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RAY BRADBURY

CALIDOSCOPIO

El primer impacto rajó la nave cual si fuera un gigantesco abrelatas. Los hombres fueron arrojados al espacio, retorciéndose como una docena de peces fulgurantes. Se diseminaron en un mar oscuro mientras la nave, convertida en un millón de fragmentos, proseguía su ruta semejando un enjambre de meteoritos en busca de un sol perdido.
—Barkley, Barkley, ¿dónde estás?
Voces aterrorizadas, niños perdidos en una noche fría.
—¡Woode, Woode!
—¡Capitán!
—Hollis, Hollis, aquí Stone.
—Stone, soy Hollis. ¿Dónde estás?
—¿Cómo voy a saberlo? Arriba, abajo... Estoy cayendo. ¡Dios mío, estoy cayendo!
Caían. Caían, en la madurez de sus vidas, como guijarros diminutos y plateados. Se diseminaban como piedras lanzadas por una catapulta monstruosa. Y ahora en vez de hombres eran sólo voces.
Voces de todos los tipos, incorpóreas y desapasionadas, con distintos tonos de terror y resignación.
—Nos alejamos unos de otros.
Era cierto. Hollis, rodando sobre sí mismo, sabía que lo era y, de alguna forma, lo aceptó. Se alejaban para recorrer distintos caminos y nada podría reunirles de nuevo. Vestían sus trajes espaciales, herméticamente cerrados, sus pálidos rostros ocultos tras las placas faciales. No habían tenido tiempo de acoplarse las unidades energéticas. Con ellas, habrían sido pequeños botes salvavidas flotando en el espacio. Se habrían salvado, habrían salvado a otros, habrían encontrado a todos hasta unirse para formar una isla de hombres y pensar en alguna salida. Pero ahora, sin las unidades energéticas acopladas a sus hombros, eran meteoritos alocados encaminándose hacia destinos diversos e inevitables.
Pasaron diez minutos. El terror inicial se apagó, dando paso a una calma metálica. Sus voces extrañas empezaron a entrelazarse en el espacio, un telar inmenso y oscuro, cruzándose y volviéndose a cruzar hasta formar el tejido final.
—Stone a Hollis. ¿Cuánto tiempo podremos hablar por radio?
—Depende de tu velocidad y la mía.
—Una hora, supongo.
—Algo así —dijo Hollis, pensativo y tranquilo.
—¿Qué sucedió? —preguntó Hollis al cabo de un minuto.
—El cohete estalló, eso es todo. Los cohetes estallan, ¿sabes?
—¿Hacia dónde caes?
—Creo que me estrellaré en el Sol.
—Yo en la Tierra. De vuelta a la madre Tierra a quince mil kilómetros por hora, Arderé como una cerilla.

Hollis pensó en ello con una sorprendente serenidad. Le parecía estar separado de su cuerpo, viéndolo caer y caer en el espacio, con la misma tranquilidad con la que había visto caer los primeros copos de nieve de un invierno muy lejano.
—————————————————
Los otros guardaban silencio. Pensaban en el destino que les había llevado a esto, a caer y caer sin poder hacer nada para evitarlo. Hasta el capitán callaba, porque no había orden o plan que pudiera arreglarlo todo.
—¡Oh, esto es interminable! ¡Interminable, interminable! —exclamó una voz. ¡No quiero morir, no quiero morir! ¡Esto es interminable!
—¿Quién habla?
—No lo sé.
—Creo que es Stimson. Stimson, ¿eres tú?
—Esto es interminable y no me gusta. ¡Dios mío, no me gusta nada!
—Stimson, aquí Hollis. Stimson, ¿me oyes?
Una pausa. Seguían separándose unos de otros.
—¿Stimson?
—Sí —replicó por fin.
—Stimson, tranquilízate. Todos tenemos el mismo problema.
—No quiero estar aquí. Me gustaría estar en cualquier otro sitio.
—Hay una posibilidad de que nos encuentren.
—Si, sí, seguro —dijo Stimson—. No creo en esto, no creo que esté sucediendo realmente.
—Es una pesadilla —dijo alguien.
—¡Cállate! —ordenó Hollis.
—Ven y hazme callar —contestó la voz. Era Applegate. Se reía con toda tranquilidad, sin histeria—. Ven y hazme callar.
Por primera vez, Hollis sintió su impotencia. La cólera se adueñó de él porque en aquel momento deseaba, más que ninguna otra cosa, herir a Applegate. Había esperado muchos años para poder hacerlo..., y ahora era demasiado tarde. Applegate era únicamente una voz radiofónica.
¡Y seguían cayendo y cayendo!
—————————————
Dos de los hombres se pusieron a gritar, de repente, como si acabaran de descubrir el horror de su situación. Hollis vio a uno de ellos, en una pesadilla, flotando muy cerca de él, chillando y chillando.
—¡Basta!
El hombre estaba casi al alcance de su mano. Gritaba enloquecido. Nunca se callaría. Seguiría chillando durante un millón de kilómetros, mientras se encontrara en el campo de acción de la radio. Fastidiaría a todos los demás e impediría que hablaran entre sí.
Hollis alargó la mano. Era mejor así. Hizo un último esfuerzo y tocó al hombre. Se agarró a su tobillo y fue desplazando la mano hasta llegar a la cabeza. El hombre chilló y se retorció como si estuviera ahogándose. Sus gritos llenaron el universo.
"Da lo mismo —pensó Hollis—. El Sol, la Tierra o los meteoros lo matarán igualmente. ¿Por qué no ahora?"

Hollis aplastó la placa facial del hombre con su puño metálico. Los gritos cesaron. Se apartó del cadáver y lo dejó alejarse siguiendo su propio curso, cayendo y cayendo.
Hollis y los demás seguían cayendo sin cesar en el espacio, en el interminable remolino de un terror silencioso.
—Hollis, ¿sigues ahí?
Hollis no contestó. Una oleada de calor inundó su rostro.
—Aquí Applegate otra vez.
—¿Qué hay, Applegate?
—Hablemos. No podemos hacer otra cosa.
El capitán intervino.
—Ya es suficiente. Tenemos que encontrar una solución.
—Capitán, ¿por qué no se calla?
—¿Qué?
—Ya me ha oído, capitán. No pretenda imponerme su rango, porque nos separan quince mil kilómetros y no tenemos que engañarnos. Tal como dijo Stimson, la caída es interminable.
—¡Compórtese, Applegate!
—No quiero. Esto es un motín de uno solo. No tengo una maldita cosa que perder. Su nave era mala, usted un mal capitán, y espero que se ase cuando llegue al Sol.
—¡Le ordeno que se calle!
—Adelante, vuelva a ordenarlo. —Applegate sonrió a quince mil kilómetros de distancia. El capitán no dijo nada más—. ¿Dónde estabamos, Hollis? Ah, sí ya recuerdo. También te odio a ti. Pero tú ya lo sabes. Hace mucho tiempo que lo sabes.
Hollis, desesperado, cerró los puños.
—Quiero confesarte algo —prosiguió Applegate—. Algo que te hará feliz. Fui uno de los que votaron contra ti en la Rocket Company, hace cinco años.
Un meteorito surcó el espacio. Hollis miró hacia abajo y vio que no tenía mano izquierda. La sangre brotaba a chorros. De repente, advirtió la falta de aire en su traje. El oxígeno que conservaba en los pulmones le permitió, sin embargo, hacer un nudo a la altura de su codo izquierdo, apretando la juntura y cerrando el escape. La rapidez del suceso no le dio tiempo a sorprenderse. Ninguna cosa podía sorprenderle en aquel momento. Ya cerrado el boquete, el aire volvió a llenar el traje en un instante. Y la sangre, que había brotado con tanta facilidad, quedó comprimida cuando Hollis apretó aún más el nudo, hasta convertirlo en un torniquete.
Todo esto había sucedido en medio de un terrible silencio por parte de Hollis. Los otros hombres conversaban. Uno de ellos, Lespere, hablaba sin cesar de su mujer de Marte, de su mujer venusiana, de su mujer de Júpiter, de su dinero, sus buenos tiempos, sus borracheras, su afición al juego, su felicidad... Hablaba y hablaba, mientras todos caían. Lespere, feliz, recordaba el pasado mientras se precipitaba a la muerte.
—————————————————
¡Todo era tan raro! Espacio, miles de kilómetros de espacio, y voces vibrando en su centro. Ningún hombre al alcance de la vista, sólo las ondas de radio se agitaban tratando de emocionar a otros hombres.
—¿Estás enfadado, Hollis?
—No.

