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Hoy sin saber por qué te saqué de mis recuerdos. Hace ya casi veinte años que no te pensaba, desde aquella época en que las polleras cortas y los pantalones anchos eran un “must” y no una foto vieja que nos da vergüenza ajena.
Eras una mina fuerte entonces, a pesar de tus dieciséis. Me acuerdo que me metiste miedo cuando te conocí, y eso que yo ya rondaba los veinte. Agresiva y deslenguada al hablar, con una sonrisa quebrada. Mirabas el mundo a través de la mirilla de tus ojos verdes y de la bruma de tus infaltables puchos mangueados.
Tenías unos vaqueros sucios y una remera verde que habría puesto de cabeza a un loro. “¿Tenés puchos?” Yo te ofrecí mis Gitanes sonriendo pero cagado de susto por dentro. Tenías unos ojos que parecían el borde mal abierto de una lata de tomates. Me imaginé que a la primera pitada ibas a largar los pulmones pero no se te escapó ni un suspiro. “Por fin alguien que fuma de verdad”, dijiste con el cigarrillo colgando de tu boca. Me mirabas con un solo ojo, cíclope ahumada por el hilo azul que subía desde la braza. El tabaco se quemaba lentamente y yo por dentro sentía una olla a presión en el corazón.
“¿Qué hace un tipo como vos acá?” Acá era un boliche de Ingeniero White, muchos rufianes jugando naipes y tomando ginebra, dos o tres minas con tipos que seguramente eran sus fiolos y algunas mesas de billar. Justo a darle al taco y a las bolas fui yo, con el Ruso David y el Gordo.
David era hijo de un joyero que también llevaba una mesa de dinero. El dueño de este boliche le debía más de una vida de trabajo al padre de David, así que el Ruso cada tanto se daba una vuelta, se jugaba una partida de billar, se emborrachaba de vino barato y después se hacía llevar, todo a cuenta de la deuda.
Yo era de Coronel Suarez, bien paisano, bien pueblerino, estaba estudiando agronomía. El Ruso y el Gordo eran mis compañeros. Conocía muy poco Bahía Blanca, pero me habían hablado de White. Medio Chicago decían que era este Guait. Como todo puerto, lleno de cantinas con marineros hambrientos, perros callejeros que desaparecían con la llegada de los buques cargueros coreanos, putas viejas que se sacaban la dentadura postiza para besarte, boliches como este donde el tango se respira, contrabandistas y malevos de toda traza. En fin, se sabe, un puerto con mil historias.
Vos me estudiaste largo rato con un ojo lacrimoso por el tabaco negro, me miraste descaradamente el culo mientras me inclinaba en la mesa, calculando el mejor tiro y la carambola más notable, todo para que no dejaras de mirarme. Casi rompo el paño. “¡Qué hacés boludo, si rompés el paño lo pagás vos! Yo te traigo para jugar y chupar, no para que hagas cagadas, Paisano.” El Ruso me retó como si fuera un chico y vos te reíste con una risa de vida demasiado vivida.
“Vení Paisanito, vení que yo te consuelo” Estabas sentada en una banqueta alta, cerca del mostrador, sonreías con tu sonrisa quebrada de mil vidas, tenías cerca un vaso de vino tinto y las piernas enfundadas en el vaquero sucio se abrieron como invitándome. Me acerqué fingiendo seguridad, como si supiera dónde iba. Me dibujaste una boca nueva con tu beso y yo me apoyé en vos demostrándote mi gratitud por el bálsamo. “¡Ja! Parece que el Paisano no es tan gil Ruso, seguro que esta noche va a hacer mejores carambolas con sus propias bolas y su propio taco.” La risa del Gordo, siempre medio asmático, me aceleró para hacer lo que no pensé.
“¿Vamos?”, te pregunté. Vos ni siquiera tuviste dudas, me agarraste de la mano y me sacaste a la noche de diciembre. Del lado del mar venía un airecito que metía agujas debajo de la camisa, pero yo tenía tantas ganas de seguir tomándome el gusto a tabaco y vino que había en tu boca que no le presté atención.
Fuimos por calles de laberinto. Cada tanto te agarraba y te metía la mano debajo de la remera verde loro. Tenías unos pechos chiquitos, que se fundían en mis manos. Tu lengua me buscaba el corazón desde la boca.
Al final llegamos casi hasta el mar. Era un dock de carga, encontramos un hueco perfecto entre algunos de los enormes containers y por la forma que tenías de moverte me di cuenta que esto era cosa sabida para vos.
Qué puedo decir de esa noche. Que me eché un polvo de ficción, demasiado crudo. Que el cielo se abrió y pude ver el otro lado de la luna, demasiado místico. Que me clavaron mil puñales calientes en el alma, demasiado melifluo. Fue como si por un instante me hubieran permitido asomarme al cielo para después decirme que era el infierno.
