“No sé si otra cosa puede relacionarse tanto con matar a alguien. Al menos siempre lo sentí así, desde esa mañana, cuando ante las primeras luces del día enfilé para mi casa con un tranco pesado de condenado.
Creo que la noche transforma, propicia la metamorfosis. Durante el día no somos más que normales, tipos con vestiduras más o menos comunes, ordinarias y típicas. Pero cuando brota la luna en el cielo emerge una sed imperiosa de cometer algo que rompa con el silencio del tiempo, que nos haga más perfectamente mortales. Que modifique la quietud, el orden establecido, esa inercia que instala el día.
Recuerdo que apenas salí de aquel tugurio de mala muerte, respiré con liviandad como quitándome una chaqueta de plomo. Por un rato no tan extenso, pude valerme de esa sensación pura y genuina del logro espiritual. Pero al cabo de un tiempo minúsculo, cuando se enciende la transición, comprendemos que hemos sido criminales, que hemos actuado con desdén, en un extraño exorcismo del alma”, escribió con una caligrafía no tan impecable el Dr. Julio Mansilla Torres en un cuaderno de notas que religiosamente transportaba en su portafolio de trabajo, en el ágora de la tardecita mientras tomaba un café solo, con una barba grisácea inusual, en un bar cuyo ventanal de vidrios despejados daba a la plaza principal.
Escribía y frenaba en pequeños intervalos para sobarse las manos temblorosas. No sé qué era, quizás un descargo, o deshollinar para captar una idea general que pudiera categorizar sus actos. Julio siempre pasó los hechos por el cedazo de la razón, como buen hombre de leyes, como discípulo y peregrino de la ilustración francesa. Sin embargo desde aquella noche fría de mayo, sus juicios comenzaron a desencajarse, a toparse con los instintos, y lo que era peor aún: con la tortura personal de haber matado a alguien.
“Entré rápidamente, cegado por el deseo, y la elegí entre siluetas achacadas y marchitas que desfilaban por un pasillo de cemento con olor a cigarrillos apagados y sahumerios marinos. Era distinta y hermosa. Tenía la cara blanca y redonda como una muñeca de porcelana. Su altura rondaba el metro sesenta, con tacos de aguja y un escote prominente donde irrumpían sus senos como pequeñas y redondeadas colinas blancas. No pude dejar de mirarla, creo que cuando me habló con su voz aflautada, de niña en proceso de pubertad, me quedé pasmado de placer en el sillón de cuerina. Soy Mara dijo entre dientes, con un gesto miedoso de cachorro huérfano, mientras la madame Silvia vigilaba con ojos de águila desde la puerta de la cocina”.
El doctor no vaciló. Con movimientos apresurados y la respiración agitada llamó rápidamente a la madame y le indicó que pasaría con la más jovencita. La muñeca de porcelana y pechos como pequeñas colinas blancas, que lo deslumbró al atravesar esa cortina escocesa que dividía la cocina del living en un tugurio de luces violetas y olores nauseabundos.
Aquella noche marcaría una fisura en el porvenir del Dr. Julio Mansilla Torres. Hombre acaudalado y pulcro, padre de dos hijos adolescentes, marido de ama de casa, dueño del estudio jurídico más importante de Bahía Blanca. Pero simultáneamente aquella noche otoñal sería inolvidable para Mara Rossi: la niña de doce años que tendría su primera relación sexual con un letrado de traje y corbata, en una pieza sin ventanas del cabaret clandestino donde su tía Marta la obligó a entrar para que en su mesa no faltara comida.
El viento golpeaba los postigos de las casas en la noche del martes, zumbaban motores de autos a algunas cuadras y de vez en cuando algún ladrido quedo de perros callejeros. El resto era un absoluto silencio, el sosiego tradicional de un día laboral en una ciudad con engranaje de pueblo.
Mara se quitó la remera con torpeza, enredándose en los rulos y sacudiendo bruscamente la cabeza. El doctor la aguardaba en la cama, sentado, con su corbata floja, descalzo y la mirada fría de un asesino a sueldo.
“No podía sacarle la vista de encima. Nunca imaginé que una niña pudiera provocarme un placer sin límites, capaz de inmovilizarme, capaz de sacar lo más absurdo. Contemplé su desnudez, hasta que me saqué de quicio y la traje conmigo. La abracé y la besé con vehemencia, con rudeza. Mientras ella más se aterraba, más me excitaba. Creo que en algún momento la oí gritar e insultarme. Creo que también la vi temblar de miedo, erizarse de purísimo miedo y rasguñarme la espalda con sus uñas filosas hasta lastimarme. Sin embargo nada trabó el frenesí, ni esa lujuria despiadada de absorberla, de apoderarme de su cuerpo, descubrirlo entero hasta sentirlo como una mera extensión del mío”.
Olor a sexo, humedad y sangre se mezclaron en ese perímetro de tres metros al cuadrado en apenas media hora. Julio terminó echado boca arriba con la mirada posada en el techo, donde colgaba paradójicamente una virgencita de Luján fluorescente por el reflejo de las luces violetas y la mismísima oscuridad. Mara, se acurrucó en posición fetal, inmóvil, con los ojos hinchados, las nalgas mutiladas y un hilo de sangre caliente cayéndole de la comisura de los labios. Apenas jadeaba y balbuceaba insultos al aire. Le pedía que se fuera para siempre de esa pieza inhóspita.
El doctor fumó pacientemente, se vistió, le arrojó un fajo de dinero y se marchó con un portazo rudo que sonó como un trueno. Un punto y a parte estruendoso, un tiro de gracia para alguien.
Luego salió silencioso, con el traje sobre el hombro derecho, el flequillo hacia un costado, una mueca congelada en su rostro y esa primera sensación de felicidad maldita, de haber fulminado el hambre pero vorazmente, como una hiena que devora buitres podridos en la tierra.
“Sin embargo en una hora, el efecto anómalo del sexo no correspondido se esfumó para convertirse en una imagen tétrica de una niña que llora sin cesar. A veces me asusta, otras me vuelve a provocar un placer infinito que no logro domesticar. Pero, en realidad, no se quién no lo logra domesticar. Si yo, o el doctor. Si quien escribe esta carta, un sujeto más bien oscuro, con una barba rala y letra dispersa, o ese doctor del estudio que no deja nada librado al azar. De a ratos pienso que la maté y por eso persiste casi fantasmalmente en mi cabeza. Pero de a ratos pienso que el Doctor murió y por eso intento escribir algo que lo pueda devolver al mundo de los reales” concluyó Julio con letra aún más torcida. Cogió su saco y se marchó sin pagar del bar, rumbeando para un lugar que no era su casa. Caminando solo, rascándose la barba, y con esa extraña sensación de que alguien, de los suyos, de su mundo, había muerto súbitamente.
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