El cuchillo rasgaba desde el cuello hasta la entrepierna. Veía salir el relleno a borbotones, a veces rojo y a veces verde cual sangre de marciano.
Cortes limpios, pulcros y el desangrar de lo que serían sus tripas falsas. Mi dedo los dibujaba, desafiando la costura que unía la panza del peluche favorito de la Cata.
Es que nunca, nunca tuve el peluche que quería, ése que cimenta el arquetipo, que define la idea madre de 'peluche'. Y yo quería uno así, justo como el que la Cata lucía todas las tardes colgando de su brazo, medio asfixiado por el exceso de cariño.
No quería romperlo y ya. Quería el disfrute de destrozarlo lentamente, el goce de las lágrimas de la Cata. Sus manitos empuñadas de rabia, los consuelos vanos de su madre, la maravilla de lo irreparable sin costos asociados, (Eso lo supe más tarde, en ese entonces sólo cerraba mis ojos e imaginaba en detalle).
Toda vida tiene una estrategia y la mía fue siempre justo así: cerrar los ojos y lanzar las canicas de mi hermano menor al retrete, cortar a ras la larga y rubia cabellera de Amparo, echar el chaleco azul de mi madre a la chimenea y ya en la adolescencia dejar el cassette estrella de Michael Jackson, tesoro de mi prima Sonia, a pleno sol. Nada de esto sucedió, pero saborear las imágenes en mi mente me libró de mi irrefrenable compulsión y de más de un castigo.
No paró allí, aún en la vida adulta choqué mentalmente el Audi de mi jefe, desplomé el avión en que venía el maldito novio de mi mejor amiga que nunca supo de mi existencia e intoxiqué a docenas de mujeres hermosas, entre otras muchas intervenciones inofensivas y placenteras.
Sólo al pasar de los años, cuando mi pequeña sobrina Lucía mostrara rasgos de similitud con mi afición, decidí que era tiempo de poner freno al asunto.
En la oficina de mi psicoanalista, descubrí, vía lágrimas y pañuelitos de papel moqueados, que los mejores momentos de mi vida eran todos producto de mi imaginación. No había un sólo hecho que pudiera contar con el detalle y la pasión de mis sueños de desquite. Entré en pánico. Por fortuna, el tipo que me miraba y anotaba feliz en el sillón del frente, se ganaba su paga.
-Mire, Rebeca, todo esto que usted me cuenta es normal. Todos tenemos deseos ocultos. En el fondo, usted es una buena persona y su tendencia a fantasear sólo es una manera de sublimar sus impulsos. Tal vez, debería darse permiso para hacer algunas de las cosas que sueña, las menos graves por supuesto, y ver qué pasa, qué siente cuando la situación es real.
Me sentí algo aliviada. Sólo tengo que darme permiso, pensé.
A la salida, me demoré más de la cuenta y me di maña en desconectar su grabadora de mensajes. En verdad, yo siempre quise que la gente me llamara para pedirme ayuda. Se sintió tan bien hacerlo. Lo único que no le dije al psicólogo y me preocupa es que, últimamente, cada vez que veo a Joaquín (el marido de mi hermana) arrellanado en el sofá, se me ocurre que es un peluche gigante. Igualito al que tenía la Cata. En fin, sólo tengo que darme permiso y ver qué pasa. |