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Largos hilos de felicidad


En un punto de la carretera, en una curva inesperada, la sensación de un violento choque me llega a las mandíbulas y me hace tiritar como si se tratara de extraños escalofríos (no tengo tiempo de pensar, pero lo hago, en las perversidades de Françoise, cuando unísonamente lloraba y reía al verse en posesión de una nueva y destructora idea que pondría en tres y dos a su amigo de Port–Royal). Hemos quedado atrapados entre fierros de construcción que han atravesado el parabrisas del automóvil y yo me vuelvo hacia ti, tratando de mover mis brazos y mis manos para descubrir tu rostro, que ha quedado oculto por el trapo rojo que impone la ley a los camiones que transportan volúmenes que desbordan su longitud normal. Me muevo desesperadamente, creo que hasta aúllo, te vuelvo a mirar en tu asiento con el destino arremangado hasta la cintura, el impacto ha sido tremendo, veo tus manos chispadas por el dolor que no sabría penetrar y de pronto: ¡Marta!, digo, no grito, pero tú sigues inmóvil y casi me aterrorizo.

-Tal vez consigamos arreglar todo de una vez -me dice Marta. Yo sigo manejando tras el camión, esquivando las curvas que aparecen de pronto-. Es el calor, ¿sabes? -Y no me queda más remedio que pensar en los zancudos y en la sal y en todo. Estos días son pesados y no se puede ni leer.

Ha sido en un momento. Quedamos incrustados al camión, como aprisionados por tentáculos de hierro (son cabillas de construcción, flexibles, duras, herrumbrosas) y Marta está a mi lado con los ojos abiertos, mirando fijo un punto indeterminado, y yo presiento que boquea, pero no es así, permanece quieta como una macabra figura de cera. El chofer del camión se ha bajado y viene hacia nosotros con una cara de espanto, se acerca a mí y me dice cómo ha sido todo esto, yo no respondo, estoy mal pero no siento nada, pienso, ella está herida, dice, está herida, afirma y trata de abrir mi puerta inútilmente, por allá, le digo, por el otro lado, pero el hombre se desespera y va al medio del camino, agitando los brazos, saltando, detiene un automóvil que pasa, se acercan a nosotros, nos extraen difícilmente del carro (una mujer está con Marta agitándole una gorra en su cara), yo me muevo, trato de deshacerme de los brazos que me mueven, que me llevan por debajo de muchas voces, acuéstenlo en el asiento de atrás, la señora está mal, no, no, métanla a ella, ¡qué tragedia!, yo sentí un golpe, un ruido y paré, no sabía qué había pasado, ¡hay que correr!, no sé cómo pudo suceder, ¿se siente mal? no, digo, mi mujer, ¿cómo está mi mujer, ¿cómo está ella?

-No hay nada más peligroso -dice Marta.

-Cómo es eso -digo. El camión entra en una recta y yo adelanto rápidamente, lo paso y Marta se vuelve para observar al chofer.

-Estos camiones hacen más difíciles los viajes. Debería existir una ley…

-Sí -digo.

Al mediodía, Cumaná es un baño de sol. Nos hemos alojado en el primer hotel que conseguimos, y mientras Marta se ducha yo hojeo una revista y fumo un cigarrillo. Sin querer, me detengo sobre una fotografía de la página de sociales: la fiesta de los Santoni: Homenaje a la Decadencia Romana. La foto, por supuesto, es un segundo de la fiesta, y la mujer eróticamente maquillada es una reproducción del pecado de Sodoma, la seducción de Lot, o, mejor, la sensualidad de Livia vagando más allá del Foro Romano, a este lado del océano. Ella me mira y yo presiento que la amo, aunque el Nerón que la ha atrapado por la cintura con su brazo derecho, pretende que la posee para siempre. Marta ha ido a servirse un trago de ginebra y yo me acerco a la pareja: ¡Oh, Popea, Popea! dice el Nerón y, al pronunciar el nombre por segunda vez, comienza a cantar en latín discrepando con ella. A un lado, tendidos sobre una gran alfombra y apoyados en almohadones, están Actea y Sporo, Octavia y Tusco y otro Nerón con Agripina. Me debe la noche, dice un joven tomándole el brazo a una muchacha, mientras me acerco a Livia y le digo hola, Livia, qué tal, es una noche hermosísima, me dice, abriendo espacio en la alfombra para mí, y yo le veo un brazalete dorado que le aprisiona el brazo como una culebra bachaquera pero dorada, con cabeza y lengua bifurcada, amenazante, dispuesta a hundir los colmillos que creo no tiene, es una amenaza, le digo, señalándole la prenda, y ella me mira, ¿es usted Claudio? me pregunta, no sé… mi nombre es, digo, pero veo que me mira profundamente como si me dijera ya nos entendemos, sólo que este Nerón me tiene hasta aquí, toda la noche con lo mismo, ¡los coros, los coros! grita el Nerón furiosamente, saltando de una manera tal que le parece ridículo a Livia, entonces me agarra por una mano y me dice, vamos, chico, éste no sabe lo que es la decadencia romana, sí, claro, le digo, ofreciéndole mi mano para que se ponga de pie y de una vez.