Y no lo estaba. Había recuperado la serenidad. Era una masa insensible, cayendo para siempre hacia ninguna parte.
—Durante toda tu vida quisiste llegar a la cumbre, Hollis. Y yo lo impedí. Siempre quisiste saber lo que había ocurrido. Bien, voté contra ti antes de que me despidieran a mí también.
—No tiene importancia.
Y no la tenía. Todo había terminado. Cuando la vida llega a su fin es como un intenso resplandor. Un instante en el que todos los prejuicios y pasiones se condensan e iluminan en el espacio, antes de que se pueda decir una sola palabra. Hubo un día feliz y otro desdichado, hubo un rostro perverso y otro bondadoso... El resplandor se apaga y se hace la oscuridad.
Hollis pensó en su pasado. Al borde de la muerte, una sola cosa le atormentaba y por ella, únicamente por ella, deseaba seguir viviendo. ¿Sentirían lo mismo sus compañeros de agonía? ¿Tendrían aquella sensación de no haber vivido nunca? ¿Pensarían, como él, que la vida surge y muere antes de poder respirar una vez? ¿Les parecería a todos tan abrupta e imposible, o sólo a él, aquí, ahora, con escasas horas para meditar?
Uno de los otros hombros estaba hablando.
—Bueno, yo viví bien. Tuve una esposa en Marte, otra en Venus y otra en Júpiter. Todas tenían dinero y se portaron muy bien conmigo. Fue maravilloso. Me emborrachaba, y hasta una vez gané veinte mil dólares en el juego.
"Pero ahora estás aquí —pensó Hollis—. Yo no tuve nada de eso. Tenía celos de ti, Lespere. En pleno trabajo envidiaba tus mujeres y tus juergas. Las mujeres me asustaban y huía al espacio, siempre deseándolas, siempre celoso de ti por tenerlas, por tu dinero, por toda la felicidad que podías conseguir con aquella vida alocada. Pero ahora se acabó todo, caemos. Ya no tengo celos de ti. Es mi final y el tuyo y todo parece no haber sucedido nunca."
Hollis levantó el rostro y gritó por la radio:
—¡Todo ha terminado, Lespere!
Silencio.
—¡Como si nunca hubiese ocurrido, Lespere!
—¿Quién habla? —preguntó Lespere temblorosamente.
—Soy Hollis.
Se sintió miserable. Era la mezquindad, la absurda mezquindad de la muerte. Applegate le había herido y él, Hollis, quería herir a otro. Applegate y el espacio le habían herido.
—Ahora estás aquí, Lespere. Todo ha terminado, como si nunca hubiera sucedido, ¿no es cierto?
—No.
—Cuando llega el final, todo parece no haber ocurrido nunca. ¿Es mejor tu vida que la mía, ahora? Antes, sí, ¿y ahora? El presente es lo que cuenta. ¿Es mejor? ¿Lo es?
—¡Sí, es mejor!
—¿Por qué?
—Porque conservo mis pensamientos, ¡porque recuerdo! —gritó Lespere, muy lejos, indignado, apretando los recuerdos a su pecho con ambas manos.
——————————————
Y estaba en lo cierto. Hollis lo comprendió mientras una sensación fría como el hielo fluía por todo su cuerpo. Existían diferencias entre los recuerdos y los sueños. A él sólo le quedaban los sueños de las cosas que había deseado hacer, pero Lespere recordaba cosas hechas, consumadas. Este pensamiento empezó a desgarrar a Hollis con una precisión lenta, temblorosa.

—¿Y para qué te sirve eso? —gritó a Lespere—. ¿De qué te sirve ahora? Lo que llega a su fin ya no sirve para nada. No estás mejor que yo.
—Estoy tranquilo —contestó Lespere—. Tuve mi oportunidad. Y ahora no me vuelvo perverso, como tú.
—¿Perverso?
Hollis meditó. Nunca, en toda su vida, había sido perverso. Nunca se había atrevido a serlo. Durante muchos años debió de haber estado guardando su perversidad para una ocasión como la actual. "Perverso". La palabra martilleó en su mente. Se le saltaron las lágrimas y resbalaron por su cara.
—Cálmate, Hollis.
Alguien había escuchado su voz sofocada.
Era completamente ridículo. Tan sólo un momento antes, había estado aconsejando a otros, a Stimson... Había sentido coraje y creído que era auténtico. Pero, ahora lo comprendía, no se trataba más que de conmoción, y de la "serenidad", que puede acompañarla. Y ahora trataba de condensar toda una vida de emociones reprimidas en un intervalo de minutos.
—Sé lo que sientes, Hollis —dijo Lespere, ya a treinta mil kilómetros de distancia, con una voz cada vez más apagada—. No me has ofendido.
"Pero, ¿no somos iguales? —se preguntó un aturdido Hollis—. ¿Lespere y yo? ¿Aquí, ahora? Si algo ha terminado, ya está hecho. ¿Qué tiene de bueno, entonces? Los dos moriremos, de una forma o de otra."
Pero Hollis sabía que todo aquello era puro raciocinio. Era como intentar explicar la diferencia entre un hombre vivo y un cadáver: uno poseía una chispa, un aura, un elemento misterioso, y el otro no.
Y lo mismo ocurría con Lespere y él. Lespere había vivido enteramente, y ello le convertía ahora en un hombre diferente. Y él, Hollis, había estado muerto durante muchos años. Se acercaban a la muerte siguiendo distintos caminos y, con toda probabilidad, si existieran varios tipos de muertes, el de Lespere y el suyo serían tan diferentes como la noche y el día. La cualidad de la muerte, como la de la vida, debe ser de una variedad infinita. Y si uno ya ha muerto una vez, ¿por qué preocuparse de morir para siempre, tal como estaba muriendo él ahora?
Un momento después descubrió que su pié derecho había desaparecido. Estuvo a punto de reír. El aire por segunda vez había escapado de su traje. Se inclinó rápidamente y vio salir la sangre. El meteorito había cortado la carne y el traje hasta el tobillo. Oh, la muerte en el espacio era humorística: te despedaza poco a poco, cual tétrico e invisible carnicero. Hollis apretó la válvula de la rodilla. Sentía dolor y mareo. Luchó por no perder la conciencia, apretó más la válvula y contuvo la sangre, conservando el aire que le quedaba. Se enderezó y prosiguió su caída. No podía hacer más.
—¿Hollis?
Hollis respondió cansinamente, harto de aguardar la muerte.
—Aquí Applegate de nuevo —dijo la voz.
—Sí.
—He estado pensando, y escuchándote. Esto no va bien. Nos convierte en perversos. Es una forma de morir muy mala, nos saca toda la maldad que llevamos dentro. Hollis, ¿me escuchas?
—Sí
—Te mentí. Hace un momento. Te mentí. No voté contra ti. No sé por qué lo dije. Creo que deseaba hacerte daño. Parecías el más indicado. Siempre nos hemos peleado, Hollis. Creo que me estoy haciendo viejo de repente, arrepintiéndome. Guando oí que tú eras un perverso me avergoncé. Es igual, quiero que sepas que yo también fui un idiota. No hay ni pizca de verdad en todo lo que dije. Y vete al infierno.
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Hollis sintió que su corazón volvía a latir. Había estado parado durante cinco minutos. Ahora, todos sus miembros recuperaron el calor. La conmoción había terminado, y los sucesivos ataques de cólera, terror y soledad iban disipándose. Era un hombre recién salido de una ducha fría matutina, listo para desayunar y enfrentarse a un nuevo día.
—Gracias, Applegate.
—No hay de qué. Y anímate, bobo.
—¿Dónde está Stimson? ¿Cómo se encuentra?
—¿Stimson?
Todos escuchaban atentamente:
—Debe de haber muerto.
—No lo creo. ¡Stimson!
Volvieron a escuchar.
Y oyeron una respiración dificultosa, lejana, lenta...
—Es él. Escuchad.
—¡Stimson!
Nadie respondió.
Sólo podían oír una respiración lenta y bronca.
—No contestará.
—Ha perdido el conocimiento. Dios le ayude.
—Es él, escuchad.
Una respiración apenas audible, el silencio.
—Está encerrado como una almeja. Encerrado en sí mismo, haciendo una perla. Consideradlo así, todo tiene su poesía. Él es más feliz que nosotros.
Stimson flotaba en la lejanía. Todas lo escucharon.
—¡Eh! —dijo Stone.
—¿Qué?
Hollis había contestado con toda su fuerza. Stone, más que ningún otro, era un buen amigo.
—Estoy entre un enjambre de meteoritos, pequeños asteroides.
—¿Meteoritos?
—Creo que es el grupo de Mirmidón, que se desplaza entre Marte y la Tierra y tarda cien años en recorrer su órbita. Me encuentro justo en el medio. Es como un calidoscopio gigante. Hay colores, formas y tamaños de todos los tipos. ¡Dios mío, que hermoso es todo esto!
Silencio.
—Me voy con ellos —prosiguió Stone—. Me llevan con ellos. Estoy condenado. —Y se rió de buena gana.
Hollis trató de ver algo, pero sin conseguirlo. Allí sólo había las grandes joyas del espacio, los diamantes, los zafiros, las nieblas de esmeraldas y las tintas de terciopelo del espacio, y la voz de Dios confundiéndose entre los resplandores cristalinos. Era algo increíble y maravilloso pensar en Stone acompañando al enjambre de meteoritos. Iría más allá de Marte y volvería a la Tierra cada cinco años. Entraría y saldría de las órbitas de los planetas durante las siguientes miles y miles de años. Stone y el enjambre de Mirmidón, eternos e infinitos, girarían y se modelarían como los colores del calidoscopio de un niño cuando éste levanta el tubo hacia el sol y lo va girando.
—Adiós, Hollis. —La voz de Stone, ya muy debilitada—. Adiós.
—Buena suerte —gritó Hollis, a cincuenta mil kilómetros de distancia.
—No te hagas el gracioso —dijo Stone.
Silencio. Las estrellas se unían más y más entre ellas.
Todas las voces, iban apagándose. Todas y cada una seguían su propia ruta; unas hacia el Sol, otras hacia el espacio remoto. Como el mismo Hollis. Miró hacia abajo. Él, y sólo él, volvía solitario a la Tierra.
—Adiós.
—Tómatelo con calma.
—Adiós, Hollis —dijo Applegate.
Adioses innumerables, despedidas breves. El gran cerebro, extraviado, se desintegraba. Los componentes de aquel cerebro, que habían trabajado con eficiencia y perfección dentro de la caja craneal de la nave espacial, cuando ésta aún surcaba el espacio, morían uno a uno. Todo el significado de sus vidas saltaba hecho añicos. Igual que el cuerpo muere cuando el cerebro deja de funcionar, el espíritu de la nave, todo el tiempo que habían pasado juntos, lo que los unos significaban para los otros, todo eso moría. Applegate ya no era más que un dedo arrancado del cuerpo paterno, ya nunca más sería motivo de desprecio o intrigas. El cerebro había estallado y sus fragmentos inútiles, faltos de misión que cumplir, se desperdigaban. Las voces desaparecieron y el espacio quedó en silencio. Hollis estaba solo, cayendo.
Todos estaban solos. Sus voces se habían desvanecido como los ecos de palabras divinas vibrando en el cielo estrellado. El capitán marchaba hacia el Sol. Stone se alejaba entre la nube de meteoritos, y Stimson, encerrado en sí mismo. Applegate iba hacia Plutón. Smith, Turner, Underwood... Los restos del calidoscopio, las piezas de lo que otrora fue algo coherente, se esparcían por el espacio.
"¿Y yo? —pensó Hollis—. ¿Qué puedo hacer?. ¿Puedo hacer algo para compensar una vida terrible y vacía? Si pudiera hacer algo para reparar la mezquindad de todos estos años, el absurdo del que ni siquiera me daba cuenta... Pero no hay nadie aquí. Estoy solo. ¿Cómo hacer algo que valga la pena cuando se está solo? Es imposible. Mañana por la noche me estrellaré contra la atmósfera de la Tierra. Arderé, y mis cenizas se esparcirán por todos los continentes. Seré útil. Sólo un poco, pero las cenizas son cenizas y se mezclarán con la tierra."
Caía rápidamente, como una bala, como un guijarro, como una pesa metálica. Sereno, ni triste ni feliz... Lo único que deseaba, cuando todos los demás se habían ido, era hacer algo válido, algo que sólo él sabría.
"Cuando entre en la atmósfera, arderé como un meteoro."
—Me pregunto si alguien me verá —dijo en voz alta.
———————————————————————
Desde un camino, un niño alzó la vista hacia el cielo.
—¡Mira, mamá! ¡Mira! —gritó—. ¡Una estrella fugaz!
La estrella blanca, resplandeciente, caía en el polvoriento cielo de Illinois.
—Pide un deseo —dijo la madre del niño—. Pide un deseo.


