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El tesoro de mi tía


Hacia rato que el sol se había puesto. Volvía por las calles iluminadas por tristes faroles colgados a varios metros por sobre el pavimento, a unas largas columnas de troncos de madera pintados de blanco.
Durante el recorrido solo me crucé con unos pocos transeúntes que mantenían sus miradas pegadas al suelo de baldosas rectangulares. Algunos autos estaban estacionados sobre los costados de las calles, y de las casas no se desprendían rumores ni ruidos.
Iba vestido de negro y llevaba las manos guardadas en los bolsillos. Mi cabeza estaba protegida por un sombrero gris y el resto de mi cuerpo por un gabán de tela gruesa y negra que me evitaba sentir el punzante frío matutino.
Mientras caminaba pensaba en mi tía Roberta. Si bien no la había conocido demasiado sentía por ella un afecto verdadero, quizá por que me recordaba a mi difunta madre, quién fue su compaña incluso mientras yo viajaba por Europa acompañando a mi maestro, el famoso psiquiatra Holz en sus seminarios y conferencias.
El entierro había sido emotivo pero asistieron pocas personas, entre ellas mis primas Juana y Fernanda, con quienes estuve charlando largo rato de nuestros ascendientes más directos, de los cuales ya no quedaba ninguno con vida. Después ellas me invitaron a la casa de Roberta, en donde ellas estaban viviendo provisoriamente.
Por fin llegué a la puerta de mi casa e introduje la llave en la cerradura. La puerta se abrió y colgué mi gabán y el sombrero en el gancho de madera. Me senté en el sillón del living y procuré relajarme, había sido un día largo y cansador.
Prendí el televisor y miré una vieja película hasta que me quedé dormido allí mismo con la cabeza tirada contra el respaldo del sillón. A las tres y cuarto de la mañana me despertó el llanto de un gato. Me dirigí a mi habitación y me acosté vestido.
A medía mañana me desperté con un rayo de luz que se filtró por la persiana. Afortunadamente era sábado y no tenía que ir al consultorio, pero si recordé enseguida que había prometido a mis primas una visita a la casa de mi tía.
Me dí un baño, me vestí cómodamente y salí a la calle, aún hacia frío. Caminé con el sol detrás las ocho cuadras que me separaban de la calle Barrientos, en donde se encontraba la magnifica casa de mi difunta tía Roberta.
Toqué el timbre y enseguida salió Fernanda, quien atravesó el jardín delantero y abrió el portón de rejas verdes. Entré, y ella me dio un abrazo, juntos caminamos hasta la puerta de la vivienda.
Adentró todo parecía haberse quedado en el tiempo y los rayos de sol entraban por las ventanas y dejaban en evidencia intensas nubes de polvo. Apareció Juana por una puerta que, después supe, conducía a la cocina.
Juana sabía de mi afición por los libros, con lo cual lo primero que hizo fue invitarme a ver la biblioteca de la planta alta. Durante la subida me contó que tenían un comprador para el caserón y que debían deshacerse de la mejor manera de todo lo que llenaba la casa, en un plazo ajustado, y que con el dinero tenían que pagar deudas a acreedores.
Al entrar en la habitación que hacía de salón de estudios me encontré con una vasta cantidad de libros antiguos que cubrían las paredes hasta el techo. Detrás nuestro entró Juana y entré los tres estuvimos haciendo una revisión superficial de los millares de volúmenes.
Decidimos que yo me llevaría la cantidad máxima de libros que podía albergar en mi casa, el resto lo venderíamos a un comprador de libros. De pronto recordé a un amigo bibliófilo que tenía, y que hacía tiempo no veía, y se lo referí a mis primas.
A ellas les pareció una idea “fantástica”, así que les prometí ocuparme del tema cuanto antes. Después recorrimos el resto de la casa. Me llamaron especialmente la atención los cuadros poco luminosos que adornaban varias de las salas. Me dijeron que elija algunos y así lo hice.
