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UN NINO MODELO


Cuando era chico, mama siempre me inculco el ser un buen estudiante y un niño recatado de modales irreprochables, así es que en mi lejana y dulce infancia. –Qué leve nostalgia me invade cuando lo recuerdo!- Siempre fui un niño modelo, con altas calificaciones, buena conducta y continente serio y compuesto, más propio de un pequeño adulto que de un niño.
No sé en qué momento todo cambio, no tengo memoria de un cambio traumático cuando fui creciendo, pero al rayar la adolescencia ya era muy distinto.
Es verdad que los niños modelos nunca son populares entre sus compañeros, solo el hecho de gozar de las simpatías de los profesores, los convierte en blanco de burlas y odios, la vida se puede volver insoportable en los patios y los recreos.
Asi cuando fui creciendo, fui víctima de muchísimas bromas pesadas. Muchas veces encontré mi maletín en el urinario, o una tachuela en el asiento de mi carpeta, y lo peor de todo, una fobia que hasta el dia de hoy tengo, que es un terror a los inodoros públicos.
Los inodoros públicos son los lugares más horrendos que existen, cabinas separadas por delgados tabiques, una inmensa abertura que deja al descubierto los pies de los defecantes, una sensación de claustrofobia que está a la vez rodeada de demasiada gente, los defecantes de al lado, los sonidos intestinales y sus variaciones, el olor a mierda fresca, el chapoteo de excrementos cayendo sobre un agua enturbiada por gotas de micción recientes, las conversaciones vulgares, la ausencia de papel higiénico, los olores fétidos.
Y sobre todo, la profunda orfandad y desolación del defecante, estar con los pantalones abajo, con los pies visibles y los sonidos de tu propia defecación, escuchados por los otros, no hay nadie más vulnerable, más indefenso que el defecante.
De chico escuche historias de personas que fueron atacadas, capturadas, violadas, asesinadas mientras sentadas en el inodoro. Que fragilidad la del defecante! Que humillación más profunda que la de ser atacado en un inodoro, con los pantalones abajo, los genitales al aire!
Contaban además en mi colegio, que en otro Colegio, una estatal y pobre, viejo edificio de tuberías añosas y podridas, una rata había salido del inodoro y se había introducido en el ano dilatado de una niña defecante….horrible.
Por eso fue que la última humillación que soporte siendo un chico en el colegio, fue ser atacado en un inodoro.
Los baños de mi colegio, pese a ser un Colegio Particular, de niños de clase media, era un asco, un asco total.
Los inodoros estaban frecuentemente malogrados, rebosantes de excrementos y orines, a veces alguna tubería estaba rota, y el piso se llenaba de orines amarillentos o agua sucia. En las paredes habían garabatos y todo tipo de obscenidades e insultos, los chicos tenían especial predilección por los inmensos penes de testículos muy peludos , que el artista espontaneo firmaba a menudo simplemente: “may!”, que es una increíble contracción mágica de la expresión:
“Concha su madre”
“Cha su mare”
“Cha su may”
“…may!”
Durante los recreos, los baños se abarrotaban de chicos que se hacían todo tipo de bromas pesadas como si fuera la cosa más natural del mundo.
Pablito Rivadeneira, era el matoncito de mi clase, delgado, no muy alto, de piel bronceada y pelo castaño claro, era el capitán del equipo de futbol, tenía cara de gato malo y todos le temían, o eran de su pandilla, la que comandaba a su antojo.
Pablito y su grupo atacaban a los chicos que se agolpaban desesperados durante los recreos en el kiosko o la cafetería, y arrebataban de las manos que los sostenían, un sándwich, una gaseosa o un pastel recién comprados.
Pablito y su grupo de terror, además confiscaban cualquier cosa que les gustaba de tu lonchera, el detestaba particularmente los huevos cocidos, los encontraba por el olor en tu loncheray te los tiraba a la cara o embarraba en tu uniforme, una vez hizo tragarse un huevo cocido sazonado con un escupitajo de flema, a un chico muy gordo y muy tímido, para después hacerlo expulsarlo por la boca tras un puñetazo formidable en la barriga fofa, esta fue una de sus gracias más celebradas por su pandilla.
Pese a haber sido víctima frecuente de las maldades de Pablito, nada me afecto tanto como el ser atacado en el inodoro.
Pablito y su pandilla recorrían los baños durante los recreos, pateando las puertas de los cubículos para descubrir a los defecantes distraídos.
