- III -
Fingida animosidad
Ese día Álvaro se levantó temprano, y como de
costumbre fue a comprar jugo para su tereré. De ojos nostálgicos, la realidad estudiantil le anunció que debía abandonar el pueblo y marcharse a estudiar a la gran ciudad. Mientras recogía sus ropas recibía la continua resonancia de la voz maternal, refrescadora memorial de objetos de tercera o cuarta importancia para él. En la
mente de Álvaro pesaba más lo que dejaba en el pueblo que los proyectos configurados por el sistema, la sociedad, la cultura y su madre.
Su pieza era muy chica y no lograba intimidad posible, ya que uno debía pasar primero, por el living y después, por el comedor para finalmente llegar a su pieza. Este trayecto había sido pensado estratégicamente por su madre, con el fin de protegerlo de las peligrosas jóvenes que lo visitaban.
Él empacó con fingida animosidad, esperando que
anochezca para escaparse por última vez.
Cuando la novela de su madre terminó y los fuertes
ronquidos que venían de la pieza eran un barrunto para su escape, acabó de afinar su guitarra en re, apagó la distorsión, luego el amplificador y se disgregó con las últimas moléculas de penurias.
Al día siguiente, Álvaro partió y al mirar el colectivo, las lágrimas de su madre reflejaban una mezcla de miedo y esperanza, miedo por las terribles crueldades de la gran metrópoli, esperanza, porque lo soñaba hecho un brillante profesional tras la enorme decepción que le había causado al no inclinarse por las tareas del clero. |