FIN



EL COHETE

Muchas noches, Fiorello Bodoni se despertaba para escuchar los cohetes que pasaban suspirando por el cielo oscuro.
Mientras su buena esposa estaba soñando, se levantaba y salía de puntillas al aire de la noche. Durante unos momentos no sentiría el olor a comida vieja de la casita junto al río. Después de permanecer un rato en silencio, dejaría que su corazón volase hacia el espacio, siguiendo a los cohetes.
Ahora, esta noche, estaba medio desnudo en la oscuridad, observando los surtidores de fuego que murmuraban en el aire. ¡Los cohetes en sus largos y veloces viajes a Marte, a Saturno, a Venus!
—Bien, bien, Bodoni.
Bodoni se sobresaltó.
Sobre un cajón, junto al río silencioso, estaba sentado un anciano que también contemplaba los cohetes en la medianoche tranquila.
—¡Oh, eres tú, Bramante!
—¿Sales todas las noches, Bodoni?
—Sólo a tomar aire.
—¿Sí? Yo prefiero mirar los cohetes —dijo el viejo Bramante—. Yo era casi un niño cuando empezaron a volar. Hace ochenta años. Y todavía no he estado en ninguno.
—Yo haré un viaje uno de estos días —dijo Bodoni.
—No seas tonto —dijo Bramante—. Nunca lo harás. Este mundo es para los ricos. —Sacudió la cabeza gris, recordando—. Cuando yo era joven, alguien escribió un anuncio con letras de fuego: «¡EL MUNDO DEL FUTURO. Ciencia, Confort y Novedades para todos!». ¡Bah! Ochenta años. El futuro ha llegado. ¿Volamos en cohetes? No. Vivimos en casuchas como nuestros padres.
—Acaso mis hijos... —dijo Bodoni.
—¡No, ni los hijos de tus hijos! —gritó el anciano—. ¡Sólo los ricos tienen sueños y cohetes!
Bodoni vaciló.
—Bramante, tengo ahorrados tres mil dólares. Me costó seis años reunirlos. Los destinaba a mi taller, para invertirlos en maquinaria. Pero, desde hace un mes, todas las noches me despierto en la cama y oigo los cohetes. Pienso en ellos. Y esta noche me he decidido. ¡Uno de nosotros irá a Marte!
Los ojos de Bodoni eran brillantes y oscuros.
—Idiota —estalló Bramante—. ¿A quién elegirás? ¿Quién irá? Si vas tú, tu mujer te aborrecerá, porque en el espacio habrás estado un poco más cerca de Dios. Cada vez que le cuentes tu asombroso viaje, ¿no se sentirá roída por la amargura?
—No, no.
—¡Sí! ¿Y tus hijos? ¿No se pasarán la vida pensando en su padre, que voló hasta Marte mientras ellos se quedaban aquí? ¡Qué obsesión insensata impondrás a tus hijos! Pensarán en el cohete toda su vida. No dormirán por la noche. Enfermarán de deseo. Lo mismo que tú ahora. Desearán la muerte si no pueden conseguir ese viaje. No les despiertes ese sueño, te lo aconsejo. Déjalos vivir contentos en su pobreza. Haz que miren sus manos y a tu chatarra, no hacia las estrellas.
—Pero...
—Supón que vaya tu mujer. ¿Cómo te sentirás sabiendo que ella ha visto y tú no? No podrás ni mirarla. Desearás arrojarla al río. No, Bodoni, cómprate una nueva excavadora, la necesitas, y aparta esos sueños, hazlos pedazos.

