Todas las noches se podía oír la suave melodía que arrullaba a Candela hasta que lograba conciliar el sueño. Desde muy pequeña, la misma música la acompañaba día tras día. Se sentía transportada cada vez que comenzaban a sonar suave y lánguidamente las teclas del piano.
Algunas veces se imaginaba caminando de noche —en algún pueblito de España, tierra de sus ancestros—por las empedradas calles iluminadas con farolitos de tenue luz amarillenta. Otras, rememoraba a su padre tarareándole a su mamá mientras preparaban juntos la cena, momento del día que ambos esperaban con ansias y compartían con gran entusiasmo.
En aquellos días, ella desbordaba alegría al verlos tan unidos, descubriendo a cada momento, sutiles demostraciones de amor: una caricia, un beso, una mirada. En las pequeñas y diversas situaciones de la vida cotidiana, sentía que sus padres reforzaban ese fuerte sentimiento mutuo de amor y eso la hacía feliz y le daba mucha seguridad.
Así fue creciendo Candela, en un ambiente cálido, en el que reinaba la armonía, el respeto y la alegría. No quiere decir esto que no hayan vivido momentos de los otros, de los que no son tan gratos—como suele suceder en todas las familias— pero, al poner en la balanza los buenos versus los malos, siempre eran de mucho mayor peso los buenos momentos y por ende, eran los que recordaba con mayor nostalgia.
La música siempre fue una integrante más del grupo familiar. A toda hora del día las notas resonaban por doquier, pero una, particularmente una, había sido decretada la melodía de la familia, Candilejas, sin saber ella por qué. Esa, justo esa, era la que más le gustaba a Candela.
Una tarde, que estaba aburrida, mientras sus padres hacían quehaceres en la casa, se sentó con las piernitas colgando, —todavía no tocaban el piso—; apoyó sus codos sobre la mesa de la cocina y con la cara entre las manos, mientras sostenía el mentón se puso a jugar con las palabras—como su maestra le había enseñado— y de pronto descubrió algo que la impactó:¡“Candela” y “Candilejas” empiezan igual!
— Mami, papi, ¿saben una cosa?, descubrí que mi nombre empieza igual que la música que me gusta, ¿ustedes se habían dado cuenta?
Después de unos segundos agregó con curiosidad:
— ¿Por qué me pusieron un nombre tan raro? Nadie, nadie de mi escuela se llama así.
Al instante cruzaron las miradas y sonrieron con picardía, él le guiñó un ojo a su mujer dándole a entender que ella tenía la palabra.
La mamá se sentó junto a su preguntona hija, dispuesta a darle las explicaciones del caso; su esposo las miraba desde el cómodo sofá del living pronto para presenciar la siguiente escena y ansioso por escuchar el guión.
— Cuando éramos novios, un día papá y yo fuimos al cine. Había un festival de películas de los años 50 y ese día daban Candilejas, una película de un famoso actor inglés que se llamaba Charles Chaplin.
— ¿Chaplin, el de los bigotitos, que usa un sombrero negro y camina como un payaso con un bastón?
— Sí, ese mismo —le contestó riéndose por la rápida identificación lograda por su pequeña, lo que confirmaba el heredado gusto por el cine.
— Resulta —continuó la mamá— que la música de la película nos gustó tanto a papá y a mí, que nos quedó grabada y la seguimos tarareando todo el camino. Cuando nos casamos nos hicimos una promesa: dijimos que Candilejas sería “nuestra” música por siempre y por eso nos encanta escucharla.
— Sí, a mí también me encanta, pero eso… ¿qué tiene que ver con mi nombre?
— El día que naciste —tomó su carita entre sus manos y la miró a los ojos con ternura— te convertiste en la luz de nuestras vidas, por eso, se nos ocurrió el nombre “Candela”, que significa: “la que ilumina”.
— Eras tan chiquita y linda —intervino el papá emocionado— y nos dio tanta alegría verte moviendo tus piernitas y manitos buscando nuestro abrazo, que creímos que el nombre se ajustaba perfectamente a ti.
Candela escuchaba absorta a sus padres y sus ojitos negros brillaban como dos luceros.
— ¡Esto sí que es una historia de amor!—dijo con asombro— y yo estoy en ella!¡Le voy a contar a mi maestra!
Ese día se sintió tan orgullosa de su nombre que decidió hacerle honor al mismo, proponiéndose resplandecer en todo lugar en que estuviese.
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En la adolescencia, cuando los hobbies son parte de la vida y reaseguran a los jóvenes, Candela llenó su dormitorio de velas y candelabros de infinidad de formas, tamaños y colores. Optó por la tímida luz de vela, en lugar de la eléctrica, como medio de iluminación de su pequeño e íntimo mundo, su cuarto, porque se dio cuenta de que esa luz daba una calidez diferente al entorno. En ese lugar, en la tenue luz de las velas, ella se sentía tranquila, en paz, tenía certeza de quién era y por qué estaba ahí.
De noche, entornaba sus ojos y veía a través de la delgadez de sus párpados el movimiento y las sombras de los pabilos encendidos. Y soñaba con amores, como los de las películas.
Hoy, ya adulta, sigue rodeada de velas que adornan los rincones de su casa, emergen de fanales de colores o se posan sobre elegantes candelabros encontrados en anticuarios, ferias, viajes o como regalos de amigos recibidos a lo largo de los años.
En el viejo tocadiscos de sus padres, gira a 33 rpm con la púa algo gastada, el disco con “El tema de Terry”, que compuso Chaplin para su antepenúltima película en 1952.
Candela duerme como una niña.
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