Le molestaban los niños, le irritaban en grado sumo. Cuando esa tarde descansaba sobre su cama, llegó su concuñada con aquella pequeña criaturita hurguete que desordenaba todo y armaba tal barullo que el hombre montó en cólera, cerró la puerta de su dormitorio y le colocó llave. Más adelante, un par de meses después, su mujer y la concuñada se fueron a hacer unos trámites y –sin darse cuenta de nada- dejaron a la pequeña en casa al cuidado de ese energúmeno. Al principio trató de ignorarla, pero la pequeña era como una pulga en la oreja, trajinaba todo, entonaba ininteligibles canciones en la media lengua propia de sus dos años, correteaba, armaba un barullo de padre y señor mío y el hombre sólo deseaba dormir una siesta. Llegó a tanto su incomodidad que con los ojos inyectados en sangre tomó a la niña entre sus brazos, la colocó detrás de un mueble y comenzó a apretar cada vez más fuerte hasta que la pequeña, sofocada, comenzó a llorar lastimeramente. Esto pareció estimular al hombre que sintiéndose enardecido, sacó a la pequeña de aquel sitio y asiéndola como una muñeca, la lanzó con fuerzas sobre la cama. Espantada, la pequeña comenzó a gritar y la bestia humana se encaramó sobre ella y le tapó su boca, sofocándola al extremo que comenzó a amoratarse. Asustado, el tipo la levantó y luego la acunó entre sus brazos hasta que la pobre víctima se quedó dormida. Horas más tarde, la madre se retiraba con su hija, agradeciendo los cuidados proporcionados por su concuñado.
Dieciséis años después, Lorena visitaba a sus tíos. Era una hermosa muchacha de dieciocho hermosas primaveras que regresaba a Chile con sus padres después de más de una década fuera del país. Fue recibida con grandes muestras de cariño por sus tíos. Alabaron ambos su belleza y finura, especialmente Arturo, quien la contemplaba con una mirada cargada de lujuria.
La tía salió de compras para servir unas once de acuerdo a la ocasión. Arturo y Lorena se quedaron conversando en el living. La muchacha relataba sus diversas experiencias en aquel lejano país. Arturo asentía embobado y de vez en cuando sus ojos resbalaban hacia el escote de la bella chica y desde allí saltaban a sus bien torneadas piernas. Ella parecía no darse cuenta de aquello pero su falda subía y subía así como se aceleraba la respiración de Arturo. De pronto, el hombre vio dibujada en su mente a una pequeñita que manoteaba detrás del mueble mientras él trataba sádicamente de sofocarla. Y como si el pasado regresara, el individuo se arrojó sobre Lorena y ambos resbalaron al piso alfombrado en un revoltijo de pasiones compartidas. La muchacha se quitó su ropa dejando al descubierto su piel blanca y suave. El tío la manoseaba con apasionamiento extremo, jadeaba, lloraba, la apretaba contra su cuerpo y la chica gemía y se mesaba los cabellos y ambos se contorsionaban al ritmo de su desbocado instinto.
Cuando regresó la tía, los encontró conversando amenamente en el jardín. Ya una vez dentro de la casa y sentados alrededor de la mesa repleta de delicias, Leticia confesó a sus tíos que cuando se casara, seguiría visitándolos y su alegría sería traer a sus hijitos para que conocieran a tan estupendos tíos. Arturo le entrecerró disimuladamente un ojo, diciéndole que podía traerlos cuando quisiera ya que a él le encantaban los niños…
|