Más tarde tomamos un café en la cocina y seguimos nuestra conversación de la noche anterior. Mis primas afirmaban que mi tía había invitado a esa misma casa a grandes personalidades de la cultura, tanto argentinos como del extranjero.
Después la conversación se condujo por si sola a las infidelidades, de las cuales yo conocía algunos casos pero que me enteré de muchos más esa tarde. Al parecer había sido un común denominador en mi familia.
Por fin, cuando ya oscurecía volví caminando a mi casa y busqué en una vieja libreta telefónica el número de Fabricio, mi antiguo amigo bibliófilo, quién seguramente me asesoraría sobre los libros de mi difunta tía.
Marqué el número y me atendió una mujer de avanzada edad, quién me dijo que Fabricio había salido, también me preguntó quién era yo y cuando le satisfice la curiosidad, se acordó de mí y me peguntó emocionada que era de mi vida, era su madre. Por fin colgamos.
El domingo por la mañana me llamó Fabricio y acordamos una visita a la calle Barrientos para reconocer los libros. Al mediodía llegué a la puerta del caserón y allí estaba mi amigo de la adolescencia esperándome apoyado en el pilar lateral del portón con las manos en su espalda y una sutil sonrisa en sus labios.
Nos dimos un abrazo y me encargué de tocar el timbre. Enseguida salió Juana, nos invitó a pasar y nos condujo a la biblioteca. Mi amigo al ver semejante espectáculo se quedó boquiabierto.
-Daniel, -me dijo- es impresionante, debe haber una fortuna acá.
Le pregunté:
-¿Estas exagerando?
-Para nada, tendría que revisarlos, pero acá debe haber un dineral.
Le creí y juntos empezamos a revisar los libros tomo por tomo, mientras Fernanda nos preparó mate y cocinó para nosotros galletitas caseras. De pronto tomé un ejemplar cuya tapa parecía haber sido confeccionada artesanalmente. Se la mostré a Fabricio quién lo miró detenidamente y me dijo:
-Es un libro antiquísimo, no deben quedar muchos de estos. Es un tomo de un poema llamado Gilgamesh del editado en el siglo XI, una verdadera reliquia.
Los tres, mis primas y yo esperábamos ansiosos que el bibliófilo nos dijera un valor estimativo del tesoro. Finalmente habló:
-Tendría que hablar con un amigo librero de Londres para que me diga con mayor exactitud de que suma les pueden dar por el libro. Sin embargo me animo a decir que supera los quinientos mil pesos.
Mis primas saltaban de alegría y yo no me sentía menos contento. Más tarde mi amigo y yo abandonamos la casa y el tesoro quedó en manos de mis primas, quienes prometieron guardarlo en la caja de seguridad ubicada detrás de un cuadro de Quinquela Martín, uno de los pocos que no era deprimente.
Yo me dirigí a mi casa, contento con el descubrimiento y me despedí de Fabricio en una esquina. Me prometió hablar con su amigo de Londres el día siguiente por la mañana. En mi casa me senté en mi sillón predilecto y tomé una novela de Dickens, cuyo nombre no recuerdo.
Pasé la tarde del domingo tratando de concentrarme en la lectura, pero mi ansiedad no me lo permitía. Pensaba: ¿en caso de venderse el libro que parte me correspondería a mí? El libro era de mis primas, pero yo había llevado a mi amigo, y fue él quien hizo el descubrimiento.
Por momentos estaba confiado en la solidez de mi relación con mis primas, y de pronto desanimado pensaba que hacía casi una década que no tenía contacto con ellas con excepción de los últimos días.
El lunes por la mañana me llamó Fabricio y me confirmó la suma. Me pedía un porcentaje de la venta: quería aproximadamente un veinticinco por ciento del total. Yo le dije que iba a hablar con mis primas y después lo llamaría.