Sabedor de esto, yo nunca usaba los baños del colegio para defecar. Pero vino un día en que una diarrea explosiva me llevo al inodoro en medio de la clase. Sentado en el inodoro más limpio y discreto que pude encontrar, puse pedazos de papel doblados en los bordes y venciendo mi repugnancia, me senté tapándome los oídos y conteniendo la respiración.
No hay placer más simple y maravilloso que desahogar los intestinos cuando el cuerpo lo exige a gritos, afortunadamente a esa hora no había nadie en el baño, todos los chicos estaban en clase.
Mis oídos tapados no me dejaron oír, y el garabato del pene inmenso hecho con
Lapicero en la puerta interior del cubículo, pronto fue reemplazado por la puerta abierta de un patadon formidable.
Y ahí estaba Pablito, en su uniforme de futbol, con todo el equipo con él, quise levantarme los pantalones para salir de ahí, pero una patada en el pecho me hizo caer de culo, en el agua turbia, llena de la inmundicia de mi propia defecación.
Mis nalgas estaban atoradas en la taza del inodoro, mis genitales sumergidas en el agua puerca, agua de caca, diarrea y comida mal digerida.
No puedo describir mi rabia, mi vergüenza, mi frustración que llego a un límite cuando Pablito lanzo hacia mi cara en un vasito de plástico, una sustancia húmeda y tibia que reconocí por el olor y sabor como orines frescos.
Habían llegado sigilosamente, y se fueron corriendo entre carcajadas bulliciosas, yo quede ahí, lavándome lo mejor que pude, temblando de odio y rabia, que se desencadenaron en lagrimas y sollozos sordos de frustración.
Si…ahora que lo recuerdo bien, ese tuvo que ser el día que todo cambio.
Mi naturaleza obediente y respetuosa, me habría hecho acusarles con el coordinador de disciplina del Colegio, confiarle mi humillación a mi madre, pero algo había cambiado en mí, y decidí no contarle aquello a nadie.
Una rabia sorda fue creciendo dentro de mí, el niño que creía en el orden y la pulcritud, en la obediencia a las reglas de urbanidad, del colegio, de la iglesia, del hogar, del manual de Carreño, de la sociedad.
Así fue que tratando de hacerme más fuerte, le pedí a mama que me inscribiera en clases de Karate y Judo, ella acepto a regañadientes, temerosa de que hirieran a su niño mimado, el mismo que no jugaba ningún deporte porque le tenía terror a los balonazos en la cara.
En el karate, la disciplina y la exercion física, junto al nuevo odio que crecía dentro de mí, me hicieron ser el alumno más destacado de la clase. Enfrentando el miedo al dolor y los golpes, me acostumbre a ellos, y cuando más me golpeaban, me convertía en una fiera acorralada, y peleaba con verdadera pasión, con odio y amor por la vida al mismo tiempo.
Un año después de mi humillación, yo ya había cambiado, mi cuerpo había cambiado también, había crecido en tamaño y dejado las formas suaves y redondeadas de la niñez, y tomado los ángulos torpes y delgados de la primera adolescencia.
Mis piernas y brazos eran delgados, flexibles y fuertes, podía golpear con las manos y los pies con rapidez y eficacia.
Pablito Rivadeneyra no había crecido como los otros chicos, se había quedado chato y delgado como siempre, pero seguía siendo el matoncito de siempre, pero seguía siendo el matoncito de siempre, con su voz de capataz y sus piernas delgadas y fuertes de futbolista eximio.
Con mi nueva confianza en mí mismo y mi odio enterito, me dirigí hacia el en el patio del recreo donde estaba rodeado más o menos por la misma pandilla, algunos de ellos habían estado presente el día de mi humillación, y enfrente de todos lo desafié a pelear a la salida.
Todos se quedaron boquiabiertos, yo, el niño modelo, el chico más tranquilo de la clase, desafiaba a pelear al terrible Pablito.
Yo nunca he tenido muchos amigos, aun menos cuando era un chico, y ese día no tuve ese aliento tan excitante de los muchachos que estarán de tu lado antes de una pelea, yo sabía que todos me miraban.
Pablito y su pandilla se burlaban de mi, el volteaba a verme y se pasaba el índice por el cuello, como diciéndome : Ya estás muerto!.
Y definitivamente, algo había muerto dentro de mí, y aquí estaba mi nuevo yo, uno llenecito de rabia y venganza.
Al final de clase nos fuimos a un parquecito en medio de edificios, muy cercano al colegio, ahí no pasaba mucha gente y los chicos iban a menudo a pelear a ese paraje.
