Inmutables figuras de utilería.
Nadie estaba en condiciones de hablar en ese rincón perdido en la memoria del hombre.

Estragos: “desde la ventana del hotel donde residía, se entretenía viendo transitar las figuras que se desplazaban presurosas desafiando las inclemencias del invierno”.
Habituarse a los contrastes de un tiempo que le era extraño, a un mundo que le resultaba ajeno, los reflejos respondían con dificultad. El aire frío y húmedo de la habitación contribuía al desasosiego, a la desesperanza. Se encontraba finalmente solo, nada ni nadie sabia de el.
Hubo otro tiempo, cuando el futuro era la promesa esperanzada de lo bueno por venir. La partida era eminente, el tiempo parecía cumplido.
Medianera de por medio un viejo bar solía ser el refugio donde pasar largas horas.
Las mesas de madera desgastadas por el uso, con sus bordes quemados por algún cigarro distraído, recordaban el paso de algún parroquiano desaprensivo que había dejado así impresa su presencia.
El aroma a café molido se acoplaba en el aire denso y húmedo de la mañana a los olores rancios del tabaco y las cervezas nocturnas. Solo el perfume familiar del pan fresco para el desayuno diario hacia que el aire se hiciese mas grato, parecía retrotraer el tiempo al otro tiempo, al de la casa paterna, al del café con leche antes de partir a la escuela.

Donde nadie habla, ni tampoco quiere hacerlo, el silencio impone su presencia, se hace escuchar.
Pegado al ventanal el hombre observaba absorto en el cristal las marcas resecas del rocío. el diseño de figuras brotadas en sal que se desplazaba junto a la brisa que provenía del lago. El hombre parecía querer descifrar alguna clave oculta en las caprichosas figuras que observaba en el vidrio, movía alternadamente la cabeza buscando diferentes enfoques, al mismo tiempo que se quitaba y reacomodaba los lentes repetidamente. Cada tanto volcaba su cabeza hacia otras mesas como buscando complicidad en otros ojos. No comprendía que nada podía encontrar mas que huecos, cráneos vaciados de carne y contenido, contornos de cartón, inmutables figuras de utilería fingiendo actuar sobre un escenario para espectadores congelados, recostados sobre butacas ruinosas, una obra sin argumento, sin mas sonido que el silbido del viento que soplaba inclemente, desplazando de un lado al otro lo que encontraba a su paso.
El gesto del hombre denotaba el dolor de haber sufrido mucho. Una mujer de pelos rubios cruzaba en diagonal por la calle desierta curtida por el frío, la mirada extraviada en un gesto desolado, un cigarro apagado colgaba de sus labios, su presencia reflejaba el anclaje vaya a saber en que tiempo, en que horror, en que espanto. Se desplazaba con rapidez, con los brazos abiertos como buscando un abrazo, tan solo envuelta en el alucinado desvarío del engaño programado que forja la fe de un ilusorio destino, de un paraíso jamás concebido.

Nadie estaba en condiciones de hablar en este rincón de olvido. La decoración del bar se ampliaba a medida que pasaban las horas, por la ventana el hombre veía caer la nieve, cada tanto movía la cabeza para mirar hacia las otras mesas, cada tanto reacomodaba sus lentes, la nevada continuaba, invitaba a la contemplación, cubría el dibujo de los adoquines y se amontonaba junto al cordón de la vereda. ¿Dónde estaría la mujer de los pelos rubios?.
Los colores cambiantes del invierno modificaban el paisaje, dentro del bar se escuchaban los acordes de un piano, la música de Wagner se aferraba a las paredes, se impregnaba en el ambiente.
El hombre derrumbado contra la ventana, parecía sumido en un coma profundo, aspiraba hondamente de su cigarrillo negro, apoyó la palma de las manos en el vidrio y dirigió su mirada hacia la calle para observar la nada.

Andre, Laplume, invierno del 2009.
Buenos Aires.