Llamé a la casa de la calle Barrientos y me atendió Fernanda, me dijo casi llorando que el libro había desaparecido de la caja fuerte. Colgué y me dirigí rápidamente hacía el lugar del hecho.
Mis primas estaban ambas muy angustiadas y me mostraron la caja de seguridad abierta, las huellas de unos zapatos que se dirigían a un ventanal con el vidrio roto. Traté de tranquilizarlas. Pero el sueño se había terminado y la posibilidad de una vida más confortante se convertía en un imposible.
En esta situación mis primas padecerían de una situación económica sumamente estrecha. Mis primas empezaron a sugerirme que la responsabilidad del robo era mía, que mi amigo, el bibliófilo, había robado el volumen.
Llamé en ese inmediato instante a Fabricio y le conté lo sucedido. Me demostró un gran asombro por lo sucedido. Me pareció que era sincero o quizá era un excelente comediante y yo no lo sabía.
Pensé que había varias posibilidades, casi fantásticas, sobre el modo en que había sucedido el robo. Quizá mis primas para no compartir el dinero con terceros fingieron el robo. También cabía la posibilidad que alguien se hubiera enterado del tesoro por medio de Fabricio, ya que yo y creo que mis primas, tampoco, recluidas como vivían, habíamos contado a nadie sobre el descubrimiento.
Una idea me rondaba en la cabeza, ¿sería conveniente avisar a la policía? Concluí en que no era una buena determinación, pero sí se me ocurrió llamar a un detective cuyo aviso había visto casualmente en el diario.
Lo llamé inmediatamente y acordamos encontrarnos en un bar que yo solía frecuentar, a pocas cuadras de mi casa. Me dio sus señas para que yo lo reconociera: me dijo que era gordo y que iba a estar vestido con un saco a rayas.
Entré al bar y ni bien miré a mí alrededor reconocí al detective, era realmente gordo y llevaba anteojos de vidrios de gran espesor. Me senté frente a él y le estreché mi mano. Me pidió que le contara la historia del libro.
Le conté los acontecimientos desde el funeral de mi tía Roberta hasta la desaparición del valiosísimo ejemplar, sin olvidar de referir la intervención de Fabricio. Sánchez, así era el nombre del detective, me dijo con asombrosa seguridad:
-Quienes tienen en su poder el valioso ejemplar son sus primas, entre las dos planearon el simulacro de robo.
-¿Cómo puede estar tan seguro si ni siquiera habló con ellas, ni estuvo en la escena del hecho?
-Le doy veinticuatro horas para que usted se de cuenta por si mismo de cómo sucedieron las cosas. Si usted resuelve el enigma por si mismo no tiene que pagarme nada, de lo contrario llámeme y yo le esclareceré el asunto y además deberá usted pagarme una suma considerable. Adíos.
Sánchez se levantó y abandonó el bar moviéndose dificultosamente debido a su obesidad. Yo quedé perplejo, estaba sorprendido por las palabras del detective y no tenía la más pálida idea de cómo probar que mis primas habían fingido el robo, es más, no lo creía probable.
Miré mi reloj, tenía tiempo de averiguar lo sucedido hasta las tres de la tarde del día siguiente. Decidí empezar yendo a la casona donde vivían mis primas. Ni bien entré les conté que había hablado con un detective.
Ellas estaban sorprendidas o quizá solo querían esconder su nerviosismo. Les pedí que me mostraran la caja fuerte, a lo cual se mostraron bien predispuestas. La caja había sido violada, al parecer con un explosivo, pero mis primas me aseguraron que no habían escuchado detonación alguna, lo cual era bastante extraño.
Después observamos detenidamente las huellas de los zapatos, concluimos que eran zapatos de hombre, por su medida. El vidrio de la ventana había sido roto con una piedra que había sido arrojada, después del golpe, a una maceta del jardín.
Confundido por pruebas que nada me aclaraban el panorama volví a mi casa caminando y reflexionando. Me pareció una buena idea hablar con Fabricio, quizás él pudiera ayudarme a aclarar las cosas.
