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El último dolor

Martes 13 de septiembre del 2005

Corrí apresuradamente desde la micro hacia mi casa, apenas ésta había llegado al paradero. Eran cerca de las 20:50 de la noche y para mí significaba un leve atraso en lo que había planeado.
Hoy irónicamente, casi como una despedida a mi vida, fue uno de los días más asquerosos de los que mi existencia logra recordar; la calle repleta de gente (situación rutinaria que odio), parecía hacerse más angosta, mientras las personas crecían en número.
-Es como una lata de pescados-me dije- Todos apretados y sin vida.
El día en sí no tuvo la culpa; esta semana estuvo cargada de horrores que no quisiera enumerar, excepto uno bastante particular: Era uno de esos días comunes y silvestres cuando una niña de unos cinco o seis años me pidió que abrochara sus zapatos. Yo, en mi estúpida soberbia, me negué, poniendo como pretexto un supuesto atraso a una reunión. Ella quedó en silencio, y yo me aleje con un inmediato cargo de conciencia inconmensurable. A pocos más de cien metros, vuelvo arrepentido a cumplir el sutil favor. Mi sorpresa estalló cuando la veo en medio de la calle, boca arriba, con los ojos desorbitados y con un liquido muy extraño y repugnante saliendo por su boca. En el lapso de tiempo que yo me alejaba, ella caminaba en sentido contrario (supongo que distraída) cuando fue atropellada por un camión. Dudo que sea capaz de perdonarme tal barbaridad. En su velatorio, cuando trate de rezar por ella, solo nació de mis labios un: “Lo Siento”.
Pero ya no me pesa tanto. Tal vez lo asumí como pasado.
El tramo del paradero de micros hasta mi casa es un poco más de tres cuadras. Demoré muy poco en llegar a ella. Realmente estaba apurado.
Abrí la puerta y de un brinco apareció mi gata junto a un agudo: “Miau”. Le di comida y la encerré en la cocina. Desde afuera le grité:
-No me pidas Explicaciones.
Fui a mi cuarto y vi mi reloj despertador (objeto conque lidie muchas veces. Sobretodo en las mañanas.) Marcaba las “21:05”. Al instante me aseguré que me encontraba solo en la casa. No quería dañar la fiesta.
Muchos son los puntos vitales del cuerpo, pero no herí ninguno de ellos hasta el final. Desde niño imagine mi muerte y no quería que fuera rápida; deseaba sentir el verdadero dolor de extinguirme.
Algunas veces me comentaron que poseía una cierta belleza física, cosa que me importaba bien poco. Con el primer cuchillo que había preparado comencé a darme cortes en la cara: Los primeros cortos y sutiles, en los posteriores hundía el cuchillo cada vez más.
Eran las 21:13 cuando ya no soportaba más el dolor. Sentía la cara hinchada. De una bolsa saqué cal e inmediatamente me la esparcí por el rostro, como si buscara bloquear la sangre y “purificar mi rostro”.
La cal y la sangre hicieron una especie de pasta pestilente. Al darme cuenta que no iba según lo planeado, limpié mi cara con una áspera toalla. El procedimiento dolió. Ya más limpio, volví a bañarme en cal. Al cabo de un rato estaba completamente blanco. Me vi en un espejo y reí a carcajadas. La cal tiñó mis ropas oscuras y parecía un verdadero ángel malogrado. Al fijar la vista en mi rostro me horroricé y por respeto a mi cuerpo prefiero no describirla. Pasaron unos minutos y volví a sangrar.
Estuve sentado en mi cama unos minutos, no sé cuantos. Fui a la cocina y busqué la típica botella de vino que guardábamos para ocasiones especiales. Nunca estuve de acuerdo con esa medida. Si no se disfruta en el momento, después puede ser demasiado tarde.
Al terminar el tercer vaso de vino retome mi tarea. Tomé un cuchillo un poco más grande e inicié el procedimiento que más anhelaba: Desollar mis brazos con lentitud y maestría.
Luego, y en una especie de juego, ocupo una técnica de dolor antigua: echo cascadas de sal en las heridas recientes. El dolor fue tremendo. Mis músculos se retorcían y yo chillaba.
Cuando mi cuerpo se acostumbró a la presión, vi la hora nuevamente: “21:27”.
-Falta poco y a la vez mucho- vociferé.
Así, con el tiempo que me restaba de sobra, tomé mi gastada guitarra y deje fluir un par de melancólicos acordes. Ella, en signo de defensa a mi inmundicia (supongo que se dieron cuenta que estaba mutilado) cortó una cuerda. Furioso, la lancé contra la pared y esta, al chocar, se rompió en dos. Fue lo que más dolor me hizo sentir. Después de dos años sin lágrimas, lloré como nunca lo había hecho. Pero debía mantenerme firme para finalizar lo que yo mismo inicié.
Hacia unos meses nació una adicción en mí. Por sufrir una especie de insomnio, tomaba periódicamente pastillas para dormir, y en honor a esto decidí que ellas marcarían mi final.
Vacié el frasco en mi boca y bebí un té que había preparado con anterioridad. Fueron alrededor de veinte pastillas (mi madre me retaría por gastarle tantas) y a los tres minutos mi cuerpo deshecho caía en la cama preso del sueño. Alcancé a ver el reloj: “21:36”. Antes de caer por el sueño, dije una palabra que siempre tuve temor por su significancia: “Adiós”.
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De súbito desperté. No sé cuanto había dormido. Estaba en una sala blanca y helada, conectado a cientos de tubos y vendado de pies a cabeza (supuse que era un hospital.)
Lo único libre era mi mano izquierda, aquella, que en su tiempo, tanto odié. Pasmado, vi el pintoresco reloj mural: “09:36”.
-Mierda- dije- Como no lo entendí.
Hace unos meses atrás tuve un sueño de relojes, ancianos y muerte. Interpreté toda mi visión, que según yo, como el aviso de la hora de mi muerte: “9:36, de la semana medial de septiembre”. Al ver todo mi sueño en oscuridad, supuse que era de noche. Entonces debí morir a las 21:36. Cometí un grave error (uno de los tantos de mi vida.) Me desfasé a la hora de mi muerte en 12 horas.
-En realidad- pensé- Aún puedo cumplir mi deber-
Examino el escenario y me fijo en el balcón de la ventana. Séptimo piso. Buena altura.
Me poso sobre ella y echo una última mirada al mundo y para fines de suspenso (siempre me gustó esa sensación) inicio el común conteo:
-Uno... dos... tres... cuat... ups, las 09:37... diez.

Texto agregado el 01-07-2009, y leído por 63 visitantes. (0 votos)


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