Se me quedó la cara de cordero degollado al escuchar en boca del agente de viajes que mi elección resultaba muy peligrosa. Según parecía, el país que quería visitar estaba a punto de cerrar sus fronteras debido a una inminente guerra civil. Me quedé tieso, agarrotado y patidifuso, ya que yo no había tenido noticias de que la situación en aquel país fuera tan grave. El caso es que el agente parecía un profesional de cabo a rabo y respiré aliviado al poder contar con su asesoramiento. Me dejé convencer por él pese a que llevara un piercing en la ceja –algo que detesto desde que me enganché con el que llevaba mi ex cuando yo no estaba calvo–. En resumidas cuentas, el agente me persuadió para que me fuera a un pequeño país cuyo nombre era la primera vez que escuchaba. No sabría decir exactamente como logró convencerme, quizás fue su voz acaramelada y fresca que me enganchó o puede ser que fuera su desodorante mágico de anuncio televisivo que me drogó. Pero desde luego no fue por cómo era el país, ya que, sinceramente, juraría que ni el agente lo sabía. Finalmente pagué el viaje con mi flameante tarjeta de crédito y a cambio el agente me entregó una carpeta de un color azul eléctrico en la que había, entre otras cosas: los billetes de ida y vuelta en avión, el ticket del hotel y un dossier informativo del país en cuestión.
Salí de la agencia de viajes para darme de bruces con el tórrido sol que, abrasador y despiadado, lanzaba salvajemente sus rayos sobre mi reluciente y esbelta calva. Apresuré mi paso para escapar del malvado astro y me metí en una cafetería cristalina, hortera y excesivamente refrigerada: el camarero parecía un pingüino emperador con andares renqueantes e inseguros.
Ocupé una mesa y mientras tomaba un café con hielo medio botado gracias al pingüino, saqué el dossier informativo de la carpeta azul eléctrico. Justo cuando empecé a leer, Kenny G. sonó en los altavoces de la radio del bar. Indignado y ofuscado, pedí al camarero polar que me hiciera el favor de cambiar de emisora: no soportaba a esa especie de mutación musical inclasificable. Tuve suerte y el camarero emperador me hizo el grandísimo favor de cambiar de emisora, lo que agradecí después con una buena propina –nada de pescaditos, en serio–.
Empecé a leer el dossier con sumo interés:
>> Siapoef se caracteriza por un clima seco en invierno y un clima seco en verano. No hay árboles mires donde mires, sólo arena, montañas, pueblos y ciudades. Con diez millones de habitantes, este pequeño estado ha sido históricamente rival de su país vecino: Siapopaug. Estas dos naciones han tenido sus más y sus menos durante siglos, pero para suerte de nuestros clientes, hoy por hoy, los dos estados se soportan….
Después de leer el completísimo dossier –excelentemente redactado, por cierto–, me sentí satisfecho de mi elección. Iba a visitar un país que ni Dios conocía, y eso en el fondo me daba un toque de distinción, se mire como se mire. Feliz de pensar que había hecho lo correcto, salí de aquella cubitera y corrí hacia mi casa como un loco sin pelo para no dar tiempo a que el sol se cebara conmigo.
Miré por la ventanilla y sólo pude ver un cielo azulísimo y cristalino. El avión volaba, para mi tranquilidad, de una forma normal y correcta, no había turbulencias y al piloto no le daba por hacer filigranas con el aparato. A mi lado había un tipo de aspecto inteligente, con un mostacho grandioso y con unas gafas de montura de alambre metálico seguramente tomadas prestadas de algún antepasado suyo. Lo miré de soslayo y el tipo se giró y me sonrió, mostrándome unos cuantos dientes dorados.
-Parece que vamos a tener suerte, el vuelo está resultando muy tranquilo ¿verdad? –me dijo el “mostachos” con un acento ligeramente peculiar.
–Francamente, espero que no le tenga que contradecir –respondí yo.
Las carcajadas del “mostachos” me envolvieron y me reconfortaron. Hicimos buenas migas y me contó que se llamaba Ocolyotse y que era de Siapoef. Resulta que Ocolyotse era un ingeniero que trabajaba en la única central nuclear de su país y que había visitado el mío para formarse en ciertos aspectos técnicos indescifrables para mis conocimientos de física nuclear. Lo que sí entendí fue que se había llevado una nefasta impresión del estado de las centrales nucleares visitadas y me recomendó encarecidamente que emigrara al otro lado del mundo, o mejor, a otro mundo.
Llegamos al aeropuerto de la capital de Siapoef sin retraso y Ocolyotse me preguntó en que hotel me alojaba. Cuando se lo dije, me propuso que tomáramos un taxi y que cenáramos juntos en un restaurante que había justo al lado del hotel. Me pareció una buena idea y acepté de buen grado –sobretodo cuando me informó de ciertos platos típicos que allí se cocinaban–. Ambos tomamos un taxi de color verde chillón y Ocolyotse indicó al taxista en Siapoefiano –un idioma brusco y gutural, como si rompieran nueces al hablar– a donde íbamos.