Le conté absolutamente todo, incluyendo lo que había hablado con el detective y la visita al caserón. Le confesé que estaba totalmente confundido y le pedí encarecidamente que me dijera si había hablado con alguien sobre el libro. Me respondió que solo con su madre, colgué.
Me fui a dormir temprano prometiéndome que al día siguiente me levantaría al alba y solucionaría el misterio de una u otra forma. Pero esa mañana me quedé dormido y me levanté al mediodía, mis posibilidades eran casi nulas.
Se me ocurrió una idea, que ponía en riesgo mi moral, pero que podía dar buenos resultados: espiar a mis primas. Pensé y pensé en cómo podía llevar a cabo mi plan, cómo podía ingresar a la casa o al menos al jardín de esta para ubicarme en algún lugar desde donde poder observar los movimientos de mis primas sin ser notado.
Mi intención era sustraer las llaves en una visita armada mediante una buena excusa. Se me ocurrió una que me pareció infalible y que de hecho lo fue: llamé a Barrientos y le dije a Fernanda, quién atendió el teléfono, que entre los libros que habíamos visto días atrás había otro de mucho valor, al menos así me lo había dicho Fabricio durante una comunicación telefónica.
Me cuidé bien de no decir ni el título ni el autor de la otra joya que estaba descansando en la biblioteca. Fernanda, quizá movida por su codicia inmediatamente me invitó a la casa para que juntos veamos de que libro se trataba.
Enseguida caminé a la calle Barrientos, allí me abrió la puerta Juana. En el comedor nos unimos a Fernanda y subimos los tres juntos las escaleras. Me preguntaron de qué libro se trataba, yo les dije que de una primera edición en francés de la novela “Candido” de Voltaire.
Era un ejemplar que yo recordaba haber visto en anteriores oportunidades en la biblioteca, pero nada sabía de su valor, más tarde lo averiguaría. Buscamos el libro y después de revisar cientos de ellos dimos con el que buscábamos.
Con la excusa de tener un dolor de cabeza abominable les dije a mis primas que iba a la cocina a buscar un vaso de agua para tomar la aspirina que llevaba en el bolsillo. Ellas no me objetaron nada, así que bajé y tomé la medicación con un poco de agua sucia que salía de la canilla, pero además agarré una llave que estaba puesta en la puerta que daba al jardín y me la guarde.
Volví a subir las escaleras y encontré a mis dos primas cuchichiando algunas palabras inaudibles. En cuanto notaron mi presencia se callaron y Juana me dijo que el libro estaba en condiciones excelentes.
Estuvimos hablando un rato y después las abandoné prometiendo hablar con Fabricio y llamarlas para contarles cuanto valdría aproximadamente el ejemplar. Salí a la calle, ya estaba anocheciendo, caminé hasta la esquina y volví tranquilamente sobre mis pasos.
Salté la no muy alta verja que daba a la calle, caminé por el jardín, rodeé la casa e ingresé por la puerta de la cocina con la llave antes extraída para este propósito. No se escuchaban pasos ni voces de mis primas, seguramente seguían en la biblioteca hablando sobre el nuevo descubrimiento.
Me saqué los zapatos para no ser delatado por el sonido de mis pisadas y me escondí en un armario aledaño a la escalera. De pronto se oyeron pasos sobre los escalones, bajaban mis primas en silencio.
Pasó el rato y ellas sin siquiera intercambiar palabras, al parecer era esta la forma en que vivían: cómo dos desconocidas bajo un mismo techo. Cada una se llevó la comida a su cuarto y ni siquiera se saludaron antes de irse a dormir.
A medianoche ya reinaban un silencio abrumador y una oscuridad escalofriante, sumado a un airé espeso y un olor rancio. Me recosté como pude en el interior del placard y me quedé dormido.
