Lo primero que sentí aquella mañana al salir de mi edificio, fue aquel insoportable e impregnante olor a mierda de caballo. Me fue prácticamente imposible disimular la mueca de asco que me nacía, tratando inútilmente de tapar mi nariz evitando la pestilencia. Finalmente, no me quedo de otra que acelerar el paso para alejarme lo más rápido posible de aquella hediondez.
Media cuadra más allá, la calle comenzó a poblarse de manchas oscuras que se dispersaban por todos lados. No cabía duda, el insoportable olor que me llevaba persiguiendo provenía de aquellos pedazos de excremento de caballo que se apoderaban del asfalto. No podía dejar de preguntarme cómo un animal podía ser capaz de producir tamaña cantidad de nauseabundos caminos de deshechos. Y no era solo yo el que se asombraba ahora del maloliente panorama, la gente se detenía a compartir con otros su marejada de quejas respecto a la situación, y algunos vehículos comenzaban a patinar en lo que algún gracioso caballo nos había dejado como obsequio.
Llegando a la oficina, el olor empeoraba. Ya no era uno que otro manchón café, si no que la misma acera se poblaba de charcos de la repulsiva sustancia. Las nauseas comenzaban a invadirme, cuando alcancé la puerta del edificio donde trabajo y me apresure a internarme y protegerme dentro de sus paredes.
Pero aún sentado en mi escritorio, y en un piso dieciséis, la pesadilla no se alejaba. En un minuto llegué a pensar que era producto de la larga exposición al mal olor a la cual había estado, pero mis sentidos no me fallaban, aún podía percibirlo, y era tan potente que era como si alguien hubiese dejado un poco de aquella asquerosidad a mi lado.
A lo largo de la jornada laboral, trate de olvidar el tema, pero aún no podía sacarlo de mis narices. Conversé un rato con algunos compañeros que seguían mis mismas inquietudes, ante lo cual cada uno aportada con sus propias teorías: que durante la noche un camión proveniente del establo se había volcado y rociado su contenido en la calle, que era una muestra de arte moderno en la que un artista desequilibrado no había encontrado nada mejor que decorar la ciudad con adornos tan sofisticados, o unas más descabelladas, como que durante un experimento científico se había creado un caballo de inmensas proporciones, el cual no habrían logrado dominar y se habría escapado.
Cuando dio por fin la hora para dar termino a mi jornada laboral, me retire deseando que al salir a la calle no me encontrase con tal espectáculo nuevamente, pero eran ilusiones, allí continuaban esas horrendas heces que reinaban por doquier.
Caminé todo el trayecto de regreso con la boca y la nariz tapada por mi mano, mientras que cada paso se hacía eterno por las repulsivas bocanadas de aire que acosaban mi respiración.
Ya de vuelta al punto de partida de mi viaje diario, me encontré con que el portero del edificio estaba sentado en un murillo mientras reía a sus adentros ante el panorama. No pude evitar preguntarle que le causaba tanta gracia, ante lo que me respondió, aún con unas risotadas atascadas en su garganta, que lo vivido aquel día no había sido nada más que resultado del ataque de un loco que había decidido rosear la calle con tan adorable aroma.
Se había escapado de su asilo, dirigiéndose al establo cercano al lugar de donde durante varias semanas había estado recolectando los excrementos de los caballos, para después concluir su hazaña con la exposición que todos habíamos presenciado. Mas adelante, durante su detención, este habría alegado inocencia, diciendo que solamente había hecho esto para abrirle los ojos a la gente a la realidad, mezclando este hedor que resultaba totalmente inofensivo comparado con uno considerablemente peor… ese que está presente todos los días, el que producimos todos en conjunto, no solo con desechos y tóxicos, si no que con el ambiente que generamos como sociedad, egoísta, egocéntrica, poseedora de una ceguera tan grande que aniquila a quien quiera que se ponga en su camino, incluyendo los propios medios que le permiten vivir, algo que llega a oler de forma mucho peor que esos deshechos de animal.
No se que pasó con aquel hombre después, y el tema se olvidó rápidamente pues los de la municipalidad no tardaron mucho en quitar la suciedad de las calles. Pero ocurrió algo curioso, y es que el insoportable aroma a mierda aún no se logra ir y convive bajo mis narices con tal intensidad como en ese día en que esta anécdota comenzó.
Quizás después de todo, algunos locos no están tan locos.
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