No pensaba mucho últimamente y las cosas se le olvidaban cada vez con más frecuencia, y aunque se estaba acostumbrado a eso muy dentro lloraba esa pena. Los dolores del cuerpo también habían pasado a ser una constante en esa cama, toda clase de dolores. Sus movimientos eran pocos, y rara vez bajaba de su lecho para ir a la sala de estar y juntarse con los demás viejos. Lo angustiaba no reconocer las caras, o los espacios; ni que hablar de los nombres. Por lo que era mejor quedarse ahí postrado, en su propio mundo.
Había oscurecido hacía un par de horas, ¿o más?. Ya no lo recordaba, además de su enfermedad el tiempo era loco en ese asilo.
El tiempo era loco en muchos lugares.
Pero más en el suyo. Si señor, más en el suyo.
Miraba a través del ventanal frente a su cama, afuera había luna llena, la podía ver por entre las ramas de un palo borracho. Era hermosa, al igual que la noche. Apenas podía distinguir el verde muy oscuro del césped y la brisa dibujar pequeñas olas sobre él, pero veía bien, muy bien.
Más allá del palo borracho, tal vez a unos 40 metros había una lomada, pero ya no recordaba que había del otro lado. Si era que alguna vez la había cruzado, lo dudaba, pero no del todo.
El ventanal que daba hasta el piso estaba raramente abierto, nunca lo dejaban así; y la brisa de la noche aprovechaba el descuido para entrar a borbollones y rociarle la cara de frescura. Respiró hondo y se permitió sonreír, haría un esfuerzo por recordar eso al otro día, de no poder lo disfrutaría al máximo.
Pero la sonrisa se le borró, entornó los ojos haciendo un esfuerzo y distinguió mejor lo que estaba apareciendo por sobre la lomada. Era un pequeña figura que iba surgiendo con un lento andar.
“Una niña”, se dijo.
“Imposible a esta hora”, ¿pero que hora era en realidad?. ¿Era de noche o sus ojos le jugaban una mala pasada?... podía ser, todo podía ser en su mundo.
En efecto era una niña, parecía llevar algo en una de sus manos que bamboleaba con su marchar despreocupado. No podía quitarle la vista de encima, como si ella así lo quisiese. Era extraño, pero podía verla sonreír a pesar de toda la oscuridad, la veía con claridad.
Hasta que llegó a los pies del ventanal.
Fernando abrió tan grande los ojos que el frío le entró por debajo de los párpados, entró por ahí y se desparramó por todo su viejo cuerpo haciendo que los huesos recuperasen el dolor que le había quitado el cóctel de medicamentos.
La conocía, conocía a esa niña.
Sonrió, enmudeció; regresó la sonrisa y volvió a desaparecer. Le temblaba la comisura de los labios y las rodillas, no se dio cuenta de que un hilo de baba le caía hacia el pecho.
Conocía a la niña, y también al aparato que colgaba de su mano. Una máquina con su cíclope mirada que parecía recriminarle el tiempo que le había sido robado, un cuerpecito negro que creyó nunca más volver a ver. Le dio las gracias a su enfermedad por no recordarla antes, pero no tanto en ese momento.
-El tiempo es más loco en mi mundo- dijo Fernando desde la cama.
La niña no hizo ningún gesto, solo quedó ahí; sonriendo.
Un graznido, un batir furioso de alas.
Se le heló la sangre y se meó en la cama.
-Cosas raras ocurren en el campo...- dijo la niña con una extraña voz de hombre.
También conocía la voz.
-...cuando muere el sol- completó el viejo con terror.
Y se largó a llorar mientras la niña caminaba lentamente hacia él, sonriendo.
Regresando.
2
Escondió como pudo la cámara dentro del portafolios de cuero marrón, hasta le había dado las espalda a la puerta de su habitación por las dudas de que alguien irrumpiese sin golpear como hacían siempre. Ser hijo único no le daba mucha privacidad, siempre estaban sobre él; pero también tenía sus ventajas.
Había visto un cartel en el colegio, “concurso profesional y amateur de fotografía”; y esa era una de las ventajas. Los caprichos de los hijos únicos rara vez eran negados, y en ese momento se había dado cuenta cual sería el próximo.
Una Canón. Sus padres estaban bastante bien colocados en la sociedad y él podía darse el lujo de pedirla, pero tampoco era tan fácil. Salvo que esta vez si, era su cumpleaños número 12.
Pero había algo más en todo eso, una rara sensación le corrió por las venas al leer el letrero, algo que nunca antes había sentido.