A la mañana me desperté cuando alguien bajaba las escaleras, era mi prima Juana, así lo descubrí cuando espié por las rendijas de la puerta del placard. Mi prima estaba vestida con una bata marrón y con unas pantuflas gastadas.
De pronto sonó el timbre y Fernanda desapareció por el hall de entrada y volvió a aparecer momentos después con Fabricio. Los tres se juntaron y conversaron con una familiaridad sorprendente. Parecía como si se conocieran desde hacía largos años.
Hubiera querido salir de mi escondite y tirarme sobre el bibliófilo y darle una buena paliza, no soportaba la idea de la traición de la que era victima. Pero era conveniente mantenerme en mi escondite para saber en que terminaba todo aquello.
El dialogo que escuché después fue más o menos así:
-Deje todo y vine urgente, ¿Qué pasa? –dijo Fabricio a mis primas.
-El idiota de mi primo dice que hay otro libro que vale la pena vender por separado y que vos se lo aseguraste.
-Ja, ja, no, es un invento de él, ignoro con que propósito. De todas maneras conviene ir a verlo.
Los tres subieron las escaleras y yo los seguí minutos más tarde lo más silenciosamente posible, pero la vieja escalera de caoba mugió varias veces. Desde el descanso de la planta alta pude escuchar lo siguiente.
-Parece que el primo de ustedes tiene buen ojo. El libro vale bastante, no tanto como el otro pero vale.
-¿Qué hacemos ahora con el infeliz? –preguntó Juana.
-Hay que matarlo, sabe demasiado. En cuanto al seguro ya esta todo cocinado, el resto de los libros serán víctima del fuego como todo lo demás.
Acababa de saber dos cosas fundamentales: la primera, que mi vida corría peligro y la segunda que la casa iba a ser victima de las llamas al igual que los libros. Por otro lado mis primas cobrarían un seguro.
Ahora debía escapar de alguna forma de la casa porqué de ser descubierto en esas circunstancias sería asesinado indefectiblemente. Por mi cara empezaron a caer gotas gruesas de transpiración nerviosa.
Esperé hasta una hora después, momento en que Juana fue hasta la puerta delantera a despedir a Fabricio y Fernanda se retiró a su cuarto. Bajé la escalera con la misma precaución con que la subí momentos antes.
Me dirigí a la cocina y escapé por la puerta de la cual tenía llaves. Rodeé nuevamente la casa y escapé dando largos y rápidos pasos hasta llegar a mi casa. Me aseguré de que las puertas y ventanas de mi hogar estuvieran cerradas y me puse a meditar en silencio sobre qué hacer a continuación.
Tenía la necesidad de contar todo lo que sabía a alguien, temía que me asesinaran y que nadie se enterara jamás de quién lo había hecho. Llamé a Sanchez, el detective, y le dije que necesitaba verlo urgentemente, acordamos vernos en una hora en el mismo bar de la vez anterior.
Fue esta la hora más lenta que viví en esta extraña vida. A cada rato oía ruidos en el jardín de mi casa, escuchaba golpes inexistentes en la puerta y otros sonidos producto de mis nervios alterados. Salí a la calle disfrazado lo mejor que pude, incluyendo gafas negras.
Caminé a apresurado hasta llegar al bar, observé las inmediaciones una y otra vez, y entré al bar. Allí estaba Sánchez, con su físico abultado sentado en la misma mesa de la vez pasada. Le estreché la mano y le dije directamente:
-Confío en usted. Me quieren matar.
-Lo supuse, seguramente se trata de sus primas. ¿no es así?
-Si, mis primas y un individuo que era mi amigo y que ahora tristemente es amigo de ellas.
-Me voy a convertir en el socio del bibliófilo ingles que conoce su “ex amigo”, y voy a hacer una visita a la casa de sus primas.
-Me parece una idea interesante pero arriesgada. –le dije.
-Manejo muy bien el idioma de Inglaterra y tengo dotes de actor, hice teatro desde niño.
