Neverland
I
Cuando vi su mano se me cayó el mundo encima. Difícil no adivinar que aquellos rasgos femeninos que apenas vislumbraba a través de mis ojos opacos, desbaratarían de nuevo todos mis planes. Con un gesto rápido, atrapó una de mis largas orejas y de un impulso me reflotó hasta la superficie del agua. De la misma oreja me suspendió con pinzas a un tendedero como un mero peluche y me tendió del nylon azul, mientras gruesas gotas que se escurrían de mis patas, borraban el reguero de mis lágrimas. Desfallezco en vano ante los intentos inútiles de huir de este mundo aburrido y hostil, al que la pequeña ladrona de peluches me ha destinado. ¿Pero cómo puede escapar un conejo, puro poliéster sintético sin motor, de este rancho dónde reina esta niña caprichosa, que no sabe leer en el corazón de sus juguetes? ¿Cómo puedo morir en el mundo real si pertenezco al mundo de la fascinación?
II
El día que me precipité desde el ventanal, dónde la estridente pecosa me había abandonado, tampoco tuve suerte. Milagros, que así se llama la criada (también mi ángel custodio), acertó a pasar justo debajo, con una carretilla llena de alfalfa para los caballos. En varias ocasiones he terminado maltrecho, pero en sus manos. Milagros es demasiado sensata como para escamarse con mi omnipresencia, ni siquiera sospechó cuando me rescató de la boca del mastín; se limitó a recomponer con paciencia mi pomposo rabo, ante los gritos de la manilarga que sollozaba por el percance, pocos segundos antes de dejarme tirado, todavía herido, al borde de la pileta.
III
Hace tres días que me seco al sol. Tiempo he tenido para ver el vaivén de la casa a lo largo de las horas. Ni que decir tiene que la más garbosa y trabajadora es mi benefactora. La estoy conociendo a fondo. Mis ojos la persiguen no sin cierta esperanza que me disuada de intentarlo de nuevo. Puede ser que a estas alturas me halle un poco engañado por el deseo, o alucinado por tanto secado al sol, pero algo me dice que ella sí que tiene un niño dentro. La he visto hablando sola, menear las caderas a ritmo de salsa mientras escoba la hojarasca del porche, echarles grano a los pájaros silvestres cuando nadie la ve. Esta mañana, ha tenido el detalle de colgarme de la otra oreja, no sin antes haberme sacudido unos azotes en mí mullido culo y decirme “De aquí no escaparás”. Me hace pensar en ayer, jugando a todas horas, riendo, siempre cantando, un día rey, otro mendigo, jugando, siempre jugando, jugando sin parar. Desde el día que me sacaron del celofán hasta el lóbrego día del rapto, no hice otra cosa que jugar.
Ahora comprendo bien que estaba viviendo en el mundo mágico de los sueños y que los sueños escasean, pero presiento que Milagros va a devolverme al mundo de la infancia; lo sé con certeza cuando escucho que habla y que se dirige a mí, “Voy a peinarte un poco, Buggs, y nos vamos para mi casa, que aquí no parece que vaya a sucederte nada bueno”. Me ha quitado la pinza de la oreja y a la vez la he visto sonreír; creo que me ha guiñado un ojo. Tendrá que esmerarse con la faena de peinarme, porque se me ha puesto el pelaje de punta. Buggs es mi nombre, así me llamaba Michael Jackson.
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