Ya había oscurecido cuando el taxista tomó una carretera, iluminada por una espléndida luna llena, plagada de socavones y curvas. La capital se encontraba a unos treinta kilómetros del aeropuerto y teníamos que pasar forzosamente por aquella carretera tercermundista. El “mostachos” me explicaba que las malas condiciones de las vías de comunicación eran debidas a la última guerra mantenida con el país vecino cuando unas luces amarillas de un control policial aparecieron a nuestro paso. El taxista bajó la ventanilla e intercambió extrañas palabras con dos agentes de policía que parecían salidos de la película “El planeta de los simios”: peludos y con cara de orangután. Sin poder creer lo que estaba pasando, presencié como uno de aquellos monos humanos pegaba un tiro al taxista y lo dejaba tieso. Ocolyotse abrió una puerta con intención de huir, pero uno de los simios se lo impidió dándole una descarga eléctrica con un cacharro que había visto en alguna película de acción. No me podía mover de mi asiento, estaba clavado a él como una chincheta a la suela de un zapato. Uno de los orangutanes me miró inquisitivamente y me preguntó algo que no entendí ni por asomo. Empecé a gritar como un poseso hasta que me metieron tal descarga eléctrica que perdí el conocimiento.
Al volver en si, me encontré en el suelo de una celda sin ventanas, oscura y con el aire cargado de humedad. No estaba solo, allí había como mínimo unas cincuenta personas, todas ataviadas con una especie de pijama blanco y descalzos. Me incorporé silenciosamente ante las miradas inquisitivas de aquellos desconocidos. Desde luego no se trataba de una fiesta de pijama. Las caras de sepia congelada de aquellas personas era todo un poema. Y allí, entre aquellos calamares andantes con cara de entierro, me encontré de nuevo con el “mostachos”.
–¿Qué pasa? ¿Qué hacemos aquí? –le pregunté con voz temblorosa.
–Nos han secuestrado
–¡Eso ya lo veo! ¿Pero quién y por qué? –pregunté con vehemencia.
Ocolyotse iba a responderme cuando un par de encapuchados entraron en la celda. Me maniataron y me cubrieron la cabeza con una bolsa de papel. No ofrecí resistencia, no quería recibir otra descarga eléctrica. Bajo la más absoluta oscuridad, fui llevado a un coche y tras varias horas de trayecto e incertidumbre el automóvil se detuvo. Me sacaron del vehículo casi a patadas y me dejaron tirado en un descampado rodeado de grandes rocas que, por efecto de las grietas, las sombras y el viento, parecían mofarse de mí.
Pasaron un par de horas hasta que, haciendo dedo en el borde de una carretera, logré detener una furgoneta pintada de topos rosas conducida por un viejo melenudo con aspecto de hippy desfasado y fumado. Yo estaba como flotando –quizás por lo que fumaba el conductor–, lo que me estaba sucediendo me tenía alucinado y perplejo. Por fin llegamos a la ciudad y el hippy, tras hacerle entender cual era mi nacionalidad, me dejó justo delante de la embajada de mi país.
En la embajada pude acreditar sin problemas mi nacionalidad: los orangutanes no me habían robado la cartera. Entré en un despacho –demasiado recargado para mi gusto– y el embajador en persona, un hombre menudo de aspecto afable y alegre, me ofreció asiento.
Después de explicarle lo sucedido, el embajador me ofreció un habano que acepté de buen grado. Con el cigarro humeante en mi mano, el embajador me dijo:
–Un avión Hércules de nuestras fuerzas armadas está en camino y nos llevará a casa. Somos en total quince compatriotas que vamos a tener que salir del país. Los gorilas, que usted ha conocido, pertenecen a una facción militar de Siapopaug que ha secuestrado al personal que trabaja en la única central nuclear de Siapoef. Exigen a Siapoef que los territorios conquistados en la última guerra contra Siapopaug sean devueltos, o en caso contrario, los secuestrados serán liquidados, con el consiguiente riesgo nuclear. De hecho, si no llegan a un acuerdo en pocas horas, puede producirse hoy mismo un desastre de envergadura similar a la sucedida en Chernóbil.
El regreso precipitado a casa fue una aventura. En pleno vuelo, unos cazas de Siapoef estuvieron a punto de derribarnos por error, pero gracias a la divina providencia, los pilotos de los cazas recibieron la orden de dejar al Hércules en paz. Fue tomar tierra en el aeropuerto de mi país cuando unas tranquilizadoras noticias llegaron desde Siapoef: Los secuestrados habían sido liberados gracias a un acuerdo in extremis de los dos países en conflicto. |