Leer el anuncio fue como si su cerebro hubiese absorbido un potente estimulante, le aceleró el pulso hasta sentir los bombazos del corazón en los oídos. Hizo un gran esfuerzo y le dio la espalda al cartel, pero su corazón sintió otro golpazo.
Para él parecía que Josefina caminaba sin tocar el piso, envuelta en una nube brillante. Y sabía que nunca estaría más cerca que esa nube, hasta tal vez ni llegase a estar a cinco centímetros de la nube misma. ¿Pero que importaba si podía robarle una sonrisa, al menos eso?.
No era el premio en dinero lo que le interesaba, sino que su fotografía saliese publicada en la revista local y que ella viese su nombre bajo la foto, solo eso, no pedía nada más que eso.
Salió de la casa cargando el portafolios y la cámara dentro, salió a la ciudad en busca de “su” fotografía. Pero solo después de horas de andar las calles se dio cuenta de que no sería fácil, cada cosa que veía parecía esconderse en si misma.
Ni una sola imagen interesante, nada.
El sol le quemaba en la cabeza y su estómago no tardaría en pedir algo más que unas galletitas y una taza de leche.
Buscaba con la mirada como un esquizofrénico con alucinaciones paranoicas, llevaba el cuello del un lado al otro y los ojos danzaban frenéticamente como si se tratasen de unos péndulos bajo una tormenta de verano. Y la impaciencia se estaba haciendo notar, debían de ser las seis de la tarde y el sol comenzaba a flaquear aunque todavía se mantenía con fuerzas. Y fue en ese momento que comenzó a ocurrir, fue cuando el chico bajó la vista del sol y sus ojos trataban de volver a acostumbrarse al paisaje que vio al viejo sentado en la barandilla de un paso nivel.
Supo en ese momento que no buscaba la imagen de un paisaje ni mucho menos, lo que necesitaba era la fotografía de una persona, alguien como la que estaba sentada en la baranda del paso nivel. Fue como un golpe en la oscuridad que de repente te llena la vista de miles de puntos luminosos.
El viejo estaba de perfil a Fernando, inmóvil.
Detrás de él, en la cima de un gran roble, un murmullo comenzó a latir mientras el sonido de alas batiendo tomaba fuerza. El chico volteó para poder ver la copa del árbol, pero no había nada ahí, solo el viento jugando con las ramas secas.
Le dio un escalofrío.
Volvió la vista al frente, el viejo seguía ahí, pero ya no estaba sentado. Se estaba alejando del paso nivel, sus pasos tomaban dirección hacia la escuela Agrotécnica en las afueras de la ciudad. Suponía que el viejo debía de tener unos ochenta años más o menos, pero al verlo caminar le pareció estar viendo a un pibe de veintipico encerrado en ese vejestorio.
Al verlo alejarse decidió seguirlo, ¿qué tenía para perder?. Era solo un vagabundo por lo que podía apreciar... aunque, los vagos en la ciudad la mayoría de las veces estaban alcoholizados. Pero a ese hombre nunca lo había visto, al menos eso creía.
El chico lo seguía a unos prudente veinte metros, había intentado llamarlo un par de veces, pero solo había conseguido emitir un pequeño hilito asmático como si le costase respirar.
Había colocado el guardapolvos dentro del portafolios y sacado la cámara, la llevaba al cuello, pues le resultaba bastante molesto caminar con las dos manos ocupadas, aunque el golpeteo de la máquina contra el pecho no era de lo más regocijante a decir verdad.
No se había dado cuenta de cuanto había caminado, pero en ese momento se puso a ver en derredor.
Se asustó.
Había caminado mucho, muchísimo.
Le había costado darse cuenta de cual era la calle por la que andaba, como cuando uno se acuesta en otra cama y despierta en medio de la noche y se siente desorientado por un momento. Después de unos segundos se ubicó, era una de las tantas que se perdía en la inmensidad de las quintas de cítricos. Piedras y arena, las primeras de vez en cuando hacían que resbalase sobre el camino y la segunda se metía en los zapatos y raspaba a través de las finísimas medias de vestir.
De repente el anciano se detuvo en medio de la calle de ripio, bajó la cabeza ladeándola apenas como si estuviese haciendo un esfuerzo por oír un sonido lejano.
Un ave chilló en la altura de un eucalipto, al chico se le antojó un ave enorme y voraz. Un águila tal vez, pero el ave más grande por esos pagos era el Chajá y nunca había visto uno vivo, solo en el museo.
