CUANDO EL LIMONERO FLOREZCA
Servando Almenara estaba radiante, feliz, en medio del bullicio y la algarabía de sus compañeros de trabajo, quienes le festejaban ese día su jubilación. La música del mariachi llenaba el espacio de aquella oficina de gobierno donde los últimos veinticinco años fue su lugar de vida, quedaban ahí sus mejores esfuerzos, responsabilidades, triunfos, lealtades, y fracasos laborales. También hombres y mujeres compañeros en el día a día de la rutina burocrática. Lo escoltaron en procesión jubilosa a chequear por última vez su tarjeta personal. Las quince horas marcaba el reloj, ni un minuto antes, ni un minuto después, siempre fiel a su costumbre de puntualidad y seriedad a toda prueba.
A los pocos días cuando terminaron los festejos, Servando, haciendo honor a su proclividad por el orden y la disciplina, se dio a la tarea de organizar su vida a las nuevas circunstancias de un hombre de edad madura jubilado. Elaboró una lista de las actividades para desarrollar en las semanas y meses siguientes. Había programado visitas a los hogares de sus hijos casados. Ya no se limitaría a esperar los fines de semana para convivir con sus nietos tan adorados. ¡No!, ahora tenía el tiempo suficiente para disfrutar más de su compañía y demostrarles su gran cariño. Visitaría también a los viejos camaradas quienes se jubilaron antes de él para compartir experiencias de su nueva forma de vida. Se emocionó mucho cuando anotó en aquella lista el reencuentro con los amigos entrañables de la infancia, de la juventud, con los condiscípulos de los hermosos tiempos de la universidad. Motivado por la rutina adquirida tenía planeado conseguir un empleo aunque fuera de medio tiempo, para no perder la costumbre —se decía—.
No olvidó incluir en esa lista de buenas intenciones, un acercamiento tierno y amoroso con su esposa, con aquella mujer silente, afanosa y condescendiente, compañera literalmente como su sombra durante todo el tiempo de su trabajo como empleado de gobierno.
Servando Almenara se enfrentó entonces con su nueva realidad. Su horario donde ahora el tiempo sobraba, nunca se compaginó con el de sus hijos y nietos donde el tiempo faltaba. Terminó por resignarse a esperarlos como siempre, los fines de semana y descubrir pasados los meses la verdad oculta de esas visitas, muchas veces eran forzadas, no deseadas, porque aquellos seres queridos tenían sus propios intereses, sus compromisos, otros afectos y sus problemas personales.
Cuando se reunió con sus ex compañeros también jubilados, encontró a la mayoría en medio del desánimo, la soledad y la tristeza, muchos de ellos eran presa de la depresión, esa terrible enfermedad siempre al acecho de quienes están o se sienten solos, de aquellos seres abandonados al desaliño, presa del infortunio y la inactividad. Después de convivir algunas horas con ellos, regresaba a su hogar con la carga moral de haber visto un cuadro patético que bien podría llegar a ser el suyo.
—¡Jamás caeré en un estado de depresión! — Se prometió resuelto.
Sin embargo tomó el camino fácil al dejar de visitar a esos desgraciados, camaradas de ilusiones y metas. Ni siquiera volvió para sugerirles buscaran ayuda profesional para enfrentar ese terrible mal. A los amigos de la infancia y juventud los encontró decrépitos, inmersos en pensamientos fatalistas. La mayoría era un compendio de enfermedades reales o inventadas. Le aterrorizó llegar a ese estado extremo de falta de salud. A otros los encontró aún fuertes, vigorosos, llenos de proyectos y en la práctica de actividades productivas pese a tener su misma o menor edad. Eso lo atemorizó más, pues estos últimos fueron como un cruel espejo donde se reflejó su realidad al pensarse mucho más cerca al primer grupo y no del segundo.
¿Trabajar medio turno?, después de buscar afanosamente en diferentes lugares y por mucho tiempo, al fin comprendió la realidad, pese a las campañas mediáticas y electoreras del gobierno, para la gente de la tercera edad no existían oportunidades de trabajo.
Con los compañeros de la universidad nunca pudo coincidir porque la mayoría vivía en ciudades muy distantes, incluso en otros países. Servando no podía dilapidar sus precarios recursos económicos, producto de su jubilación en viajes de reencuentros amistosos. Sólo le quedaba refugiarse en la compañía y afecto de Alicia, su fiel esposa. Entonces descubrió con infinita tristeza su realidad conyugal, con aquella mujer, compañera de toda su vida se le dificultaba la comunicación. Todos los años anteriores fueron rutinarios para ellos, apegados a horarios inflexibles, a costumbres casi maníacas. El gran amor y la pasión del principio del matrimonio se convirtieron en breves intercambios de palabras, gestos y monosílabos. Ahora tenían muy poco en común como pareja, sólo los recuerdos de los primeros años y una cama compartida en donde hasta las sábanas permanecían frías. Para aquellos dos seres quienes habían ido tejiendo el desamor entre la rutina y sus propios quehaceres, era muy poco el interés para entibiar al menos con arrumacos y un remedo de acto sexual, las sábanas ahora cubrían dos cuerpos cargados de años, envueltos en el gélido ambiente del desinterés. Entonces Servando comenzó a desesperarse al darse cuenta finalmente de su soledad en medio de tantos, luego fue perdiendo el apetito, extraviando el sueño en pensamientos y auto recriminaciones por haber cometido el error de dejar pasar el tiempo sin consolidar su vida personal.
Pero reaccionó decidido, —¡No caeré en la depresión!—
—Soy lo suficiente inteligente para manejar apropiadamente la situación—.
