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Inicio / Cuenteros Locales / miguel_henriquez / Barrio Fino / Cap. 2

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[Nota: El nombre de esta seudonovelita que empecé a escribir hace algún tiempo está inspirado en un disco de raeggetón (o como se escriba) que vi por ahí...¿y qué tiene que ver el raeggetón con la literatura?: Mucho].




No hay comparación entre una casa y otra, un barrio y otro, la mujer y el recuerdo; la presbicia de la costumbre y la lejanía posterior, que nos lleva al enjambre de ideas irracionales, subjetivas, y finalmente a la abstracción. Divina abstracción, rompimiento de una corriente, de esa maraña que forma la racionalidad, fruto lacónico y concreto, aborrecible y necesario... Llegué con una fiebre del carajo al sitio en donde los escalones dan brincos, las luces de artificio del mundo se apagan y oyes, por fin, esa música. Hilé un cigarrillo y leí. Quilicura es un barrio en donde todo se puede leer: hay palabras pegadas en el tablero del piso, en la suciedad de éste, en la frente de mi madre, en dolor de su tisis. Cada vez que aprieta el pecho, cada vez que sangra un poco hacia adentro, se lee parte de su dolor. Leí en una vereda y luego en otra, en el aroma a muerte de mi amado encierro –ese al que forzadamente he bautizado de soledad-. Leí, finalmente, la mejor novela que pudiera escribir, esa de la que sólo puedo percibir la espuma; el primer contacto atado a mi patético dolor enfundado en una desidia forzada (nada peor que la dejadez de lo abstracto, olvidar que eres hombre y pasar al otro bando: la mortalidad de una piedra; el perfecto orden de la piedras: el otro bando al fin y al cabo). Oh, volver al barrio, matarme un poco con las burbujas de una sangre ardiente en un remanso de ideas congestionadas. Mi casa, mi cama, empolvada con un sudor añejo, un olor a sexo que de a poco se ha ido apagando, un perfume barato de amor todavía impregnado a aquella madera quejumbrosa y secreta, a esas sábanas sudadas hasta la eternidad. Ver otra vez, en la paredes -siempre en las paredes- la sombra oculta de aquella mujer, testigo fiel de tus días felices, entrelazados en noches sin tiempo, cuando el tictac del cuarzo comienza por perder su temible intensidad y la espera de un amanecer de telenovela se empolla nada más que en nuestros corazones y en el sueño que pudieran tener éstos, abriendo los oídos del alma para sentir, ahora, desde el pecho del mundo, aquel fluir incesante de música arcana con la que solo puedes soñar de vez en cuando y que se apaga cuando abres los ojos en la corriente.
Subía, entonces, para nosotros el polvo de aquel primer piso, tocaba la puerta con su puño multiforme y nos pillaba allí, en una desnudez edénica con los ojos abiertos hacia el otro lado, escondidos en la plaza de mi cama, las cortinas azules silbando un poco, un aire pesado que no cesaba de entrar, y así, nos amábamos como dos soldados aman el alba de un día nuevo, de una noche en la creyeron haber estado agonizantes tras una tienda de campaña de la que, sin embargo, salieron enteros, sin ningún mordisco necrófilo de algún superior. Ella abría por fin los ojos y nos encontrábamos de nuevo, mil veces de nuevo. Y la vuelta a la rutina, a la amada rutina, esa de la que no esperábamos nada, simplemente, que no muriera. Un desayuno de café y pan con huevo a la copa, un televisor encendido en los pies de mi madre acostada, la poesía, eso que creíamos era poesía, barriendo migas añejas en la cocina, sirviéndonos de huésped. No huíamos de aquel aparato tan repudiado por los seudo intelectuales, optábamos por clavarnos en el sillón o en mi cama y pasar la tarde en una eterna caricia con películas devedés, esperando la noche, con cerveza de mala calidad helándose en el refrigerador, con mi madre durmiéndose temprano o haciendo que cerraba los ojos, para no molestar con su presencia de adulta, presencia que, por lo demás, era solo de nombre. Nunca fue adulta, nunca creció: su casa, mi casa, atestada de juguetes, autos y cuadros de niña chica, los que guardaban, en un grito inmóvil e insonoro, sus antiguos deseos ya cumplidos de ser mamá. Poníamos la música casi en silencio y jugábamos a ser desconocidos, a una primera cita que nunca tuvimos, porque tú bien sabes que no hubo cita, que nuestras primeras veces fueron lamentables, sobre todo por parte de quien escribe. Mi empeño por no ser como ellos, como los de la otra esquina te pasó la cuenta, cuenta que me diste en un envoltorio tracalado de frío, y yo asumí, o lo intenté. Ellos, los otros, nunca fueron material de desprecio: podían amar a destajo, y eso, lo sé, para ti es valorable. Quería no ser como ellos, y lo conseguí, pero tú te ibas y pensaba que tenía que morir o cansarme de estar muerto.
Eterno retorno, arrecirse en la lluvia de ideas que, pienso, son adolescentes. Y, qué va, no lo son. En el cuentito del amor, lo más importante es no dejar de ser niño –sí, un término reutilizado: “no dejar de ser niño”, pero es así. Hacer que el acto amatorio se haga consciente es difícil-: poder ser una misiva de carne y espíritu entre los dos polos, sufrir en soledad o sufrir con alguien al lado. Oh, y yo quise lo último.

Texto agregado el 07-07-2009, y leído por 108 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
07-07-2009 Las frases son interminables y se enredan en el entendimiento. Lo siento, no convence. Aristoblos_Ursiclos
 
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