El anciano se calmó, con los ojos clavados en el río, en el cual se ahogaban imágenes de cohetes cayendo en llamas desde el cielo.
—Buenas noches —dijo Bodoni.
—Que duermas bien —dijo el otro.
Cuando la tostada saltó de su caja de plata, Bodoni casi dio un grito. No había dormido en toda la noche dando vueltas y vueltas. Entre sus nerviosos niños, al lado de su voluminosa mujer, Bodoni había reflexionado. Bramante tenía razón. Era mejor invertir el dinero. ¿Para qué guardarlo si sólo un miembro de la familia podría viajar en el cohete? Los otros se sentirían sumidos en el desengaño.
—Fiorello, come tu tostada —dijo María, su mujer.
—Tengo la garganta irritada —dijo Bodoni.
Los niños entraron corriendo. Los tres varones luchaban por la posesión de un cohete de juguete; las dos niñas traían unas muñecas que representaban a los habitantes de Marte, Venus y Neptuno: maniquíes verdes con tres ojos amarillos y manos de seis dedos.
—¡Yo vi el cohete de Venus! —gritó Paolo.
—Despegó haciendo siiiii... —silbó Antonello.
—¡Niños! —gritó Bodoni, tapándose los oídos.
Los niños lo miraron. Bodoni rara vez gritaba.
El hombre se levantó.
—Escuchad todos —dijo—. Tengo dinero suficiente para que uno de vosotros vaya en el cohete a Marte.
Todos se pusieron a gritar.
—¿Comprendéis? —preguntó—. Sólo uno de nosotros. ¿Quién?
—¡Yo, yo, yo! —gritaron los niños.
—Tú —dijo María.
—Tú —dijo Bodoni.
Todos callaron.
Los niños pensaron un poco.
—Que vaya Lorenzo..., es el mayor.
—Que vaya Miriam..., es la más chica.
—Piensa en todo lo que verás —dijo María a Bodoni. Pero sus ojos tenían una extraña expresión. Su voz temblaba—. Los meteoros, como peces. El Universo. La Luna. Debería ir alguien que luego pueda contarnos todo eso. Siempre tuviste facilidad de palabra.
—Tonterías. Tú también la tienes —objetó Bodoni.
Todos temblaban.
—Venid aquí —dijo Bodoni tristemente. De una escoba arrancó varias pajitas de distinta longitud—. La más corta, gana. —Mantuvo el puño cerrado—. Escoge.
Solemnemente, todos sacaron su pajita.
—Larga.
—Larga.

Otro:
—Larga.
Los niños habían terminado. La habitación estaba en silencio.
Quedaban dos pajitas. Bodoni sintió que el corazón le dolía en el pecho.
—Vamos, María —suspiró.
María tiró de la pajita.
—Corta —dijo.
—Ah —suspiró Lorenzo, mitad feliz, mitad triste—. Mamá va a Marte.
Bodoni trató de sonreír.
—Felicidades. Hoy mismo te compraré el pasaje.
—Espera, Fiorello...
—Puedes salir la semana próxima —murmuró él.
María miró los ojos tristes de los niños y las sonrisas bajo las narices largas y rectas. Devolvió la pajita lentamente a su marido.
—No puedo ir a Marte.
—¿Por qué no?
—Pronto llegará otro niño.
—¿Qué?
Ella no lo miraba.
—No me conviene viajar en este estado.
Bodoni la tomó por el codo.
—¿Es verdad eso?
—Probad suerte otra vez.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —preguntó Bodoni, incrédulo.
—Se me olvidó.
—María, María... —suspiró, dándole palmaditas en la cara. Se volvió a los niños—: Empecemos de nuevo.
Paolo sacó inmediatamente la pajita corta.
—¡Voy a Marte! —gritó, dando saltos como un salvaje—. ¡Gracias, papá!
Los otros niños dieron un paso atrás.
—Eso es magnífico, Paolo.
Paolo dejó de sonreír y examinó detenidamente a sus padres, hermanos y hermanas.
—¿Puedo ir, no es cierto? —preguntó con incertidumbre.
—Sí.
—¿Y me seguiréis queriendo cuando regrese?
—Naturalmente.
Paolo estudió con mano temblorosa la preciosa pajita, la dejó caer meneando la cabeza.
—Había olvidado que comienza la escuela. No puedo ir. Sacad otra vez.

Pero ninguno quiso hacerlo. Una gran tristeza los envolvía.
—Ninguno de nosotros irá —dijo Lorenzo.
—Será lo mejor —dijo María.
—Bramante tenía razón —concluyó Bodoni.
Después de desayunar, Fiorello Bodoni se puso a trabajar en el depósito de chatarra, cortando el metal, fundiéndolo, vaciándolo en lingotes útiles. Se rompían sus herramientas. La competencia lo estaba arrastrando hacia la desgraciada orilla de la pobreza desde hacía veinte años. Aquella era una mala mañana.
—Por la tarde entró un hombre en el depósito y llamó a Bodoni, que trabajaba en su máquina de trocear.
—Eh, Bodoni, tengo metal para ti.
—¿Qué es, señor Matthews? —preguntó Bodoni con indiferencia.
—Un cohete. ¿Qué hay de malo en ello? ¿No lo quieres?
—¡Sí, sí! —Tomó al hombre por el brazo y se detuvo perplejo.
—Claro que es sólo una maqueta —dijo Matthews—. Ya sabes. Cuando proyectan un cohete, construyen primero un modelo de aluminio, a tamaño natural. Puedes ganar algo fundiéndolo. Te lo dejaré por dos mil...
Bodoni dejó caer la mano.
—No tengo dinero.
—Lo siento. Pensé que podría ayudarte. La última vez me dijiste que todos los otros se llevaban la chatarra. Creí que yo te hacía un favor. Bueno...
—Necesito nuevas herramientas. He ahorrado para eso.
—Comprendo.
—Si compro el cohete, no podré fundirlo. Mi horno de aluminio se vino abajo la semana pasada.
—Ya lo sé.
—Posiblemente no podré utilizar el cohete si se lo compro a usted.
—Lo comprendo.
Bodoni parpadeó y cerró los ojos. Los abrió después y miró al señor Matthews.
—Pero soy un tonto. Sacaré mi dinero del banco y le compraré el cohete.
—Pero si no puedes fundirlo ahora...
—Mándemelo —dijo Bodoni.
—Conforme, si tu lo dices... ¿Esta noche?
—Esta noche —dijo Bodoni—, estaría muy bien. Sí, me gustaría tener el cohete esta noche.
Era noche de Luna. El cohete se erguía blanco y enorme en el depósito. Tenía la blancura de la Luna y la luz de las estrellas: Bodoni lo miraba con amor. Sentía deseos de abrazarlo, de oprimir la cara contra el metal y contarle todos los secretos de su corazón.
Lo miraba fijamente.

—Eres enteramente mío —dijo—. Aunque nunca te muevas, ni escupas fuego, y te quedes ahí cincuenta años enmoheciéndote, eres mío.
El cohete tenía aroma de tiempo y de distancias. Caminar por dentro del cohete era como hacerlo por el interior de un reloj. Estaba acabado con una precisión suiza. Podría uno llevarlo como un dije en el bolsillo del chaleco. «Hasta podría dormir aquí esta noche», murmuró el exaltado Bodoni.
Se sentó en el asiento del piloto.
Movió una palanca.
Bodoni zumbó con la boca cerrada, entornando los ojos.
El zumbido se elevó de tono, se hizo más intenso, más elevado, más salvaje, más alegre, estremeciendo a Bodoni de pies a cabeza, inclinándolo hacia delante y tirando de él y de la nave en un crujiente silencio, en una especie de grito metálico, mientras sus manos volaban entre los controles y sus ojos cerrados le latían, y el sonido crecía y crecía hasta ser un fuego, un impulso, una fuerza tal que trataba de partirlo en dos. Lanzó un grito sofocado. Una vez y otra vez zumbaba, sin parar, porque no podía detenerse; sólo podía seguir, seguir, y él iba con los ojos cerrados y el corazón furioso.
—¡Despegamos! —gritó Bodoni con euforia—. ¡La enorme sacudida! ¡El trueno! ¡La Luna! —gritó con los ojos cerrados—. ¡Los meteoros! ¡La silenciosa precipitación en una luz volcánica! Marte. ¡Oh, Dios! ¡Marte! ¡Marte!
Cayó hacia atrás, exhausto y jadeante. Las manos temblorosas abandonaron los controles, y la cabeza le cayó hacia atrás, con violencia. Se quedó sentado durante mucho tiempo, respirando anhelante, hasta que el corazón latió con más lentitud.
Lenta, muy lentamente, abrió los ojos.
El depósito de chatarra estaba todavía allí.
Bodoni se movió. Miró durante un minuto las pilas de metal y sus ojos no se separaban de ellas. Después, incorporándose de un salto, golpeó las palancas.
—¡Despega ya, maldito!
La nave guardó silencio.
—¡Ya te enseñaré! —gritó Bodoni.
Salió afuera, al aire nocturno, tambaleándose, puso en marcha el potente motor de su terrible máquina demoledora y avanzó sobre el cohete. Maniobró. Los pesados martillos se alzaron hacia el cielo iluminado por la Luna. Preparó sus temblorosas manos para aplastar, para hacer pedazos ese sueño insolentemente falso, esa cosa estúpida que le había costado todo su dinero, que no se movería, que no quería obedecerle.
Pero sus manos no se movieron.
El cohete de plata se erguía a la luz de la Luna. Y más allá del cohete se veían las luces amarillentas de su casa, en la otra manzana, luciendo afectuosamente. Bodoni escuchó la radio familiar, donde sonaba alguna música distante. Se quedó sentado durante media hora, pensando en el cohete y en las luces de la casa, y sus ojos se le achicaron y se le abrieron. Bajó de la máquina y echó a andar, y mientras caminaba comenzó a reír, y cuando llegó a la puerta trasera tomó aliento y gritó:
—¡María, María, prepara las maletas! ¡Nos vamos a Marte!
—¡Oh!
—¡Ah!
—¡No puedo creerlo!
—Lo creerás, lo creerás.