Fernando también quedó paralizado en medio del camino que llevaba al centro de... de algún lado. Se llevó la mano libre lentamente hacia la cámara, como si esta contuviese la formula para desvanecerse de ese lugar y aguantó el aliento.
En ese momento el chico se preguntó que era lo que estaba haciendo ahí solo, siguiendo a una persona que no conocía y que podía llegar a ser un depravado sexual. Pero simplemente era más fuerte que él, todo lo era. Josefina, el concurso... los pájaros.
Otro chillido lo sacó del pensamiento, este fue un poco más fuerte que el primero que de por sí había sido bastante abrumador para él.
El viejo levantó un brazo hacia la altura de uno de los tantos árboles de esa pequeña forestación y algo se movió salvajemente entre las hojas y ramas, pudo apenas divisar una sombra debatirse entre ellas y luego lanzarse al vacío.
Era el ave más grande que había visto nunca, muy parecida a un cuervo pero sus dimensiones sobrepasaban a esta especie. Fue directamente en picada al lugar donde se encontraba el viejo, al principio parecía que se iba a estrellar contra él, pero hizo una maniobra a los pocos metros y se posó de golpe en el brazo del anciano. El ave depositó sus ojos negros en el chico mientras el anciano a su vez observaba al pajarraco.
Era un demonio, sin dudas debía serlo.
El chico se horrorizó en medio de la calle.
El viejo que había estado siguiendo volvió su cabeza lentamente, con una apacibilidad que lo aterró más aún.
Se maldijo a si mismo por haber seguido a esa persona hasta ahí, pero una vocecita dentro de su cabeza le dijo que estaba bien. Que “eso era lo correcto”.
Fue la primera vez que sus miradas se cruzaron, los negros ojos del viejo y los verdes claros suyos.
El anciano usaba una camisa escocesa que parecía roída en algunas partes, un pantalón color caqui y unas sandalias viejas como él, pero no eran las ropas lo que le llamó la atención sino sus ojos. Su rostro era duro y viejo, las arrugas le surcaban la cara como cicatrices de una larga batalla con el tiempo y sus labios no eran más que una línea morada situada sobre su mentón.
Esos ojos.
- ¿Me estás siguiendo? – preguntó el viejo con el ave agarrada a su brazo derecho.
Miró alrededor deseando encontrar alguna otra persona que estuviese viendo lo mismo que él, pero nadie había ahí. Como si todo el mundo hubiese desaparecido.
- ¿Te comieron la lengua los pájaros? – preguntó y acarició la cresta del ave que a su vez lanzó otro chillido.
- No...no señor – alcanzó a decirle dudando hasta ese momento que pudiese hablar.
- Entonces contestá a mi pregunta. ¿Me estás siguiendo?
-Yo solamente quería sacarle una foto– le dijo levantando la cámara para que pudiese verla y así saber que no mentía.
-Creo que eso lo podría tomar como un sí, ¿no pensás lo mismo mi plumífero amigo?- le dijo al pájaro y este le chilló dos veces, luego volvió a mirarlo. –¿No te enseñaron tus padres que seguir a las personas es de mala educación?.
No sabía que contestarle, estaba helado de miedo e incertidumbre. Si ese hombre con el pajarraco en el brazo intentaba dar un paso hacia él correría con todas sus fuerzas hasta que se le acalambrasen las piernas de dolor. Eso lo tenía tan seguro como que esa sería la última vez que se le ocurriría seguir a alguien que no conocía.
-¿Cómo te llamás?– le preguntó.
-Fernando– contestó con un leve temblor en la comisura de los labios.
-Bueno Fernando, creo que es hora de que muevas tu culo en dirección a tu casa. El sol está cayendo y pasan cosas raras en el campo cuando muere el sol– dijo y el ave graznó como revalidando lo que el viejo acababa de decir, y sin más dio media vuelta y comenzó a caminar hacia el verde horizonte.
No pudo perseguirlo, simplemente tuvo que ver como se alejaba con el pajarraco prendido a su brazo.
Era extraño, pero a pesar del miedo que tenía deseaba seguirlo. No sabía cuanto tiempo había transcurrido, pero de momento se le había antojado eterno, como si hubiese sufrido una extensión en el tiempo. El sol seguía como estancado en el mismo punto del firmamento, ya era bastante tarde cuando había decidido seguirlo (alrededor de las dieciocho o diecinueve) sin mencionar el tiempo que había quedado ahí parado.
De repente hacia un poco de calor, no mucho pero el suficiente como para que en la frente se instalasen pequeñas gotas de sudor que barría con el dorso de su mano.