-Bien, ¿cómo le voy a pagar su trabajo?
-En caso de que nos apropiemos de los libros un veinticinco por ciento de la venta vendrán a mis bolsillos, el resto es suyo.
Mi preocupación venía por otro lado y le dije llanamente:
-Queda por revisar una cuestión ética.
-¿Ética? –preguntó el detective dando un sobresalto. – ¿sus primas y su amigo quieren deshacerse de usted, y usted me habla de ética?
-Tiene razón. Manos a la obra.
-En cuanto tenga novedades me voy a comunicar con usted, no intente hacer lo mismo conmigo.
-De acuerdo, mucha suerte.
Pedimos la cuenta y nos levantamos. Salimos del bar y me despedí de Sánchez, volví a casa observando cuidadosamente a cada transeúnte o auto que pesaba cerca de mí. Ni bien entré cerré la puerta de entrada con un viejo candado que no solía usar.
Intenté leer pero sentía un miedo constante y a cada momento imaginaba que alguien entraría y terminaría con mi vida. Pensé en llamar al detective para que me informara si su plan iba bien, pero recordé enseguida su pedido.
Pasaron varios días hasta que sonó el timbre. Era Sánchez, a quién le abrí la puerta después de asegurarme de que era él mirando por la mirilla de la puerta. Entró, estaba agitado y después de sentarse en el sillón y tomar un vaso de agua me contó lo siguiente:
“El mismo día en que nos despedimos me dirigí a mí domicilio y revolví el placard hasta encontrar el disfraz perfecto para la ocasión. Salí vestido cómo un verdadero “gentleman” ingles.
Desde un locutorio ubicado en un lugar poco transitado llamé a Fabricio y le expliqué en ingles quién era yo, que estaba en Buenos Aires por unos días y que creía conveniente que juntos viéramos la biblioteca de la cual me había hablado por el teléfono.
Él rufián no sospechó en lo más mínimo quién era yo y convinimos en una entrevista en Barrientos. Me acerqué vestido como estaba y Fabricio, que no conocía personalmente a su amigo de Londres, cayó en la trampa por segunda vez.
Una vez en el interior de la casa y de ser yo recibido con todo tipo de agasajos y respondido con un español inglesado a decenas de preguntas curiosas por parte de los tres, fui conducido a la biblioteca del primer piso.
Estuvimos viendo libros durante varias horas, mientras yo inventaba, al parecer con increíble aproximación, precios de ejemplares de los cuales no había escuchado nombrar, porque Fabricio parecía estar de acuerdo en la mayoría de los casos.
La cuestión es que les ofrecí a los tres comprarles el lote completo de los libros a una suma astronómica a pagar con un cheque de un banco ingles. Al principio se sobresaltaron, después les expliqué que yo representaba a un grupo de bibliófilos millonarios que estaban buscando libros para invertir un fondo común.
Aparentemente fui convincente, arreglamos que yo mandaría un camión de mudanza cuanto antes, y así lo hice. Un grupo de muchachos entre ellos algunos sobrinos míos se ocuparon de cargar el camión, después les firme el cheque frente a sus miradas atónitas.
Ahora se deben estar desayunando de que el cheque es falso, y los libros, el camión y su amigo londinense desaparecieron.
Hice llevar los libros a un depósito del cual mi hermano es propietario. Ahora nos queda transformarlos en dinero.”
Cuando Sanchez terminó de hablar yo estaba oyéndolo atentamente con la boca abierta. Todo había salido perfectamente. Días después vendimos los libros y repartimos el dinero.




Texto agregado el 07-07-2009, y leído por 166 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
11-10-2016 Es un buen cuento policial, que fuerza un poco lo verosímil de la relación de las primas con el narrador, y de las argucias del detective; pero terminan siendo acordes con esa suerte de 'fantasía del mal' cultivada por este género. Un cuento bien llevado, saludos, litomembrillo
 
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