Alrededor de nosotros, la algarabía llena de testosterona adolescente, y las chicas que, aunque decían que odiaban las peleas, siempre iban a verlas, y las llenaban de sus gritos histéricos, excitadas.
No lo puedo negar, la sensación era indescriptible, sentía una euforia nueva recorrer mis venas. Pronto estuvimos ahí, había chicas lindas en el circulo que ahora nos rodeaba a mi contrincante y a mí, y esa era la etapa de la vida en la que yo fantaseaba con muchachas en el interior del pulcro baño de mi casa, con las manos en el pene, que no era tan poderoso y peludo como los garabatos de los baños, pero que se erguía tenso y listo, como mis manos febriles, en estricta posición de defensa de karate, en medio de un circulo que iba a arder en violencia. Y todo fue como un fuego rápido, ni apenas le vi, sordo a sus insultos y bravatas, concentrado, me lance sobre él para terminarlo. No pudo contener la precisión de mis patadas y puñetes rápidos y precisos, no podía tocarme, lo pateaba en el torso, en las piernas, una patada giratoria, una que había practicado mucho, hizo que mi talón golpeara su parietal, cayó al piso como un fardo.
Respetuoso de las reglas del kumite, le deje recuperarse y levantarse, el circulo se había llenado de vito res y burlas, los indefensos, los tímidos veían a este niño modelo, tumbar al terror de la clase en pelea limpia, pelea noble, los ojos de las chicas estaban en mi, el nuevo héroe, que esperaba caballeroso, sereno y concentrado, que el patán que había mordido el polvo, se levantara y me diera pelea como hombre.
Las burlas de su propia pandilla, hicieron que Pablito se levantara y se lanzara a pelear como un gato acorralado por un perro más grande y más fuerte.
Me lance como una tromba, y cuando iba a conectarlo, sentí algo caer en mis ojos, y por un momento no pude ver. Con los ojos llenos de tierra sentí sus golpes llover sobre mí con rapidez, incapaz de ver, solo atine a aferrarme a su cuerpo, el odio y mi fuerza, me hicieron acogotarlo en media Nelson, un brazo y el cuello, y lo tire al piso, ahorcándolo y decidido a no dejarlo ir, con los ojos llorosos por la tierra artera que había lanzado.
Ahí en el piso donde lo tenía acogotado, con la cara sobre la tierra, lo escuche decirme bajito en un sollozo.
-Discúlpame, suéltame por favor, ya perdí…
Mi sentido del honor ante el vencido me hizo aflojar la presión de mi llave, craso error, ni apenas tuvo una mano libre, me tomo por los genitales, y los estrujo con la fuerza de un candado de hierro.
El dolor indescriptible me hizo soltarlo por completo, y sin que nadie advirtiera su triquiñuela, pronto se invirtieron los papeles y el estuvo encima mío, y el no me dio cuartel, me golpeo como un fardo, me golpeo con sana y venganza, me destrozo el tabique, me cerro un ojo y los labios partidos.
L os gritos y la fuga desordenada del circulo salvaron mi rostro vapuleado de un castigo aun mayor, con el rostro cubierto de sangre, manos caritativas y desconocidas, sacaron al niño modelo, del coordinador de disculpa del colegio, que seguido de dos guardias de seguridad del colegio, que seguido de seguridad del colegio llegaban a parar la pelea y castigar los responsables. Para todos había perdido esa pelea, pero pese a eso, cuando las cosas volvieron a la normalidad, las clases y la rutina, ya nadie se metió conmigo, habían aprendido a respetarme, y a veces había un halo de respeto alrededor mío, que había creído conveniente ser el mismo chico respetuoso de buen comportamiento y buenas calificaciones.
Secretamente, el odio nunca se extinguió en mi, y pese a mi fachada respetable, durante los otros cuatro anos de secundaria que me quedaron, fui desafiando a pelear a dada uno de los que estuvieron el día de mi humillación.
Pero había aprendido bien mi lección, Pablito me había ganado mi primera pelea con maña y trampa, valiéndose del poder de la humillación y la bajeza, lo que valía era ganar, y él había ganado, sin dudarlo.
Por eso, cada vez que desafié a pelear a cada uno de mis enemigos, los hice a solas, sin testigos. Y entre todas las caras que rompí, y al día siguiente en clase, siempre existió ese código secreto, un acuerdo tácito y un respeto más profundo que el que Pablito tenia, todos me temían, pese a que yo nunca fui, ni soy ni seré temible.