Se preguntó como fue que llegó a ese lugar, más que al lugar a esa situación. Lejos de su casa, a una hora que no podía ser, siguiendo a una persona que no conocía y que al parecer tenía alguna extraña conexión con los pájaros.
Sintió la necesidad imperiosa de seguir adelante, lograr el objetivo.
“Sacar la fotografía”.
Pensó por un momento que tal vez podría volver al otro día y esperarlo escondido bajo el árbol donde le había parecido escuchar un tremendo batir de alas que nunca existieron. Pero sin querer un pie se posó delante del otro, y luego el otro lo rebasó y así se encontró caminando nuevamente detrás del viejo que ya se había perdido en la inmensidad de las quintas de mandarinas, naranjas y pomelos.
3
Lloraba mientras de su boca entreabierta caía baba en el escote del pijamas y los mocos se arremolinaban en la nariz, había dolor en su pecho. Mucho dolor.
Y recuerdos.
Habían vuelto por él como lo habían hecho años atrás, desde hacía muchísimo tiempo que no pensaba con tanta claridad. Una claridad que deseó se apagase, que cayese en un pozo infinito para perderse en la negrura. Pero si la niña estaba ahí esos pensamientos nunca se irían, nunca lo dejarían en paz, por lo que tendría que enfrentarlos.
A todos.
A cualquier costo, al único costo.
Lloraba y miraba la sonrisa de la niña con un ribete rosa en el pelo, y escuchaba fuera el batir de alas desquiciado de las aves de la noche, de la memoria.
La niña levantó la cámara de fotos y la colocó a un lado de la cama, a la altura de la cadera del viejo a unos centímetros de su mano. Fernando cerró los ojos con fuerza y de ellos cayeron dos ríos de lágrimas.
Sonrió, se le apagó; volvió a sonreír y lloró nuevamente.
Recordaba con claridad, mucha claridad para su gusto.
Traidora enfermedad, no era el momento de abandonarlo, no ahora.
4
Caminaba en completo silencio, hasta trataba de respirar en silencio. Miraba a los lados sin mover la cabeza, solo los ojos. Creía ser vigilado desde los lados de la calle, desde dentro de las quintas verde oscuras, desde el cielo. Sentía un zumbido constante en los oídos y el calor parecía arremolinarse en su cara, en los brazos y en las piernas.
Seguía sin saber cuanto tiempo había estado caminando, pero el sol seguía estaqueado en el mismo lugar; como si esperase que algo sucediese para esconderse hasta el otro día.
Vio la casa después de la loma, muchas cosas se habían dicho de ella, pero no recordaba que, esas historias de pueblo volaban de boca en boca tanto que nunca eran iguales y terminaban siendo solo eso. Simples historias de fogatas o noches en vela en alguna plaza con amigos.
La conocía de otras veces, pero estaba seguro de que ese no era el lugar preciso. Sobre todo le llamó la atención el estado en el que se encontraba el caserón, la ultima vez que la había visto no era más que unas paredes descascaradas sin techo. No era que en ese momento frente al chico se levantase un castillo ni algo que se le parezca, pero al menos ahora parecía una estación de paso bastante respetable. Las paredes seguían deterioradas, pero al parecer la mano del hombre había dado un retoque en ellas. También habían colocado persianas de madera en las ventanas y un techo en dos aguas de color verde, pero lo que más le había llamado la atención era la puerta.
Desentonaba con el resto de la casa, toda ella parecía estar envuelta en un velo, como si la estuviese viendo a través de un vidrio sucio. Pero no la puerta, era de una madera oscura y brillante, tenía una argolla gruesa sostenida por el pico de un ave que parecía ser de plata bien tallada. No tenía picaportes ni cerradura alguna donde encajar alguna llave, a no ser por la argolla de plata la puerta era completamente lisa. Después todo lo demás seguía igual, nadie había edificado en los alrededores y lo único que era dueño de esa parte era la vegetación. Grandes árboles, pasto por doquier y quintas de cítricos rodeando las inmediaciones.
Al llegar frente a la casa le pareció ser la primera vez que la veía, y en cierto modo era así. Sabía que ese era el lugar donde estaba el viejo, la argolla de plata se lo decía en su mudez.
Tomó la cámara bien fuerte y comenzó a caminar hacia la puerta.
Volvió a preguntarse qué mierda estaba haciendo, pero siguió adelante.
Todo se había puesto silencioso, como si los animales e insectos estuviesen conteniendo la respiración mientras observaban como caminaba lentamente hacia la casa, solo el viento emitía un pequeño silbido en las copas de los árboles. Ni bien llegó a los pies de la puerta se descubrió levantando una mano sin pensarlo, cuando se percató de lo que quería hacer intentó retirarla, pero era demasiado tarde y parecía que no era dueño de sus propios dedos.
