Demasiado tarde para refugiarnos en el espejo de la hierba que flotaba con la ceremonia. Y aunque el negro latía entre los verdes como un oasis de tristeza, el cortejo se detenía en las horas de las almas que abrigaban esta procesión, deleitando el deceso de los muertos. Me acerqué al coche junto al vidrio, el nombre estaba allí entre el índigo y dorado de las letras como un monstruo oscureciendo aún más la eternidad. Seguí aferrada a las huellas mientras el trayecto de los árboles despejaba lo monótono y la tarde caía desdichada en los senderos. Ya no importaba la locura, los incesantes comentarios, la cárcel o el exilio, la muerte había concluido en aquel paisaje rígido. Después, los hombres descendieron junto al féretro con sus pasos firmes, soportando la gravedad en sus espaldas, el dolor, la soledad, mientras la tierra caía desde lo alto de la fosa como una interminable catarata de sueños que nada cambiaría. Luego los rezos justificatorios, las aves recorriendo a los mortales, la suavidad del viento irrigando el laberinto de lápidas y placas. Una promesa, una flor, el olvido, las tenues caras bajo el agua de sus lágrimas, algún milagro, la humanidad girando en interminables lazos rígidos. Y mi alma expuesta al gesto de sus rostros en una eterna serenata, habitando lo difuso y subterráneo, tiesa, informe, bajo el canto de los ruegos tangibles e infinitos...
Ana Cecilia.
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