Los niños se balanceaban en el patio atravesado por el viento, bajo el deslumbrante cohete, sin atreverse a tocarlo. En seguida se echaron a gritar, llorando de alegría.
María observó a su marido.
—¿Qué has hecho? —preguntó—. ¿Has gastado nuestro dinero en esto? Nunca volará.
—Volará —dijo Bodoni mirando el cohete.
—Estas naves cuestan millones. ¿Es que los tienes?
—Volará —repitió Bodoni—. Ahora regresen todos a casa. Tengo que telefonear, hacer algunas cosas. ¡Salimos mañana! No se lo digáis a nadie, ¿comprendéis? Es un secreto.
Los niños, aturdidos, se alejaron del cohete. Bodoni vio sus rostros menudos y febriles en las ventanas de la casa, a lo lejos.
María no se había movido.
—Nos arruinaste —se lamentó—. Nuestro dinero gastado en... esa cosa. Cuando necesitabas tanto un nuevo equipo.
—Ya verás —dijo Bodoni.
Sin pronunciar una palabra, María dio media vuelta y se fue.
—Que Dios me ayude —suspiró su marido, y se puso a trabajar.
Hacia la media noche llegaron unos camiones, dejaron su carga, y Bodoni, sonriendo, agotó su cuenta del banco. Con sopletes de soldar y tiras metálicas asaltó el cohete, añadió, suprimió, pronunció sobre él artificios de fuego y secretos insultos. Metió en el vacío cuarto de las máquinas viejos motores de automóvil. Luego cerró herméticamente el cuarto, para que nadie pudiera ver su trabajo.
Al amanecer entró en la cocina.
—María —dijo—. Estoy listo para desayunar.
Ella no quiso hablarle.
A la caída de la tarde llamó a los niños.
—¡Estamos dispuestos! ¡Vamos!
La casa estaba en silencio.
—Los encerré en la despensa —dijo María.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Bodoni.
—Te matarás en ese cohete —dijo ella—. ¿Qué clase de cohete puedes comprar con dos mil dólares? —agregó—. ¡Uno que no sirve!
—Escúchame, María.
—Estallará contigo dentro. Ni siquiera eres piloto.
—No importa, puedo hacerlo volar. Lo arreglé muy bien.
—Te has vuelto loco —dijo María
—¿Dónde está la llave de la despensa?
—La tengo aquí.
Bodoni extendió la mano.
—Dámela.
María se la dio.

—Los matarás.
—No, no.
—Sí, los matarás. Lo presiento.
Quedó en pie delante de ella.
—¿No vendrás conmigo?
—Me quedo aquí.
—Ya comprenderás; lo vas a ver —dijo Bodoni y sonrió. Abrió la puerta de la despensa—. Vamos, chicos. Sigan a vuestro padre.
—¡Adiós, adiós, mamá!
María se quedó asomada a la ventana de la cocina, mirándolos salir, muy erguida y silenciosa.
Ante la puerta del cohete, Bodoni dijo:
—Niños, estaremos fuera una semana. Deben regresar para ir a la escuela, y yo a mi trabajo. —Fue cogiendo a cada uno de la mano—. Escuchen. Este cohete es muy viejo y no volverá a volar. Éste será nuestro único viaje. Abran bien los ojos.
—Sí, papá.
—Escuchen con atención: Perciban los olores de un cohete. Sientan. Recuerden. Así, al volver podrán hablar de esta experiencia todo el resto de vuestras vidas.
—Sí, papá.
La nave estaba quieta y en silencio, como un reloj parado. La cámara de aire se cerró susurrando tras ellos. Bodoni los envolvió a todos como a menudas momias, en las hamacas de caucho.
—¿Listos?
—Listos —contestaron los niños.
—Allá vamos.
Bodoni movió diez conmutadores. El cohete tronó y dio un salto. Los niños chillaron y bailaron en sus hamacas.
—¡Aquí viene la Luna!
La Luna pasó como un sueño. Los meteoros se deshicieron como fuegos artificiales. El tiempo se deslizó como una serpentina de gas. Los niños alborotaban. Horas después, liberados de sus hamacas, espiaron por las ventanillas. ¡Allí está la Tierra! ¡Allá está Marte!
El cohete despedía rosados pétalos de fuego, mientras las esferas horarias giraban en forma vertiginosa. Los ojos de los niños se cerraban. Al fin, se durmieron, como polillas ebrias de luz en los capullos de sus hamacas de goma.
—Bueno —murmuró Bodoni para sí.
Salió de puntillas desde la cabina de control, y se detuvo largo rato, lleno de temor, ante la puerta de la cámara de aire.
Apretó un botón. La puerta se abrió de par en par. Bodoni salió por ella. ¿Hacia el vacío? ¿Hacia los mares de tinta donde flotaban los gases ardientes? ¿Hacia los años y kilómetros y las infinitas dimensiones?
No, Bodoni sonrió.
Alrededor del tembloroso cohete se extendía el depósito de chatarra.
Oxidada, idéntica, allí estaba la puerta del patio con su cadena y su candado. Allí estaban la casita en silencio junto al agua, la iluminada ventana de la cocina, y el río que discurría hacia el mismo mar. Y en el centro del patio, elaborando un mágico ensueño, reposaba el estremecido y ronroneante cohete. Se sacudía, rugía, agitando a los niños, prisioneros como moscas en una tela de araña.
María lo miraba desde la ventana de la cocina.
Bodoni la saludó con un gesto apropiado y sonrió.
No pudo ver si ella le correspondía. Un leve saludo, quizás. Una débil sonrisa.
Salía el Sol.
Bodoni entró apresuradamente en el cohete. Silencio. Todos dormidos. Bodoni suspiró aliviado. Se ató a una hamaca y cerró los ojos. Rezó en silencio para sí. Oh, no permitas que nada destruya esta ilusión durante los próximos seis días. Haz que todo el espacio venga y vaya, y que el rojo Marte se alce sobre el cohete, y también las lunas de Marte, e impide que fallen las películas en colores. Haz que aparezcan las tres dimensiones, haz que nada se estropee en los espejos. Haz que el tiempo pase sin un error.
Se despertó.
El rojo Marte flotaba cerca del cohete.
—¡Papá!
Los niños trataban de salir de las hamacas.
Bodoni miró y vio al rojo Marte. Estaba bien, no había ningún fallo. Bodoni se sintió muy feliz.
A la puesta de Sol del séptimo día, el cohete se detuvo con un estremecimiento.
—Estamos en casa —dijo Bodoni.
Salieron del cohete y cruzaron el patio. La sangre les cantaba en las venas. Les brillaban las caras.
—He preparado jamón y huevos para todos —dijo María desde la puerta de la cocina.
—¡Mamá, mamá, deberías haber ido a ver a Marte, y los meteoros, y todo!
—Sí —dijo María.
A la hora de acostarse, los niños se reunieron alrededor de Bodoni.
—Queremos darte las gracias, papá.
—No es necesario.
—Lo recordaremos siempre, papá. Nunca lo olvidaremos.
Aquella noche, muy tarde ya, Bodoni abrió los ojos. Sintió que su mujer se hallaba a su lado, contemplándolo. Durante un largo rato María no se movió y al fin, de pronto, lo besó en las mejillas y en la frente.
—¿Qué es esto? —preguntó Bodoni.
—Eres el mejor padre del mundo —susurró María.
—¿Por qué?
—Ahora veo —dijo ella—. Ahora comprendo.
María se echó de espaldas y cerró los ojos, tomando la mano de Bodoni.
—¿Fue un viaje hermoso? —preguntó.
—Sí.
—Quizás —dijo ella—, quizás alguna noche, puedas llevarme a hacer un viaje, un viaje corto, ¿cierto?