Y cuando le había partido la cara a todos y mandado a dos o tres al hospital, el último ano de escuela secundaria, Pablito, que seguía siendo el mismo matón bullicioso, temía al chico callado sin amigos, que nunca hizo aspaviento de su nueva pasión por la violencia.
Un día, mirándome a los ojos me pidió perdón por la humillación de años atrás. Yo en sus ojos leía el miedo y analizaba su alma vulgar, le concedí mi perdón y le ofrecí mi amistad, el lo tomo todo tan cándidamente, de una forma tan sencilla, que yo no lo comprendía.
Tanto él como yo habíamos crecido sin padre, y cuando lo conocí mas, me percate de cuan parecidos podíamos ser pese a tener personalidades tan opuestas. Así conocí al chico solo en medio de la multitud que trataba de ocultar sus miedos y sentimientos tras una fachada ruda.
El confió en mí más que en nadie, como jamás lo había hecho en ningún otro ser humano, y cuando descubrimos juntos el alcohol, le escuche entre sollozos rabiosos, la desesperación del niño que creció con la imagen paterna de un brutal abuelo militar y alcohólico, que le golpeaba a menudo y que alguna vez en la confusión de la ebriedad la había abusado sexualmente.
Mi fibra sensible tocada, alma de niño, lo acogí como a un hermano, y con su total confianza, nos hicimos inseparables.
Aun recuerdo su rostro, su rostro cuando era el mismo, cuando no representaba su papel de matoncito, era el de un chiquillo inocente, de suaves facciones, pelo castaño y ojos marrones claros grandes y llenos de vida.
Por eso fue que, el día final de nuestros exámenes finales, en el último ano de la secundaria, decidí celebrarlo tomándonos un trago que había camuflado astutamente la bomba de un inodoro, el trago de despedida de dos grandes amigos, que era a la vez un ritual de bienvenida a la adultez.
Nos escabullimos del salón, donde un aburrido profesor, dictaba las notas finales a una clase que esperaba el timbre de la hora de salida, y el comienzo de las ansiadas vacaciones de verano.
Llegamos al baño, oculta en el inodoro más lejano de la puerta y pegado a la pared nos esperaba la botella prometida, entramos al cubículo venciendo el asco que daba el inodoro rebosante de excrementos y orines, le pedí que levantara la tapa de la bomba, donde el trago estaba escondido y que me la pasara para sostenerla.
Recibí la tapa, que era de pesada loseta, sujetándola le conmine a pescar la botella que estaba dentro de la bomba. Mientras el delante mío se esforzaba por pescar una botella, tengo que decirlo?...inexistente.
Deje caer la pesada pieza de loseta sobre su cabeza, que se quebró en dos al contacto con su cráneo.
Y había mucha sangre brotando mezclándose con el agua inmunda del inodoro rebosante de excrementos, sobre la cual reposaba su rostro ahora sereno.
Y en ese instante descubrí muchas cosas, no había nadie, solo el rumor lejano de las clases, la voz de los profesores, nadie en los baños, nadie en los pasillos, todo en su sitio.
Entonces guiado por un impulso repentino y extraño, le baje los pantalones y le baje el calzoncillo…Tenia las nalgas firmes y sin vellos, como las de una chica. No puedo describir la locura que me inundo, sangre y violencia, deseo brutal, y sin poder contener mi deseo frenético, me baje el cierre, y con el pene tenso y erecto, lubrique su esfínter con mi dedo untado de saliva, me escupí en el glande, y lo penetre, penetre a mi querido amigo inconsciente.
Mientras bombeaba con furia, su rostro reposaba sereno en el agua infecta, no duro mucho, no pude contener el deseo de eyacular, retire mi miembro palpitante y eyacule con furia, mi semen fue a dar en el inodoro, semen, sangre y caca. Violencia inconsciente y gratuita.
Orines, leve olor a mierda seca, a sudor de testículos en nalgas recién profanadas.
Mi vida cambio mucho después de aquello, y yo descubrí un universo de posibilidades maravillosas, a veces pienso en el niño modelo que me mira desde lejos, como viendo una fotografía de un ser querido que ya no reconoces.
Mama siempre tuvo cifradas las esperanzas mas latas en mi, su niño adorado, pero lamentablemente eso no pudo ser.
Yo elegí el camino torcido, el del mal peor, el lado oscuro…ese que nunca podrías ver en mi si nos cruzamos en la calle y me miras a los ojos..Y eso me hace muy feliz.

Texto agregado el 11-07-2009, y leído por 131 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
11-07-2009 crudo, real oloroso y vengativo!!!!!! efelisa
 
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