No, no era una oda a la consecuencia. De ningún modo. Sólo deseaba ser un niño, y ya es sabido que los niños se caracterizan por ser inconsecuentes. Su talento era bailar al ritmo de las esferas, en otras palabras, se movía al compás del estallido hiperpotente de una supernova y era tal la magia que ponía en ese empeño, que miríadas de estrellas, recomponían sus ritmos para danzar con él. Su misión en esta vida era jugar, jugar siempre, pese a que algunos quisieran lucrar con sus luces y tratar de sistematizar lo que no tenía orden.
Ante todo eso, se rebelaba, se desgañitaba y hasta en ese trance, su sustantivo vagido poseía musicalidad inusitada. Entonces, hordas de seres que acudían tras esa prestidigitación vocal, caían desvanecidos, sordos a toda sensatez, abducidos por esas notas desgarradoras que les hacían presentir que el infierno estaba acá, a ras de piso y que sólo la persecución de aquellas sonoridades los elevaba al anhelado cenit espiritual.
Excéntrico, como un niño, o como un loco, daba impulso a todas sus fantasías, a todas, no existía lo increíble para él, lo limitado se prolongaba hasta hacerse ilimitado y la Nada parecía sustanciarse en sus parajes de ensueño. Se transmutó, por ello, cambió todo lo trocable y hasta él fue un personajillo camaleónico que se sumergía en egoístas ensueños, cristalizándolos más tarde en realidades absolutas.
Pero, un túnel oscuro pretendió succionarlo y extendió sus fauces aleccionadoras. Él, herido, sin sus alas, mustio como una flor desgajada, guardó silencio y el baile y los vagidos aquietaron su impetuosa naturaleza. Se perdió en los extramuros de la sociedad permitida, mimetizó su andar y ya no produjo éxtasis ni locura. A ningún astro le está prohibido danzar en la ronda celestial, del mismo modo, a ningún niño se le ocultan sus parques de juegos.
Y cuando quiso regresar a sus andanzas, se miró al espejo y contempló las huellas que otros seres ocultan con excusas existencialistas, jugar, siempre jugar, no, se sentía cansado. De todos modos, intentó sobrevolar sus miedos, pero, algo frenaba sus expectativas. Ya nada era igual.
Y así, sin senderos enrevesados que condujesen a carruseles y luciérnagas encantadas, sin el desmedido apetito por aquello que acendraba su naturaleza, se abandonó y se dejó arrastrar por ese río anchuroso que conduce al misterio.
¿Moraleja? No la hay. Sólo el silencio respetuoso que siempre imponen los seres que se alejan y nos sumen en mil preguntas, todas sin respuesta, tales como puertas que esconden innumerables secretos…
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