Un día, llegué más temprano de lo acostumbrado y me senté detrás de la cafetería mientras empezaba a clarear. Saqué uno de mis libros, aunque sin ánimo alguno de estudiar.
Era una manera de entretener la mente, fijar la mirada en una página cualquiera. Entonces me perdía en mi continuo laberinto de cavilaciones, mientras veía los pasillos desiertos y respiraba el húmedo aire de la madrugada.
De pronto... algo se movió cerca de mí.
Tan cerca estaba, que habría pasado por encima de mi zapato. Era una rata, y no parecía tener la menor intención de dedicarle precauciones a mi presencia.
Me quedé petrificada. Poco sabía del modo en que se reacciona frente a una rata gris de alcantarilla. ¿Debiera gritar o salir corriendo?
Ya más tranquila, me dí la oportunidad de verla ir y venir, otear... e incluso acicalarse con pereza y obstinación. Debía ser una rata vieja, una veterana...
No era tan grande como la gente rumoraba. En realidad su abdomen engordaba cuando se levantaba sobre sus patas traseras. Su mirada era ingenua, indescifrable a la mente humana.
La expresión de la rata no me permitía analizarla a profundidad. Se movía rápidamente en tramos cortos. En un momento se fue corriendo deprisa a lo largo de la cafetería, por lo que pensé que ya no regresaría. Pero lo hizo, volvió justamente a donde yo estaba sentada y empezó a acicalarse de nuevo.
Perpleja, yo miraba la rata sin atreverme siquiera a mover un dedo. Tenía muchas preguntas qué hacerle. Sentía una extraña fascinación por un animal tan aborrecido y sin embargo tan común entre nosotros. Le preguntaba con mi mirada, con mis pensamientos, con mi inmovilidad.
¿De dónde vienes?
¿Naciste aquí? ¿Vienes quizá de otro lado?
¿Dónde vives? ¿Hay más de los tuyos aquí?
¿Por qué vives aquí? Es un edificio vetusto y feo ¿Qué puedes comer en un lugar así?
¿No te expones mucho? Fumigan seguido ¿No sería mejor salirse de aquí?
¿Por qué te temen tanto? ¿Qué es lo que les has hecho?
La rata no contestó a mis preguntas. Se rascaba y se paseaba ora acá, ora allá. Parecía disfrutar la soledad de aquellos muros y mi compañía no parecía afectarle. Por alguna extraña razón, sabía que yo no le haría daño.
De pronto, el aire frío trajo una voz lejana. La rata todavía se dio una vuelta por la verja, saltó del jardín a la banqueta y rodeando mis zapatos dio vuelta a la cafetería.
Ya no volví a verla nunca más.
El edificio se llenó de voces, risas, pasos y calor humano. La luz del sol anunció el final de aquel clima. El día transcurrió como de costumbre, y así varios más.
Una noche me soñé en aquel edificio. Estaba sola como la rata, en un frío amanecer. Recorrí los pasillos, las oficinas, entré a la cafetería y escamoteé algunas galletas.
Trepé los muros y sujetándome con agilidad me columpié por las barandillas. Subí hasta la azotea y miré la ciudad somnolienta desde arriba. Una nube gris y tóxica se paseaba por encima de los grises edificios de concreto. La miré pasar por encima de mi cabeza.
Cuando me desperté, sonreí. Aquella rata y yo teníamos mucho en común, quizá demasiado.
Había sólo un momento, un instante en nuestras vidas en que podíamos sentir la libertad con todas nuestras fuerzas.
Había un instante y sólo en ese instante podíamos ser como éramos realmente.
Era cuando estábamos solos...
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