La virtud del coleccionista
Fue dejando algunas palabras a la orilla, guardándolas por considerarlas demasiado importantes, reservándolas para la ocasión que realmente las mereciera, evitando mancillarlas y así no perdieran su valor.
Poco a poco se convirtió en un mudo selecto, abstemio de frases tantas veces repetidas, entendiendo que este celibato voluntario honraba su significado. Luego extendió el criterio a las ofensivas, las groseras y malsonantes, impropias de su nueva posición alcanzada, convencido que enaltecía su virtud, la rigurosidad y severidad aplicada.
Comenzó a olvidar como se escribirían, las cuerdas vocales desarrollaron unas callosidades que dificultaban ciertas sílabas. Huraño de su pureza, orgulloso de su austeridad, la avaricia fue llenando un muestrario, donde las clasificaba para el momento oportuno, en perfecto orden alfabético, atadas en montoncitos sujetas por un elástico. En secreto las lustraba, las recontaba, tras el nuevo inventario la satisfacción crecía a medida que agigantaba la colección.
Regresó el tiempo de los amores y cuando sucedió la oportunidad, acudió urgente a desempolvarlas. Separó las que necesitaba, las encontró cubiertas de una película de moho, unas con sólo tocarlas se le deshicieron entre los dedos, no llegaron más allá, las restantes simplemente no permitieron ser pronunciadas, se les atravesaron, provocándole una obstrucción, poco faltó para la asfixia.
El médico torció el gesto, observando la radiografía de su laringe a contraluz, diagnosticó “podredumbre del aparato fonador”, ni sospechaba del cáncer de estupidez que le había crecido en su cerebro. |