Que los nombres no son importantes. No, no lo son. He sentido mil veces la necesidad de comportarme de acuerdo a los anonimatos para no entorpecer el suspenso que tan buen lugar encuentra en las dudas femeninas. La tonta respira un aire cansado como si respirar se tratase de inventar epílogos.
Te juro que a mi no me importan los nombres, pero a veces necesito saber si puedo tratar al domingo como un lunes y odiarlo por hacerme ver un amanecer que no quiero, porque esa mujer sola siempre se aparece en la penumbra de la ventana.
Tampoco sé si debo llamar a eso con respeto, o simplemente el “tú” le viene más que un “usted” altivo. No cabe razón para someterse a un espía ausente, que en el fondo no es más que carne infestada de necesidades amatorias, o de una buena parrilla de cualquier día de la semana.
He perdido la cuenta en ese antes que no se llamaba, con el después que, a contra tiempo, se mofa de los pobres anónimos que me quedaron callados. Ni tú ni yo tenemos nombre, y ya no sé como pensarnos. Un acuerdo, un acuario, un canario. Somos lo que al resto le dejó de importar, aunque no me cese de inquietar la idea de cómo encontrarte en el supermercado, o como llamarte parada al centro de tu mítica capital. A veces cosmopolita, a veces misógino, a veces a la mitad.
No me deben importar los nombres si vas a estar cuando los lunes vean el final del túnel, en un domingo donde nunca más sonó el teléfono.
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