—Un viaje corto, quizás.
—Gracias —dijo María—. Buenas noches.
—Buenas noches —dijo Fiorello Bodoni.

F I N


EL DRAGÓN

La noche soplaba en el escaso pasto del páramo. No había ningún otro movimiento. Desde hacía años, en el casco del cielo, inmenso y tenebroso, no volaba ningún pájaro. Tiempo atrás, se habían desmoronado algunos pedruscos convirtiéndose en polvo. Ahora, sólo la noche temblaba en el alma de los dos hombres, encorvados en el desierto, junto a la hoguera solitaria; la oscuridad les latía calladamente en las venas, les golpeaba silenciosamente en las muñecas y en las sienes.
Las luces del fuego subían y bajaban por los rostros despavoridos y se volcaban en los ojos como jirones anaranjados. Cada uno de los hombres espiaba la respiración débil y fría y los parpadeos de lagarto del otro. Al fin, uno de ellos atizó el fuego con la espada.
—¡No, idiota, nos delatarás!
—¡Qué importa! —dijo el otro hombre—. El dragón puede olernos a kilómetros de distancia. Dios, hace frío. Quisiera estar en el castillo.
—Es la muerte, no el sueño, lo que buscamos...
—¿Por qué? ¿Por qué? ¡El dragón nunca entra en el pueblo!
—¡Cállate, tonto! Devora a los hombres que viajan solos desde nuestro pueblo al pueblo vecino.
—¡Que se los devore y que nos deje llegar a casa!
—¡Espera, escucha!
Los dos hombres se quedaron quietos.
Aguardaron largo tiempo, pero sólo sintieron el temblor nervioso de la piel de los caballos, como tamboriles de terciopelo negro que repicaban en las argollas de plata de los estribos, suavemente, suavemente.
—Ah... —el segundo hombre suspiró—. Qué tierra de pesadillas. Todo sucede aquí. Alguien apaga el Sol; es de noche. Y entonces, y entonces, ¡oh, Dios, escucha! Dicen que este dragón tiene ojos de fuego y un aliento de gas blanquecino; se le ve arder a través de los páramos oscuros. Corre echando rayos y azufre, quemando el pasto. Las ovejas aterradas, enloquecen y mueren. Las mujeres dan a luz criaturas monstruosas. La furia del dragón es tan inmensa que los muros de las torres se conmueven y vuelven al polvo. Las víctimas, a la salida del Sol, aparecen dispersas aquí y allá, sobre los cerros. ¿Cuántos caballeros, pregunto yo, habrán perseguido a este monstruo y habrán fracasado, como fracasaremos también nosotros?
—¡Suficiente, te digo!
—¡Más que suficiente! Aquí, en esta desolación, ni siquiera sé en que año estamos.
—Novecientos años después de Navidad.
—No, no —murmuró el segundo hombre con los ojos cerrados—. En este páramo no hay Tiempo, hay sólo Eternidad. Pienso a veces que si volviéramos atrás, el pueblo habría desaparecido, la gente no habría nacido todavía, las cosas estarían cambiadas, los castillos no tallados aún en las rocas, los maderos no cortados aún en los bosques; no preguntes cómo sé; el páramo sabe y me lo dice. Y aquí estamos los dos, solos, en la comarca del dragón de fuego. ¡Que Dios nos ampare!
—¡Si tienes miedo, ponte tu armadura!
—¿Para qué? El dragón sale de la nada; no sabemos dónde vive. Se desvanece en la niebla; quién sabe a dónde va. Ay, vistamos nuestra armadura, moriremos ataviados.
Enfundado a medias en el corselete de plata, el segundo hombre se detuvo y volvió la cabeza.
En el extremo de la oscura campiña, henchido de noche y de nada, en el corazón mismo del páramo, sopló una ráfaga arrastrando ese polvo de los relojes que usaban polvo para contar el tiempo.

En el corazón del viento nuevo había soles negros y un millón de hojas carbonizadas, caídas de un árbol otoñal, más allá del horizonte. Era un viento que fundía paisajes, modelaba los huesos como cera blanda, enturbiaba y espesaba la sangre, depositándola como barro en el cerebro. El viento era mil almas moribundas, siempre confusas y en tránsito, una bruma en una niebla de la oscuridad; y el sitio no era sitio para el hombre y no había año ni hora, sino sólo dos hombres en un vacío sin rostro de heladas súbitas, tempestades y truenos blancos que se movían por detrás de un cristal verde; el inmenso ventanal descendente, el relámpago. Una ráfaga de lluvia anegó la hierba; todo se desvaneció y no hubo más que un susurro sin aliento y los dos hombres que aguardaban a solas con su propio ardor, en un tiempo frío.
—Mira... —murmuró el primer hombre—. Oh, mira, allá.
A kilómetros de distancia, precipitándose, un cántico y un rugido: el dragón.
Los hombres vistieron las armaduras y montaron los caballos en silencio. Un monstruoso ronquido quebró la medianoche desierta y el dragón, rugiendo, se acercó y se acercó todavía más. La deslumbrante mirilla amarilla apareció de pronto en lo alto de un cerro y, en seguida, desplegando un cuerpo oscuro, lejano, impreciso, pasó por encima del cerro y se hundió en un valle.
—¡Pronto!
Espolearon las cabalgaduras hasta un claro.
—¡Pasará por aquí!
Los guanteletes empuñaron las lanzas y las viseras cayeron sobre los ojos de los caballos.
—¡Señor!
—Sí; invoquemos su nombre.
En ese instante, el dragón rodeó un cerro. El monstruoso ojo ambarino se clavó en los hombres, iluminando las armaduras con destellos y resplandores bermejos. Hubo un terrible alarido quejumbroso y, con ímpetu demoledor, la bestia prosiguió su carrera.
—¡Dios misericordioso!
La lanza golpeó bajo el ojo amarillo sin párpado y el hombre voló por el aire. El dragón se le abalanzó, lo derribó, lo aplastó y el monstruo negro lanzó al otro jinete a unos treinta metros de distancia, contra la pared de una roca. Gimiendo, gimiendo siempre, el dragón pasó, vociferando, todo fuego alrededor y debajo: un sol rosado, amarillo, naranja, con plumones suaves de humo enceguecedor.
—¿Viste? —gritó una voz—. ¿No te lo había dicho?
—¡Sí! ¡Sí! ¡Un caballero con armadura! ¡Lo atropellamos!
—¿Vas a detenerte?
—Me detuve una vez; no encontré nada. No me gusta detenerme en este páramo. Me pone la carne de gallina. No sé que siento.
—Pero atropellamos algo.
El tren silbó un buen rato; el hombre no se movió.
Una ráfaga de humo dividió la niebla.
—Llegaremos a Stokel a horario. Más carbón, ¿eh, Fred?
Un nuevo silbido, que desprendió el rocío del cielo desierto. El tren nocturno, de fuego y furia, entró en un barranco, trepó por una ladera y se perdió a lo lejos sobre la tierra helada, hacia el norte, desapareciendo para siempre y dejando un humo negro y un vapor que pocos minutos después se disolvieron en el aire quieto.