Tomó la argolla de plata y sin quererlo del todo golpeó una vez.
Nada.
Ni un solo sonido.
Su mano cayó a un lado, como si no fuera suya.
Y la puerta se abrió.
En silencio se hizo hacia adentro y el niño quedó frente a la inmensidad del caserón. Estaba oscuro ahí dentro, la luz del sol parecía morir justo en la línea divisoria.
“No, no parece. Muere ahí”, pensó.
Echó una ojeada al campo y volvió a observar el interior, dejó caer el portafolios y dio un paso al frente para internarse en la casa con la cámara aferrada al pecho.
Dentro reinaba un olor fétido que inmediatamente asoció con caca de aves, no solo por el olor, sino porque podía oír un constante y despreocupado piar que parecía rodearlo. Los ojos se acostumbraron a la oscuridad y de a poco fue divisando los bordes de la casa, puertas, ventanas tapiadas, grandes muebles. Iba en el más completo silencio, temiendo que alguna cosa le saltase en cualquier momento y lo dejara frío de miedo. Cruzó lo que le parecía una chimenea y escuchó un revolotear de alas dentro de ella, apresuró el paso y se metió por una gran puerta. Inmediatamente se encontró en una sala, apenas podía ver una mesa redonda con varias sillas que la rodeaban. Al otro lado había una que era más grande que las otras, pero estaba dada vuelta.
-¿No te dije que en estos lugares suceden cosas extrañas?- dijo el viejo desde el sillón. -¿Qué es lo que estás buscando?, ¿todavía andás con la idea de sacarme una foto?- el viejo pareció dudar un momento. -¿Fernando es tu nombre verdad?.
-S... sí.
El chico pensó estar encerrado en una película de terror, atrapado para siempre en una cinta fílmica que sufrirían otros chicos, pero sentados con pochoclos en sus manos y volviendo a sus casas después de la función. A esas alturas él no sabía si podría volver.
Le empezaron a arder las orejas y le temblaban las piernas.
“En cualquier momento me meo”, se dijo.
-¿Sí tu nombre es Fernando o sí todavía querés sacarme esa foto?
Sabía que le había dicho como se llamaba, pero era mejor no llevarle la contra, ese era un campo de juego donde era totalmente visitante.
-Las dos cosas- dijo con dificultad.
El chico trataba con todas sus fuerzas de ver al viejo en el sillón, pero estaba de espaldas y la negrura podía más que sus ojos.
-¿Qué es este lugar?- preguntó Fernando sorprendiéndose de poder hacerlo.
El viejo largó una carcajada desde el sillón e hizo que varios pájaros volasen en la oscuridad haciendo que el chico se cubriese la cabeza con los brazos sin soltar la cámara.
-¿Qué es este lugar?, bueno; se podría decir que es mi hogar- le contestó entre risas.
-¿Pero qué es?
“Cerrá el pico” se dijo y rió por dentro pensando en la ironía.
Vio entre las sombras como el sillón se volvía hacia él en el más completo silencio, como si sus patas no tocasen las maderas del piso.
A priori le pareció que el asiento estaba vacío, pero no era así. El pajarraco que se había posado en el brazo del viejo estaba parado ahí, no lo veía bien, pero estaba seguro de que era el ave. Pero la voz del viejo venía de ese lugar, del sillón mismo.
-¿Qué es todo esto?, ¿no lo estoy soñando no es cierto?- preguntó con voz temblorosa.
Una nueva risotada alarmó a las aves.
-No me había puesto a pensarlo. Pero ahora que lo decís... puede ser.
-Yo solo quiero sacarle una foto. Nada más.
-¡Já!, nada es gratis. Ni allá, ni acá.
-Pero yo solo quiero una foto- dijo Fernando casi sollozando. -¿Qué sos? ¿qué querés de mi?.
-¿Qué soy?, ¿qué quiero?. Algunos dicen que soy un oráculo y tal vez estén en lo cierto, pero yo no estoy tan seguro.
Miraba el ave en la oscuridad, la piel se le heló.
-¿Qué quiero...?.
Hubo un silencio que al chico se le hizo eterno.
5
Un ave inmensa entró por el ventanal abierto y se posó en el caño de los pies de la cama, graznó una vez y batió fuertemente sus alas negras.
La niña se volvió y caminó hacia el pájaro, le acarició la cresta y miró nuevamente a Fernando directamente a sus vidriosos ojos llorones.