Yo tenía los pantalones enredados en los tobillos y la espalda apoyada contra la fría chapa del container naranja. Estábamos los dos sentados, sudorosos y en silencio, mirando la nada. “¿Te quedan puchos?”, preguntaste mientras hurgabas en mi camisa. Prendimos un cigarrillo cada uno y nos quedamos otra vez callados.
A pesar de la oscuridad yo sentía tus ojos midiéndome, peleando entre tu necesidad de hablar y tu pose de estatua de plaza. Escupiste a un costado y suspiraste como decidiéndote. Así, entre pitadas y sin lágrimas, me contaste casi toda tu historia. Una vida fácil de contar, cortita, repetitiva, monótona. Pero una existencia imposible de vivir y seguir sonriendo, aunque fuera una sonrisa quebrada como la tuya.
Terminaste de hablar, le diste la última pitada, seca y fuerte al pucho, lo tiraste y te pusiste la piel encima otra vez. Dejaste de ser un par de ojos con bordes oxidados, dejaste de ser un mar sucio y lleno de vida, dejaste de envolverme con tu aliento a tabaco y vino. “Chau, Paisano”, me dijiste cuando me dejaste en la parada del colectivo. Ni siquiera esperaste a que el bondi llegara, te fuiste caminando sin mirar ni una sola vez atrás.
Después de eso las cargadas del Ruso y el Gordo fueron cosa diaria, yo no les hacía caso pero por dentro me mordía los codos para no preguntar. Hasta que no aguanté más, habían pasado más de cinco meses después de esa noche pero no podía despegar el regusto amargo y dulzón a vino y cigarro que me había dejado tu boca.
El Ruso me miró con cara de lástima. “¿No te conté? La flaquita se mató, hace como dos meses ya …” La sangre me empezó a bombear en las orejas, así que ya no pude seguir escuchando lo que me decía. Me mareaba, veía al Ruso poner su mejor cara de compasión inexistente mientras movía los labios y explicaba. “Bebé, puta, padre borracho, golpes, raticida.” Todas palabras sueltas que a gatas me permitían reconstruir lo que había pasado.
Estuve como dos meses más enroscándome sin saber por qué, hasta que una noche, mientras caminaba por el centro, me subí al 14 y saqué un boleto para White. Llegué de memoria al boliche donde con tu remera verde loro me pediste puchos. Me senté en una mesa y pedí un vino. Tomé cuatro vasos, pagué y medio atontado me volví a la pensión. Volví otras noches más, siempre solo, repitiendo un ritual que me acababa de inventar.
Me hice compinche de los rufianes. Aprendí a jugar al mus. Una puta me sacó la tristeza gratis en el depósito del boliche, entre ratas y cajones de alambre con botellas de vino vacías. El dueño me regalaba un toque de ginebra, de la buena, algunas noches. Fumaba Gitanes como un desaforado, mientras tomaba vino barato, del peor. Buscaba la combinación exacta de tabaco y alcohol que me recordara el sabor de tu boca.
Las noches se fueron haciendo cada vez más lejanas unas de otras. Hasta que de golpe dejé de ir. Tu recuerdo también se fue diluyendo hasta que, en quien sabe que momento, quedó guardado en un cajón oscuro y lleno de humedad que no volví a abrir. Hasta hoy.
Almorzaba con la gente de la semillera y del seguro, hablábamos de la cosecha, del rinde, del granizo y de los nuevos tractores. Esperábamos que viniera el almuerzo mientras tomábamos una copa de vino. Yo aproveché para fumarme el puchito de antes del almuerzo, y entre chiste y chiste me mandé un buen trago del merlot que Juan, de la semillera, pidió.
Si un rayo me hubiera caído en la cabeza me habría dolido menos. Pero ahora, justo cuando ya ni me acordaba de esa búsqueda, venir a encontrar el mismo gusto que tenían tus besos de esa noche.
No pude terminar el almuerzo. Fui al supermercado y me compré una caja de ese mismo merlot y en el quiosco pagué un cartón de cigarrillos.
Ahora estoy sentado en la cocina de mi casa, fumando como un desaforado y tomando copa tras copa de vino. Y sigo sin encontrarte, aunque tu sonrisa quebrada me mire con bordes de lata en el fondo de la botella.


Texto agregado el 28-08-2002, y leído por 968 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
21-01-2003 Simplemente excelente... más de 1900 cuenteros en esta página... y eres, para mí, la mejor. Por favor, envíamen tus sugerencias después de leerme. Me gustaría saber de tí más seguido. Un abrazo colombiano. gustavoandres
11-01-2003 Eres intensa en tu relato y verdadera como si lo hubieras vivido. Me ha gustado mucho williemay
29-08-2002 No lo habia terminado de leer cuando ya tenía listo el paquete de cigarrilos Piel Roja, el café frio y le vodka helado, para olvidarme del narcótico sabor de sus besos. (Recordé al reves mi propia historia) Gracias. piratrox
29-08-2002 Me ha encantado tu cuento. azul
 
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