Seis de la mañana. Día lunes, con una leve pincelada de neblina en el ambiente. Ayer fue un día extrañamente tranquilo: Acólito en la misa de mediodía, algunos saludos y frases como: “Ojalá sepas lo que haces” y otras como “Buena decisión”, además de cierta tristeza en el aire casi imperceptible, excepto por él y por ella. Ellos dos nunca fueron amigos reales. Él la llamaba como la llave de la felicidad... De su felicidad. Ella contenía sus lagrimas en aquel momento, porque se alejaba para siempre de su vida. Supuestamente volvería, pero ya no sería el mismo. Ahora lo transformarían en un cordero dispuesto a sacrificarse por su pastor.
Ese momento de despedida momentánea ( porque se verían nuevamente en la fiesta de despedida) duró un par de minutos, con intercambios de profundas miradas, como esas que desgarran el alma. Aquel sublime momento fue interrumpido por los amigos de él, invitándolo a una última salida. Él no iba a morir, pero muchos sentían que pasaría algo parecido.
Al cabo de unas seis horas comenzó su despedida: Hubo música, mucha comida, algunas fingidas risas y otras un poco más honestas. Ella no había querido asistir, pero al último momento se arrepintió. No quería perderse esta velada.
Cuando se encontraron de frente, el silencio fue profundo (a pesar del tremendo ruido) No hubo más que ellos dos perdidos en el ambiente. No bastaron palabras. Se tomaron de la mano y corrieron hacia fuera, escapando de la vida y la muerte, de la responsabilidad y del sistema, escapando de sí mismos.
Ambos sabían que se amaban, pero nunca se concretó nada. Aferrados con fuerza y temblorosos de nerviosismo, sus labios se besaron sutilmente. Cuanto deseaban que ese momento fuese eterno, pero no lo sería.
Ya a las 23:00 hrs todos se habían ido, excepto ella. Nuevamente callados, antes de irse ella dijo la única palabra de la noche: “Discúlpame”.
Él aguantó las lágrimas y caminó rápidamente a su habitación. Esa noche no pudo ni dormir ni llorar.
Ahora caminaba, de madrugada, hacia la dirección que le dieron hace unas semanas; el trámite para ingresar fue extraordinariamente rápido.
Llegó a la puerta a la hora acordada. Un anciano vestido de negro lo esperaba. Respiró profundamente y enumeró sus vivencias, concluyendo que no había hecho nada que lo empujara hacia esta decisión. Tal vez torció su destino, o tal vez su destino era así.
Miró nuevamente la puerta de entrada (que no es de salida) y leyó su cartel: “SEMINARIO DE LOS PAULINOS”.Se acordó de su carta de Tarot preferida: La muerte. Ahora se veía a sí mismo, finalizando su vida e iniciando otra. Una vida que no era suya. La vida del sacerdocio. |