Fernando miró la cámara que descansaba a un palmo de su mano y luego observó a la niña y el ave, parecía mentira, pero después de lo que había sucedido cuando tenía 12 años ya nada era imposible.
Pero lo deseó con toda el alma.
“-¿Qué es todo esto?, ¿no lo estoy soñando no es cierto?.
-No me había puesto a pensarlo. Pero ahora que lo decís... puede ser.”
Sintió un cosquilleo en las piernas.
6
-¿Qué quiero...?- repitió.
El chico inmediatamente le preguntó otra cosa, había mucho miedo en la respuesta del viejo.
-¿Qué es un oráculo?
Pequeño silencio.
-Bueno...- dijo al fin. –Podríamos decir que una fuente de consulta.
El pajarraco voló del sillón y se posó en medio de la mesa redonda, ahora lo distinguía con más claridad, tenía unos ojos demasiado humanos.
-Como un poder divino, un nexo entre vos y el destino. Sé que sos demasiado chico para entenderlo, pero es el momento. El destino está escrito, pero eso no quiere decir que no se pueda torcer la letra; no adivino el futuro, solo dejo que los símbolos lleguen donde deben.
-¿Qué símbolos?- preguntó Fernando casi hipnotizado por las palabras.
-Los que están a tu alrededor Fernando, los que están al otro lado de la lomada. Solo puedo dirigir tu atención hacia ellos para que puedas reconocerlos en tu esfera de elección; tu futuro lo determinás vos mismo- dijo el ave caminando unos pasos hacia el chico. –Pero muchas veces no ves las alternativas internas, las elecciones que puedas hacer. Y esa ojeada que te estoy dando no es gratis.
El pajarraco grazno, aunque en realidad pareció reír.
Fernando levantó la cámara hasta el pecho, tenía el dedo en el disparador y la lente al descubierto. La habitación parecía haberse iluminado un poco más corriendo a las penumbras hacia los rincones del salón, había mucha mugre ahí. Polvo, cascotes, hojas de diarios, una zapatilla roja sin cordones en uno de los rincones, envoltorio de alfajores, etc. Pero el chico no podía sacar la vista de encima del pájaro que hablaba. El oráculo parlante.
-Y tampoco permite devolución- continuó. -No es algo que se enseña y se puede devolver. Cuando vengo me quedo, y quiero lo mío. Es una relación de simbiosis si es que entendés la palabra.
No, no la entendía, pero daba lo mismo. En cierta medida entendía lo que quería decir. El oráculo creía estar haciéndole un favor y el chico debía pagarle con algo, y era eso lo que realmente temía; la forma de pago.
-¿Y qué es lo que querés a cambio de algo que no pedí?- dijo el chico sacando coraje de algún lado. A fin de cuentas estaba en el baile, a bailar entonces.
Una risotada.
-Creo que no entendés del todo porqué estoy acá y vos frente a mi, pero lo vas a entender cuando llegué el momento; vas a entender todo.
-Pero lo quiero entender ahora.
-Nicht kann sich alles. No se puede todo.
El pájaro dio dos pasos más hacia el chico.
-Entonces no te saco la foto- dijo Fernando dudando de sus palabras. Pero estas tuvieron un efecto bastante notable aunque el plumífero trató de evitarlo. Las plumas temblaron y se le dilataron los ojos hacia la profundidad, eso y un chorrito de líquido blanco que cayó sobre la mesa dieron cuenta de ello.
-Una respuesta inteligente y sorprendente a decir verdad. Pero no va a cambiar nada- dijo el viejo.
-Usted quiere la foto, se que es por algo más que eso. Sino yo no estaría acá y usted tampoco frente a mi- y se permitió sonreír sin sacar ninguna conclusión de lo que ello pudiese acarrear.
-Tenés huevos pendejo.
-O nada que perder.
-O mucho- dijo el ave agitando las alas. –No puedo decirte demasiado; pero sí, la foto es lo que quiero y es solo el comienzo. Y lo que te muestro, los símbolos a tu alrededor pueden torcer el curso de tu destino, retrasarlo. No soy un oráculo como todos los demás, estoy... ¿cómo decirlo?. Exiliado, si se quiere. Expulsado del circulo, y un oráculo sin un propósito deja de ser un oráculo y pasa a ser un desperdicio, un limosnero.
-Pero yo no pedí nada de esto- dijo el chico.
El pájaro se acicaló las plumas con el pico.
-Ese es el problema, nunca nadie me pide nada.
-¿Y que ganaría usted con la foto?.