F I N


LA SIRENA

Allá afuera en el agua helada, lejos de la costa, esperábamos todas las noches la llegada de la niebla, y la niebla llegaba, y aceitábamos la maquinaria de bronce, y encendíamos los faros de niebla en lo alto de la torre. Como dos pájaros en el cielo gris, McDunn y yo lanzábamos el rayo de luz, rojo, luego blanco, luego rojo otra vez, que miraba los barcos solitarios. Y si ellos no veían nuestra luz, oían siempre nuestra voz, el grito alto y profundo de la sirena, que temblaba entre jirones de neblina y sobresaltaba y alejaba a las gaviotas como mazos de naipes arrojados al aire, y hacía crecer las olas y las cubría de espuma.
Es una vida solitaria, pero uno se acostumbra, ¿no es cierto? preguntó McDunn.
Sí dije. Afortunadamente, es usted un buen conversador.
Bueno, mañana irás a tierra agregó McDunn sonriendo a bailar con las muchachas y tomar gin.
¿En qué piensa usted, McDunn, cuando lo dejo solo?
En los misterios del mar.
McDunn encendió su pipa. Eran las siete y cuarto de una helada tarde de noviembre. La luz movía su cola en doscientas direcciones, y la sirena zumbaba en la alta garganta del faro. En ciento cincuenta kilómetros de costa no había poblaciones; sólo un camino solitario que atravesaba los campos desiertos hasta el mar, un estrecho de tres kilómetros de frías aguas, y unos pocos barcos.
Los misterios del mar dijo McDunn pensativamente. ¿Pensaste alguna vez que el mar es como un enorme copo de nieve? Se mueve y crece con mil formas y colores, siempre distintos. Es raro. Una noche, hace años, cuando todos los peces del mar salieron ahí a la superficie. Algo los hizo subir y quedarse flotando en las aguas, como temblando y mirando la luz del faro que caía sobre ellos, roja, blanca, roja, blanca, de modo que yo podía verles los ojitos. Me quedé helado. Eran como una gran cola de pavo real, y se quedaron ahí hasta la medianoche. Luego, casi sin ruido, desaparecieron. Un millón de peces desapareció. Imaginé que quizás, de algún modo, vinieron en peregrinación. Raro, pero piensa qué debe parecerles una torre que se alza veinte metros sobre las aguas, y el dios-luz que sale del faro, y la torre que se anuncia a sí misma con una voz de monstruo. Nunca volvieron aquellos peces, ¿pero no se te ocurre que creyeron ver a Dios?
Me estremecí. Miré las grandes y grises praderas del mar que se extendían hacia ninguna parte, hacia la nada.
Oh, hay tantas cosas en el mar. McDunn chupó su pipa nerviosamente, parpadeando. Estuvo nervioso durante todo el día y nunca dijo la causa. A pesar de nuestras máquinas y los llamados submarinos, pasarán diez mil siglos antes que pisemos realmente las tierras sumergidas, sus fabulosos reinos, y sintamos realmente miedo. Piénsalo, allá abajo es todavía el año 300.000 antes de Cristo. Cuando nos paseábamos con trompetas arrancándonos países y cabezas, ellos vivían ya bajo las aguas, a dieciocho kilómetros de profundidad, helados en un tiempo tan antiguo como la cola de un cometa.
Sí, es un mundo viejo.
Ven. Te reservé algo especial.
Subimos con lentitud los ochenta escalones, hablando. Arriba, McDunn apagó las luces del cuarto para que no hubiese reflejos en las paredes de vidrio. El gran ojo de luz zumbaba y giraba con suavidad sobre sus cojinetes aceitados. La sirena llamaba regularmente cada quince segundos.
Es como la voz de un animal, ¿no es cierto? McDunn se asintió a sí mismo con un movimiento de cabeza. Un gigantesco y solitario animal que grita en la noche. Echado aquí, al borde de diez billones de años, y llamando hacia los abismos. Estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí. Y los abismos le responden, sí, le responden. Ya llevas aquí tres meses, Johnny, y es hora que lo sepas. En esta época del año dijo McDunn estudiando la oscuridad y la niebla, algo viene a visitar el faro.
¿Los cardúmenes de peces?
No, otra cosa. No te lo dije antes porque me creerías loco, pero no puedo callar más. Si mi calendario no se equivoca, esta noche es la noche. No diré mucho, lo verás tú mismo. Siéntate aquí. Mañana, si quieres, empaquetas tus cosas y tomas la lancha y sacas el coche desde el galpón del muelle, y escapas hasta algún pueblito del mediterráneo y vives allí sin apagar nunca las luces de noche. No te acusaré. Ha ocurrido en los últimos tres años y sólo esta vez hay alguien conmigo. Espera y mira.
Pasó media hora y sólo murmuramos unas pocas frases. Cuando nos cansamos de esperar, McDunn me explicó algunas de sus ideas sobre la sirena.
Un día, hace muchos años, vino un hombre y escuchó el sonido del océano en la costa fría y sin sol, y dijo: «Necesitamos una voz que llame sobre las aguas, que advierta a los barcos; haré esa voz. Haré una voz que será como todo el tiempo y toda la niebla; una voz como una cama vacía junto a tí toda la noche, y como una casa vacía cuando abres la puerta, y como otoñales árboles desnudos. Un sonido de pájaros que vuelan hacia el sur, gritando, y un sonido de viento de noviembre y el mar en la costa dura y fría. Haré un sonido tan desolado que alcanzará a todos y al oírlo gemirán las almas, y los hogares parecerán más tibios, y en las distantes ciudades todos pensarán que es bueno estar en casa. Haré un sonido y un aparato y lo llamarán la sirena, y quienes lo oigan conocerán la tristeza de la eternidad y la brevedad de la vida».
La sirena llamó.
Imaginé esta historia dijo McDunn en voz baja para explicar por qué esta criatura visita el faro todos los años. La sirena la llama, pienso, y ella viene...
Pero... interrumpí.
Chist... ordenó McDunn. ¡Allí!
Señaló los abismos.
Algo se acercaba al faro, nadando.
Era una noche helada, como ya dije. El frío entraba en el faro, la luz iba y venía, y la sirena llamaba y llamaba entre los hilos de la niebla. Uno no podía ver muy lejos, ni muy claro, pero allí estaba el mar profundo moviéndose alrededor de la tierra nocturna, aplastado y mudo, gris como barro, y aquí estábamos nosotros dos, solos en la torre, y allá, lejos al principio, se elevó una onda, y luego una ola, una burbuja, una raya de espuma. Y en seguida, desde la superficie del mar frío salió una cabeza, una cabeza grande, oscura, de ojos inmensos, y luego un cuello. Y luego... no un cuerpo, sino más cuello, y más. La cabeza se alzó doce metros por encima del agua sobre un delgado y hermoso cuello oscuro. Sólo entonces, como una islita de coral negro y moluscos y cangrejos, surgió el cuerpo desde los abismos. La cola se sacudió sobre las aguas. Me pareció que el monstruo tenía unos veinte o treinta metros de largo.
No sé qué dije entonces, pero algo dije.
Calma, muchacho, calma murmuró McDunn.
¡Es imposible! exclamé.
No, Johnny, nosotros somos imposibles. Él es lo que era hace diez millones de años. No ha cambiado. Nosotros y la Tierra cambiamos, nos hicimos imposibles. Nosotros.
El monstruo nadó lentamente y con una gran y oscura majestad en las aguas frías. La niebla iba y venía a su alrededor, borrando por instantes su forma. Uno de los ojos del monstruo reflejó nuestra inmensa luz, roja, blanca, roja, blanca, y fue como un disco que en lo alto de una mano enviase un mensaje en un código primitivo. El silencio del monstruo era como el silencio de la niebla.
Yo me agaché, sosteniéndome en la barandilla de la escalera.