-¿Por qué no te bañas conmigo? -dice Marta. Yo cierro la revista y me vuelvo hacia la puerta del baño que ha permanecido abierta-. El agua está fresca, como a ti te gusta.

-Sí –contesto-. En un minuto.

Entonces (a ver la fotografía), Marta ha ido a servirse un trago de ginebra y se queda conversando por ahí, con una amiga que le pregunta algo, que le pregunta no sé qué cosa, pero, en fin, se queda por ahí, y yo me acerco a Livia, hermosa, con su vestido, túnica mostaza que muestra sus maravillosas axilas salpicadas de punticos negros, su túnica mostaza, holgada, vaporosa, aireada, capaz de mostrar el blanco nacimiento de sus senos. Yo me acerco a ella, me siento y, en un instante, me dice vámonos de aquí, alejémonos de este estúpido Nerón que no conoce las excentricidades de Petronio, refugiémonos in le suntuose Terme di Caracalla y hagamos la vista gorda ante todos los compromisos. Tomados de manos, nos alejamos con el mayor cuidado: ella, tratando de alejarse con naturalidad, porque el Nerón tiene sangre de perro y la sangre de perro descubre el miedo; yo, esquivando cualquier mirada de Marta, quien, como siempre, echa a perder todo lo que es vivir.

Nos refugiamos en algún sitio de la casa, y mientras la beso sin pegarme a ella para hacer el contacto más incitante, ella me mira con ojos de canario cortados en jugo de limón, entonces es el momento en que la abrazo, paseo mis manos por la espalda blanca sintiendo el broche duro del corpiño que no debería existir, tibia espalda para el amor le digo, y su cuerpo lleno de Liebfraumilch quema de pronto como el tubo de un viejo quinqué. Nos debemos amar, le digo. ¿Pero cómo? me responde. Como voi volete. Es tan difícil. ¿Difícil? Rufino está ahí. ¿Quién es Rufino? ¡Nerón!, él es Nerón. ¡Ah! Sin embargo… ¿Sin embargo, qué? Tal vez mañana… nos podemos ver en el Copenhaguen, Avenida Principal de Altamira. ¿La hora? A cualquier hora. Las ocho. Sí, a las ocho. Te amaré, le digo. Ella me besa ahora y yo sé que la amaré, que la rodearé con mis brazos y la tendré como a una mariposa. The Collector.

Nos despedimos. Volvemos al centro de la reunión. Inquieta, Marta me busca por todas partes, fumando, pero dejando ver una cierta seguridad en el momento de descargar el humo. Yo me acerco a ella como si nada hubiera sucedido, con una gran sonrisa que en cierta forma me delata, aunque sé que no es así porque ella, Marta, ya me conoce, sabe que en el momento que me pierdo algo está pasando, y luego, también, el asunto de la metapsíquica, la comunicación mental que ella practica y hasta me atrevería a hablar del desdoblamiento. De todos modos, nada me importa Marta y puede coger vía cuando lo desee: así le dije una vez en Piazza di Fiori.

-Te esperaba -me dice Marta, saliendo de la sala de baño. Se ha puesto mi bata de cama y su cuerpo menudo, pequeño, queda oculto envuelta y media de tela de algodón. -¿Qué es eso?

-Una revista.

-¿No se te puede ocurrir algo mejor? Ya sé que es una revista.

-Una porquería…

-Vamos, eso tampoco es nuevo.

-Una mierda.

¿Por qué se empeña en preguntar? ¿Por qué tiene que decir y preguntar lo que no tiene necesidad de decir y preguntar? Por lo mismo, tal vez, que dice, sabiendo que no hay caso, entendiendo corazón de melón que la vida es como yo quiero que sea, no te pierdas esta noche mi amor, no vez que yo me preocupo, y ¡joder! como dicen los españoles, me vuelvo a perder. ¿Y quién, como preguntaría un personaje de Salvador Garmendia, quién puede soportar esta vaina? La vida, querida mía, juguito de arroz, camparisoda, es un juego, el mejor juego, y hay que bebérsela como una cerveza fría a las cinco de la tarde en Ciudad Bolívar.

Después del baño quedo mucho mejor y ya no siento el cansancio de asfaltados kilómetros. Marta está lista y bajamos al restaurant del hotel; ella camina a mi lado, se sienta a mi lado y, mientras come, me ofrece sonrisas de esposa feliz. Yo, en cambio, no puedo comer y quiero pensar en el divorcio, aunque Marta se lleve la colección de monedas viejas que hemos reunido.


David Alizo*


(*Guionista de cine y narrador venezolano (1941-2009). Otros trabajos: Quorum, Griterío, Esta vida del diablo, El rumor de los espejos.)

Texto agregado el 10-07-2009, y leído por 1190 visitantes. (0 votos)


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