El pajarraco levantó vuelo, pasó por sobre la cabeza de Fernando y se posó en los restos colgantes de un candelabro.
-En realidad podría ser cualquier cosa, no precisamente una fotografía- dijo. -Un escrito, una pintura, un tallado, una canción. Pero que estén relacionadas conmigo, algo que dejé un rastro en el camino; que se entienda que anduve, que existo. Que soy parte del circulo girante del universo y no un bollo de papel en una esquina.
-¿Solo eso?- preguntó el chico.
-No- contestó de inmediato el ave.
-¿Entonces...?
-Entonces sacá la foto de una vez, porque para eso te traje. Lo demás... bueno, eso lo vas a entender solito.
Fernando no sabía que hacer, todo lo que acababa de oír no era más que una historia para grandes, él no entendía casi nada de lo que el pájaro (que ya de por si no debería de hablar) le había explicado; o había entendido más de lo que realmente deseaba.
De todas maneras sabía que hasta que no le sacase la fotografía a ese “oráculo”, o lo que sea, no podría salir de ahí.
Así que...
Levantó la cámara perezosamente, la apuntó hacia el ave posada en el candelabro y en el momento que disparó al pajarraco se lanzó al vacío.
El flash de la cámara lo cegó más de lo que esperaba, tuvo que cerrar fuerte los ojos. La luz le hizo doler la cabeza, parecía que su cerebro no era más que una estadio lleno de fluorescentes a toda potencia. Se llevó los dedos a los ojos y los masajeó.
El dolor pasó y lentamente abrió los ojos.
Estaba parado delante del gran roble donde le había parecido oír algo, recordó que acababa de mirar el sol que lo había enceguecido y que cuando se le recuperó la vista había observado al viejo sentado en la baranda del paso nivel.
Pero ahí no había nada.
Detrás el murmullo de la ciudad avanzaba.
7
Fernando observaba a la niña y el ave inmensa apoyada a los pies de la cama, y ellos lo miraban a él.
Recordaba, era una mierda, pero recordaba todo.
¡Todo!.
Había creído tener un sueño demasiado vivido parado frente a la estación de trenes, como si la luminosidad del sol lo hubiese transportado a un mundo extraño, un lugar donde las aves podían hablar. Lo creyó así, pero se equivocaba.
Le costó sacarse las imágenes de la cabeza al igual que las conversaciones con el oráculo, o el viejo, o el pajarraco... o lo que carajo fuese.
Siguió sacando fotografías en la ciudad, pero no creía tener la más mínima oportunidad de lograr algo; de todas maneras no se iba a dar por vencido tan fácil.
Dos días después reveló las fotos.
No pudo esperar a llegar a la casa, los padres se habían embalado indirectamente con el proyecto de su hijo y él prefirió verlas antes. Si lo que había conseguido no era más que basura directamente no se las mostraría.
Se sentó en la plaza frente a la municipalidad y comenzó a mirar las fotos. Pasó cinco y en el sexta quedó estupefacto.
Se le heló la nuca y sintió como la sangre corría desbocada por las venas y el corazón palpitaba desenfrenado.
Le cayeron las imágenes y sonidos del caserón en la cabeza, se mareó.
Era el pajarraco, o el viejo, o el oráculo... o lo que carajo fuese.
Pero no era como lo recordaba, el caserón estaba derruido, las paredes descascaradas dejaban a la vista ladrillos llenos de moho, pasto y pequeñas plantas saliendo de las rendijas de la erosión. Las ventanas no estaban tapiadas, tampoco había techo; pero todo aquello le daba un toque exquisito. Tampoco era de día, sino más bien de tardecita, el naranja del cielo se filtraba por las huecos de la casa y dentro había un poco de oscuridad lo cual le dio un efecto extraordinario al pajarraco que se lanzaba al vacío.
El flash le dio de lleno al ave estampando la sombra contra la pared, una sombra chinesca con una forma asombrosamente humana con el pájaro congelado en medio de la habitación en pleno vuelo.
La fotografía era estupenda, majestuosa, pensó.
Pero también escondía algo, no podía presentarla en el concurso, no supo porque; simplemente no podía. Sabía (no, estaba seguro) que con ella ganaría el concurso amateur; pero...
Con muchísima tristeza dobló la foto en cuatro y se la guardó en el bolsillo trasero del pantalón.
Y como era de esperar sus fotografías solo recibieron varios revoltijos de pelos y sonrisas acompañadas de “no te des por vencido, las ganas es lo principal”.
“Y una mierda las ganas” se dijo.
