Circuitos repodridos se me acercan hasta la cama. Me atienden, me cambian las vendas. Sigo estando atado por cadenas. Cadenas que no se ven, pero nada más a temer.

¿Condicional? No, la pena es suprema… perpetua. Evidentemente, sin posibilidad de enmienda en la ley firme que me aprieta contra la pared fría, cuando viene la noche y me refugio en la otra punta de la celda. Agachado, chupándome el dedo, enfermado, arrepentido del olvido, de la pista que dejaba mientras me escapaba.

Rodeando una ciudad, la despreciaba, la odiaba, y a esas horas ya quemaba. Se incendiaba y las llamas crecían, mi trabajo ennoblecían, lo embellecían mientras entre la locura las robóticas víctimas huían. Arrepentidas de mentir, de mentiras, de servir a una sociedad que per su culpa desaparecería si nadie proponía ningún cambio, ninguna salida.

Mi deuda con mi madre María y las primas. Y las padrinas. El trabajo que con rencores y carencias cobraba vida. Y yo huía.

Las patrullas de circuitos que me perseguían. A instantes cerca, a instantes corriendo detrás mío por las vías. “Hijo mío, no hay salida. Así es la vida”. Pero yo no lo creía. Yo lo sabía, éste momento llegaría.

Aquél era el día, por tanto a verse se venía. Mezclas de gasolina que con aceite se encendía, se cogía a las aceitosas paredes de la robocía, a las odiosas paredes de la robótica mentira.

No sacaban nada en claro. Los engaños para no hacernos daño, la negación de enfermedad al enfermo, la supresión de claraboyas en los tejados, la aniquilación de perros y gatos, los líderes desterrados, bomberos escondidos, policías espantados, los pobres sepultados, los muertos innombrados y los derechos alienados. Dinero clasificado, bancos cerrados.

La sobreprotección de nuestra gente, la supremacía de nuestra Nación, la colaboración con la despótica robótica, nos llevó al abismo, cerca-cerca el cataclismo. Un afán de narcisismo que ya no nos hacía reír. No nos hacía el peso. No ganábamos nada. Nada a hacer. Nada. Caía por su propio peso que no habíamos aprendido.

Sin opción a ningún receso, ahora era hora de la lucha. Hora de coger la fruta de esta maldita cosecha, podrida y ennegrecida. Poca gente quedaba viva, y la que malvivía en la ciudad era perseguida, por el robótico razonamiento de la protección de la vida. Llevada a prisión nuestra gente moría debilitada. Desfallecían la mayoría a los pocos días del ingreso.

Como yo ahora, ya casi tocaba. Casi que ya me toca. De aquí poco, el último suspiro de mi boca. La última exhalación de una población. De bien seguro nunca tendré perdón, por dejarme coger, por mi bondad de Salvador Frustrado, ahora atrapado, en la trena del error. Mi nudo en la garganta que no me deja chillar, que me desmorona y me hace tenerme pena. Las heridas que me he infligido, cubiertas de vendas.

Ahora tocaba morir a la sombra, retorcido como una cobra, entre paredes de hormigón cubiertas de aceite, oscuras. Por los suelos, manchas de sangre, se van esparciendo. Parte de ellas surgen de mis manos; de otras de compañeros, muertos o vivos, vecinos que gimen por fuera y lloran por dentro. No los oyen hermanos, primos o hijos. No hay consuelo, sino conduelo. Aquí acabamos los fracasados, los cazados. Y no hay nada a hacer, ninguna esperanza.

Pese a todo, somos la punta de la lanza, el centro de la balanza. Hemos iniciado el éxito o el fracaso de todo junto. Devolveremos la tierra al desterrado o permitiremos que todo se haya acabado. Otro futuro será quien todo lo resolverá, y ya todo acabará.