¡Parece un dinosaurio!
Sí, uno de la tribu.
¡Pero murieron todos!
No, se ocultaron en los abismos del mar. Muy, muy abajo en los más abismales de los abismos. Es ésta una verdadera palabra ahora, Johnny, una palabra real; dice tanto: los abismos. Una palabra con toda frialdad y la oscuridad y las profundidades del mundo.
¿Qué haremos?
¿Qué podemos hacer? Es nuestro trabajo. Además, estamos aquí más seguros que en cualquier bote que pudiera llevarnos a la costa. El monstruo es tan grande como un destructor, y casi tan rápido.
¿Pero por qué viene aquí?
En seguida tuve la respuesta.
La sirena llamó.
Y el monstruo respondió.
Un grito que atravesó un millón de años, nieblas y agua. Un grito tan angustioso y solitario que tembló dentro de mi cuerpo y de mi cabeza. El monstruo le gritó a la torre. La sirena llamó. El monstruo rugió otra vez. La sirena llamó. El monstruo abrió su enorme boca dentada, y de la boca salió un sonido que era el llamado de la sirena. Solitario, vasto y lejano. Un sonido de soledad, mares invisibles, noches frías. Eso era el sonido.
¿Entiendes ahora susurró McDunn por qué viene aquí?
Asentí con un movimiento de cabeza.
Todo el año, Johnny, ese monstruo estuvo allá, mil kilómetros mar adentro, y a treinta kilómetros bajo las aguas, soportando el paso del tiempo. Quizás esta solitaria criatura tiene un millón de años. Piénsalo, esperar un millón de años. ¿Esperarías tanto? Quizás es el último de su especie. Yo así lo creo. De todos modos, hace cinco años vinieron aquí unos hombres y construyeron este faro. E instalaron la sirena, y la sirena llamó y llamó y su voz llegó hasta donde tú estabas, hundido en el sueño y en recuerdos de un mundo donde había miles como tú. Pero ahora estás solo, enteramente solo en un mundo que no te pertenece, un mundo del que debes huir.
»El sonido de la sirena llega entonces, y se va, y llega y se va otra vez, y te mueves en el barroso fondo de los abismos, y abres los ojos como los lentes de una cámara de cincuenta milímetros, y te mueves lentamente, lentamente, pues tienes todo el peso del océano sobre los hombros. Pero la sirena atraviesa mil kilómetros de agua, débil y familiar, y en el horno de tu vientre arde otra vez el juego, y te incorporas lentamente, lentamente. Te alimentas de grandes cardúmenes de bacalaos y de ríos de medusas, y subes lentamente por los meses de otoño, y septiembre cuando nacen las nieblas, y octubre con más niebla, y la sirena todavía llama, y luego, en los últimos días de noviembre, luego de ascender día a día, unos pocos metros por hora, estás cerca de la superficie, y todavía vivo. Tienes que subir lentamente: si te apresuras; estallas. Así que tardas tres meses en llegar a la superficie, y luego unos días más para nadar por las frías aguas hasta el faro. Y ahí estás, ahí, en la noche, Johnny, el mayor de los monstruos creados. Y aquí está el faro, que te llama, con un cuello largo como el tuyo que emerge del mar, y un cuerpo como el tuyo, y, sobre todo, con una voz como la tuya. ¿Entiendes ahora, Johnny, entiendes?
La sirena llamó.
El monstruo respondió.
Lo vi todo..., lo supe todo. En solitario un millón de años, esperando a alguien que nunca volvería. El millón de años de soledad en el fondo del mar, la locura del tiempo allí, mientras los cielos se limpiaban de pájaros reptiles, los pantanos se secaban en los continentes, los perezosos y dientes de sable se zambullían en pozos de alquitrán, y los hombres corrían como hormigas blancas por las lomas.

La sirena llamó.
El año pasado dijo McDunn, esta criatura nadó alrededor y alrededor, alrededor y alrededor, toda la noche. Sin acercarse mucho, sorprendida, diría yo. Temerosa, quizás. Pero al otro día, inesperadamente, se levantó la niebla, brilló el sol, y el cielo era tan azul como en un cuadro. Y el monstruo huyó del calor, y el silencio, y no regresó. Imagino que estuvo pensándolo todo el año, pensándolo de todas las formas posibles.
El monstruo estaba ahora a no más de cien metros, y él y la sirena se gritaban en forma alternada. Cuando la luz caía sobre ellos, los ojos del monstruo eran fuego e hielo.
Así es la vida dijo McDunn. Siempre alguien espera que regrese algún otro que nunca vuelve. Siempre alguien que quiere a algún otro que no lo quiere. Y al fin uno busca destruir a ese otro, quienquiera que sea, para que no nos lastime más.
El monstruo se acercaba al faro.
La sirena llamó.
Veamos que ocurre dijo McDunn.
Apagó la sirena.
El minuto siguiente fue de un silencio tan intenso que podíamos oír nuestros corazones que golpeaban en el cuarto de vidrio, y el lento y lubricado girar de la luz.
El monstruo se detuvo. Sus grandes ojos de linterna parpadearon. Abrió la boca. Emitió una especie de ruido sordo, como un volcán. Movió la cabeza de un lado a otro como buscando los sonidos que ahora se perdían en la niebla. Miró el faro. Algo retumbó otra vez en su interior. Y se le encendieron los ojos. Se incorporó, azotando el agua, y se acercó a la torre con ojos furiosos y atormentados.
¡McDunn! grité. ¡La sirena!
McDunn buscó a tientas el obturador. Pero antes que la sirena sonase otra vez, el monstruo ya se había incorporado. Vislumbré un momento sus garras gigantescas, con una brillante piel correosa entre los dedos, que se alzaban contra la torre. El gran ojo derecho de su angustiada cabeza brilló ante mí como un caldero en el que podía caer, gritando. La torre se sacudió. La sirena gritó; el monstruo gritó. Abrazó el faro y arañó los vidrios, que cayeron hechos trizas sobre nosotros.
McDunn me tomó por el brazo.
¡Abajo! gritó.
La torre se balanceaba, tambaleaba, y comenzaba a ceder. La sirena y el monstruo rugían. Trastabillamos y casi caímos por la escalera.
¡Rápido!
Llegamos abajo cuando la torre ya se doblaba sobre nosotros. Nos metimos bajo las escaleras en el pequeño sótano de piedra. Las piedras llovieron en un millar de golpes. La sirena calló bruscamente. El monstruo cayó sobre la torre, y la torre se derrumbó. Arrodillados, McDunn y yo nos abrazamos mientras el mundo estallaba.
Todo terminó de pronto, y no hubo más que oscuridad y el golpear de las olas contra los escalones de piedra.
Eso y el otro sonido.
Escucha dijo McDunn en voz baja. Escucha.
Esperamos un momento. Y entonces comencé a escucharlo. Al principio fue como una gran succión de aire, y luego el lamento, el asombro, la soledad del enorme monstruo doblado sobre nosotros, de modo que el nauseabundo hedor de su cuerpo llenaba el sótano. El monstruo jadeó y gritó. La torre había desaparecido. La luz había desaparecido. La criatura que llamó a través de un millón de años había desaparecido. Y el monstruo abría la boca y llamaba. Eran los llamados de la sirena, una y otra vez. Y los barcos en alta mar, no descubriendo la luz, no viendo nada, pero oyendo el sonido debían de pensar: ahí está, el sonido solitario, la sirena de la bahía Solitaria. Todo está bien. Hemos doblado el cabo.
Y así pasamos aquella noche.
A la tarde siguiente, cuando la patrulla de rescate vino a sacarnos del sótano, sepultado bajo los escombros de la torre, el sol era tibio y amarillo.
Se vino abajo, eso es todo dijo McDunn gravemente. Nos golpearon con violencia las olas y se derrumbó.
Me pellizcó el brazo.
No había nada que ver. El mar estaba sereno, el cielo era azul. La materia verde que cubría las piedras caídas y las rocas de la isla olían a algas. Las moscas zumbaban alrededor. Las aguas desiertas golpeaban la costa.
Al año siguiente construyeron un nuevo faro, pero en aquel entonces yo había conseguido trabajo en un pueblito, y me había casado, y vivía en una acogedora casita de ventanas amarillas en las noches de otoño, de puertas cerradas y chimenea humeante. En cuanto a McDunn, era el encargado del nuevo faro, de cemento y reforzado con acero.
Por si acaso dijo McDunn.
Terminaron el nuevo faro en noviembre. Una tarde llegué hasta allí y detuve el coche y miré las aguas grises y escuché la nueva sirena que sonaba una, dos, tres, cuatro veces por minuto, allá en el mar, sola.
¿El monstruo?
No volvió.
Se fue dijo McDunn. Se ha ido a los abismos. Comprendió que en este mundo no se puede amar demasiado. Se fue a los más abismales de los abismos a esperar otro millón de años. Ah, ¡pobre criatura! Esperando allá, esperando y esperando mientras el hombre viene y va por este lastimoso y mínimo planeta. Esperando y esperando.
Sentado en mi coche, no podía ver el faro o la luz que barría la bahía Solitaria. Sólo oía la sirena, la sirena, la sirena, y sonaba como el llamado del monstruo.
Me quedé así, inmóvil, deseando poder decir algo.
F I N

Texto agregado el 11-07-2009, y leído por 447 visitantes. (0 votos)


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