9 años más tarde, dos días después de cumplir los 21 sucedió lo que había temido durante todo ese tiempo. Tenía pesadillas con el oráculo, el viejo, el pajarraco o lo que carajo fuese. Había desarrollado una fobia a las aves, cualquier trinar, batir de alas o simplemente verlos a no más de 5 metros de él lo paralizaban.
Caminaba por la costanera de Santa Fe con su novia, hacía tres años que se había ido a la capital santafesina a estudiar abogacía. No era lo que se podría decir que le iba fantásticamente, pero le iba que era lo importante, al menos eso le decía a sus padres.
A su novia se le había ocurrido caminar por el borde de la pasarela y soltarse de la mano de él, al principio le pareció divertido, pero al ver que ella le tomaba demasiada confianza su sonrisa se fue borrando.
A lo lejos oyó unos fuertes graznidos, volteó inmediatamente, a partir de ese instante todo comenzó a moverse en cámara lenta.
Su novia reía, él trataba de alcanzarla con la mano mientras observaba a sus espaldas como bajaba una bandada de palomas torcazas directamente a la calle. Le pareció ver todo con demasiada claridad, lo que iba a ocurrir se le arremolinó en los ojos. Como pudo se lanzó sobre su novia y la tomó de la muñeca arrojándola hacia él con fuerza, en la calle algunas palomas chocaban salvajemente en el parabrisas de un peugeot 505 haciendo que el conductor perdiese el control del automóvil que chocó a una camioneta Mitsubishi que fue lanzada directamente donde estaba Fernando con su novia casi subido a la pasarela de hormigón.
Desesperadamente tironeó de ella con más fuerza y cayó sobre él con una mueca de odio entremezclada con pavor, cosa que se transformó en un llanto desesperado y aliviado a los 5 minutos posteriores.
El guardabarros de la camioneta golpeó a Fernando en la rodilla quebrándole la rótula y triturando los meniscos mientras su novia volaba hacia él sobre el capot, la camioneta dio de lleno donde segundos antes estaban los chicos y destrozó la pasarela de hormigón quedando con ambas ruedas delanteras en el aire.
Ambos cayeron al piso gritando, ella de miedo, él de un terrible dolor.
En ese momento recordó la casona oscura y dejó de gritar, su novia lo abrazaba llorando desconsoladamente mientras de todas direcciones aparecían personas gritando y pidiendo a boca de jarro una ambulancia. Pero Fernando estaba más allá, miraba sobre el techo de la camioneta que había estado a punto de atropellarlos y mandarlos barranca abajo, cosa que seguramente habría acabado con sus vidas. Sobre ella había un ave negra que lo miraba entre las cabezas que se arremolinaban junto a él para socorrerlos y luego levantó vuelo y se perdió en el cielo.
Y entendió todo.
Era como le había dicho el oráculo dentro de la casona, llegado el momento lo iba a entender.
Y lloró.
Como lo hacía ahí en esa cama de asilo de ancianos, con el pajarraco de ojos humanos a sus pies, con la niña parecida a Josefina (sabía que no era ella sino una imagen que añoraba de esas épocas) parada a su lado y la cámara a un palmo de sus dedos, la Canon con la que había sacado la foto doblada en cuatro que descansaba en el baúl debajo de la cama.
El Alzheimer lo atrapó hacia unos 6 años atrás y lo llevó a ese lugar, y olvidó todo el sufrimiento de las aves, de lo ocurrido en Santa Fe, y sobre todo de lo que pasó en la casona cuando tenía 12 años.
Había olvidado que llegado el momento debía pagar, y ese momento era ya.
Afuera el cielo se vestía de naranja poco a poco y se veía la escarcha alfombrar de un cristalino el césped.
La niña tomó al pájaro y se lo acomodó en el hombro, miró al viejo Fernando y volteó para salir caminando lentamente.
El viejo bajó a duras penas de la cama, se agacho esforzadamente y sacó el baúl. Dentro solo había un sobre, metió los dedos en él, sacó un papel envuelto en si mismo y lo desplegó.
Sonrió mientras volvía a llorar.
Dejó la fotografía sobre la almohada y se cruzó la cámara al cuello, se miró los pies, estaba descalzo; le echó una ojeada a las pantuflas pero comenzó a caminar dejándolas a un lado.
“De todas maneras no las necesito donde voy”, se dijo.
Y se fue lentamente tras la niña y el pajarraco, o el viejo, o el oráculo... o lo que carajo fuese.
De todos modos él quería echar otro vistazo al campo cuando oscureciese.
Fin
Walter Böhmer
06/05/2004 15:18 Hs.
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