Desechó casi de inmediato la idea de buscar ayuda profesional. No la necesito, —se dijo— Intentó entonces volver a ser el hombre de ideas brillantes, ordenado y disciplinado. Buscó en su actual entorno cómo invertir el tiempo sobrante y desechar de la mente el sentimiento de soledad enquistado en su ánimo. Primero haría rutinas de ejercicios para recuperar el cuerpo sano —pensó— para ello compraré algunos aparatos para ejercitarme, los colocaré en el patio de la casa. Bajó entonces al lugar, siempre estuvo tan próximo y ahora no reconocía. Le pareció inmenso, tan desolado como él. Plantaré árboles, —decidió—.
Aquella mañana de abril, muy temprano empezó la tarea de sembrar en su patio plantas y frutales, entre ellos un limonero pues no crecían mucho. Dejó para el final la siembra del limonero al quien le reservó el mejor lugar. Escogió esta especie porque las hojas del limonero mantienen su verdor aun en el invierno más frío. Ese verde de vida era tan acentuado como su esperanza de encontrar la paz y el bienestar para sus últimos años. Cuando terminó de sembrar el limonero desde lo más profundo de su ser brotaron estas palabras:
—¡Al menos la vida me conceda el tiempo suficiente para ver florecer este limonero! —
—Cuando el limonero florezca, ¡será mi tiempo de morir!—
Tres años pasaron y en cada mañana Servando regaba sus plantas y le concedía especial cuidado a su limonero. Llegó al extremo de limpiar con un trapo húmedo una a una sus hojas para que se vieran más verdes, más lozanas. Empezó a buscar con vehemencia en cada amanecer —sin explicarse la razón— en las ramas del limonero indicios de las flores, ya las esperaba con ansiedad. El hombre con una actitud obsesiva arrancaba algunas hojas y durante el día les iba haciendo dobleces para aspirar su agradable aroma y así mantenerse en sintonía con su ilusión.
Los problemas propios de su condición tomaron por asalto a Servando, la salud se le fue quebrantando, se llenó de dolencias ciertas o imaginadas. Se sintió marginado por todos, los problemas económicos lo alcanzaron, con lastimosa frecuencia era avisado de la gravedad de salud o fallecimiento de alguno de sus ex compañeros de trabajo o amigos de la infancia. El distanciamiento con su esposa se hizo más patente, primero fueron camas, luego habitaciones separadas. Los monosílabos se convirtieron en prolongados lapsos de silencio, de indiferencia entre ambos. Un atardecer se encontró atónito hablándole al limonero:
—¡Florece ya amigo mío!— le decía.
—Tu tiempo es mi tiempo—
—Cuando florezcas, yo terminaré de marchitarme—
—Mi ausencia se esparcirá en el ambiente como el aroma de tus flores—
—¡Florece amigo limonero, para librarme de mis males!—
A partir de entonces Servando Almenara se convirtió en un hombre irascible, luego se mostraba taciturno, por algunos días neurótico, un remedo de la muñequita fea de la canción infantil pues lloraba por los rincones sin saber la causa. El insomnio se convirtió en su confidente, hablaba, reía a distancia con sus nietos, los aconseja y recriminaba por no ir a visitarlo. Sin haber razón aparente buscó el viejo revolver de su padre e inició la interminable tarea de limpiarlo de día y de noche. En un momento de lucidez, Servando escondió las balas del revólver y se empecinó en olvidar el lugar donde estaban, era su último y desesperado intento de auto defensa. Aun en este estado tan decadente donde se reconocía víctima de la depresión, Servando se empecinó en enfrentarlo solo, sin comentarlo con sus seres queridos, sin ayuda profesional, un error fatal cometido frecuentemente por quienes caen en las garras de este terrible mal.
Aquella madrugada sorprendió a Servando despierto presa del insomnio y de fuertes dolores renales, como en pasos perdidos se dirigió al patio, se sentó casi inmóvil frente del limonero y quedó con la mirada extraviada entre las ramas y hojas de su árbol favorito. Todos sus pensamientos quedaron clavados en las largas espinas de su limonero.
El amanecer esplendoroso encontró a Servando Almenara estremeciéndose entre sollozos y llanto. Con la luz del día aquel hombre víctima de la depresión había descubierto entre las ramas de su limonero unas hermosísimas y aromáticas flores blancas, al verlas recordó como un mal augurio el lugar donde se encontraban las balas que había escondido. Para su mente enferma el mensaje estaba bien claro y lo llevó a tomar aquella terrible resolución. El hombre entre el llanto incontenible tomó con devoción las flores recién brotadas al limonero y aspiró su fragancia como en un acto de despedida casi religioso.
Al darse la vuelta para ir a buscar el revólver y las balas se encontró de frente con la figura de Isis su nietecita consentida, ella con una sonrisa casi angelical le dijo:
—¡Buenos días abuelito!—
—¡Te quiero mucho!—
Ese encuentro fue providencial para el hombre desesperado quien buscaba la puerta falsa para huir de la depresión que lo estaba matando. El amor por los suyos, especialmente por aquella niña le dieron la fortaleza de espíritu para tomar una nueva resolución, ahora sí definitiva. Buscaría de inmediato ayuda profesional para enfrentar su depresión, ese terrible mal de nuestros días, convertido en un problema de salud pública. Mientras eso sucedía, tomó de la mano a su nietecita y la acercó a su amigo el limonero y le dijo:
—¡Mira mi niña, las flores del limonero son hermosas!—
—¡El próximo año cuando vuelva a florecer, estarás aquí conmigo! para disfrutar de su belleza y de su magnífico aroma, pues son una invitación a vivir con alegría—
Jesús Octavio Contreras Severiano.
Sagitarion
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