La música. Ella viene, me arropa, y luego se va. Sucede con ella lo mismo que sucede con los amigos más cercanos: les oigo, les entiendo, acepto sus ideas y consejos, y luego me duermo. Los olvido.
Me he centrado en el momento exacto en que perdí mi sentido. La foto instantánea que tengo es la decepción vestida de amarillo, que me inundaba por nariz, oídos y boca, en ese pasado errático de desear lo que no tengo. Ahí sale mi cabello, largo y arañado por la amargura que consume los labios y los ojos, cubriendo el rostro cansado por el llanto matutino. La noche y el día se contrastan en la imagen, porque la confusión ha llegado al punto máximo que ese día pudo soportar mi cuerpo, desbaratado y encorvado por el dolor profundo en el pecho, a la izquierda.
Las mejillas húmedas parcialmente, pálidas y rosadas a la vez por la ira que se reprime en mi interior, salen antes de mostrar mi gesto completo de tristeza y de derrota. No miro a otro lado que no sea el piso, porque quisiera hundirme en la tierra para dejar de quemar mis pulmones y de arder en mis arterias y mis venas. La desesperación está gobernando el mundo que pensé obtener a cambio de mis buenas acciones, contrapesadas con mis grandes errores que no estoy convencida hayan sido a propósito, sino inducidos por el que llaman los creyentes el destino. Esa foto termina cuando llena de mucosidad me canso de pelear contra ese destino, y me declaro fracasada.
Y la música vuelve. Vuelve y me agita, me enfrenta, me recuerda. La música hace el papel que no puedo hacer yo de mantener mi cabeza constante por 4 o 5 minutos, mientras suena el ritmo que me impulsa y escucho la letra que me motiva. Esa música es el sorbo de agua que tomo y luego escupo mientras peleo con la vida. Y así como el boxeador se agota y en algún momento cae al piso, sin volverse a levantar por su debilidad, así despierto yo esta mañana.
Los pensamientos son cruzados, ninguno confía en el otro, se disgustan por no ser las respuestas claves y además aceptadas por el corazón, o por el cerebro mismo que se declara en huelga luego de tanto puño y patada recibidos en mi cabeza. El mismo aturdimiento se apoderó al levantarme, como el luchador que se recupera de su golpiza pero no está seguro si fue una farsa o fue verdad. Me levanté, y mi primera amiga del día fue la música. El sorbo de agua que a veces sabe a tinto, o a jugo de naranja artificial. Me bebí la música y me creí sus letras, pero no me bastó el impulso para permanecer firme en esa claridad momentánea y preciosamente angelical para mí.
Llegué a la oficina. Desperté de buen genio, y por eso no tuve necesidad de saludar rudamente, sino apenas de ignorar y saludar con la voz baja. Subí a mi cubículo, dejé mis papeles y revise que en el computador estuviese el reproductor de música. Saqué las copias que necesitaba, tomé la sombrilla en pleno sol, porque no me gusta el engaño de las tardes soleadas, y fui a almorzar. Me comí mis alitas apanadas, me tomé mi jugo de guayaba. Caminé hacia mi casa, serví a mi perro su comida. Respire. Salí de nuevo rumbo al trabajo, que ya no es lo mismo que solía ser en mis guiones ilusos de temporada positivista, y entré sin saludar. Recogí el reproductor, lo prendí y ajuste los audífonos en mis orejas. E incendié la oficina.
Los moralistas nos hemos cansado. Nos hemos vuelto los antihéroes que tanto criticamos y odiamos en días pasados, donde había todavía voluntad no prostituida con los hombres de poder. En medio de toda la lista de cosas que hice, desde que me levanté, en algún momento logré completar la tarea del vengador herido. Desde afuera, como mujer autista, miré las llamas, vi a todos moviéndose de un lado a otro en su angustia, y no hice nada. Toda perplejidad absurda se había acumulado en mis neuronas, tratando de explicar en qué momento me sature, en qué espacio de tiempo logré ejecutar una tragedia, buscando la expiación que nunca tuve. Volví a la imagen del boxeador y entendí que el que caía derrotado ya no tenía más retribución que la derrota así luego le disparara a su contrincante o lo incendiara, como lo hice. No había una segunda toma, ni una nueva oportunidad para ganar. Solo las cenizas de la ira y el placer de saber derrotados a otros que en círculo me habían derrotado a mí. Y con la mirada al piso otra vez, me di cuenta en carne propia que el placer de la venganza es privilegio de unos cuantos, porque los demás terminamos en una celda, física y mental.
La música volvió a cantar para mí. Para los que con poca fortuna quedamos marcados por el aire tóxico de los errores y debilidades mentales personales. Los demonios suelen devorar cada parte de nuestro cuerpo y nuestra voluntad cuando saben que nos tienen de su lado. Cuando te has vuelto una figura irreconocible para tu memoria y tu conciencia natal. Cantó el cantante con su voz distorsionada, vuelta eco transmitido por las aguas del pensamiento torcido, amputado. Y me volví a dormir, en la celda. Y mientras duerma, no quiero despertar. Quiero... cantar.
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