alguien que por fin se daba cuenta que yo existía. Me fui acercando a su lado y ella no me despegaba la mirada. Cuando estuve a su lado, la mujer sonrió levemente y como hablando consigo misma, dijo: “Pobrecita alma en pena”. Y yo, algo sorprendido, ya que esperaba un “Hola”, mucho más cordial que esas palabras, le pregunté por qué sólo ella parecía reparar en mí. Ella, se santiguó y dijo, con voz muy dulce: -“Almita linda, vete, ya no perteneces a este mundo.” –“¿Me lo dice a mí?”- le pregunté con un debilitado terror en mi voz. Ella, nada dijo y sólo asintió con la cabeza. Luego, extrajo un rosario de su chaqueta y lo exhibió, repitiendo las siguientes palabras: -“Dios santísimo, permite que esta pobre alma encuentre por fin descanso.”

Con el resto de sustancialidad que le quedaba a mi ya esmirriado cuerpo, llegué a casa de mi amigo. Éste se encontraba regando su jardín y cuando le saludé, continuó en lo suyo. –“¿Qué pasa, muchacho? ¿Por qué todos parecen estar enojados conmigo?” Nada. Intenté remecerlo para que viera la angustia reflejada en mi pálida tez. Pero, Humberto parecía inmutable. Con una pena inmensa en el alma, comencé a convencerme que lo mío era algo irreversible. Que esta pandemia cruel llamada muerte, me hacía invisible a los ojos del mundo, un ser despreciable para los míos, alguien condenado a vagar quizás por cuantos milenios, sin que nada ni nadie pudiera evitarlo ni tampoco estuviese dispuesto a intentarlo.

Por lo que, convencido de lo inasible de esta situación, visité a mis familiares, sabiendo que no sería bienvenido. Sólo deseaba enterarme que era lo que había ocurrido. Además, ya no tenía alternativa, puesto que no deseaba regresar a mi hogar, y sólo podría errar indefinidamente, sin que nada alborotara este afanoso transitar, salvo uno que otro ladrido de los perros que detectaban mi cercanía. Una vez más, llegué a casa de mi hermana y me introduje, sin que la puerta hubiese sido entornada: pasé a través de la madera y subí a su dormitorio. Allí, descansaba ella con mi cuñado y vaya uno a saber que fue lo que delató mi presencia, que mi hermana alzó su cabeza de la almohada y se quedó mirando hacia el umbral de la puerta. Luego, tocó con delicadeza la barbilla de su esposo y volvió a recostarse. Una melancolía inmensa se apoderó de mi alma, ya nunca más la vería sonreírme ni saludarme con esa cordialidad tan suya. Recorrí la casa, literalmente como un alma en pena, salí al patio y respiré ese aire que pareció inundarme por completo, al parecer, mi piel era sólo un pellejo inerme y mis huesos, gelatina en licuación. Salí de aquella casa, juramentándome a no visitarla nunca más, puesto que me dañaba esa indiferencia. Al atravesar la calle, me topé con Marita, una pequeña hija del matrimonio vecino. Ella, me miró con su dulce carita y me sonrió. Me aproximé y le pregunté: -“¿Puedes verme?” Y la niña asintió con su cabecita rubia y dijo con su lengua mocha: “Uté e´el tío Beto”. Me arrodillé con el corazón alborozado, lo que es una forma de decir, puesto que ya nada latía en mi pecho. Intenté besar sus mejillitas sonrosadas, pero no di en el blanco y me sumergí en su cabecita. Ella, una vez más sonrió y dijo: “Ta juando tío Beto.”

Sin lágrimas en mis ojos, si es que aún los conservaba, abandoné dicho pasaje. Herido de un sufrimiento indescriptible, que tal vez solo curaría el tiempo, algo tan relativo para un ser que ya se ha despojado de sus vestimentas terrenales, me perdí por las callejuelas, tan solo y tan ligero, igualado en todo a ese trozo de papel que pasó por mi lado, impulsado por el viento fresco del estío…









Texto agregado el 12-07-2009, y leído por 312 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
13-07-2009 Debe ser terrible ser un alma en pena, al menos tu cuentas los pro y contras. Todo lo que imaginamos es posible, dicen. Cierto o no, he reído. Y eso hace que te diga que este texto está muy lindo y entretenido. Saludos. ketti
13-07-2009 Te quedó de lujo, Gui. De verdad creo que asi debe ser morirse. Mantienes el interés a lo largo del relato y llega uno a identificarse con el pobre tipo. Bravo! galadrielle
13-07-2009 De modo que cuando a uno nadie le da bolilla, es porque está muerto...Buen texto. Salú. leobrizuela
12-07-2009 me parece estupendo,un cuento para volver a leer ,********* shosha
12-07-2009 Me dio escalofrios este cuento, pienso que morirse es cosa seria, sino no se escribiria tanto sobre la muerte. ******** ernesto_heminguay
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