Él siempre le dijo, con razón, que nada era eterno, ni el amor, ni la pasión, ni la ternura, que sin importar que tan fuerte fuera aquello que sentían, nada nunca duraba para siempre; Por más hermoso que hubiera sido el encuentro, siempre habría algún día una triste despedida.
Ella sin embargo nunca se cansó de jurarle su amor eterno, decidida como estaba a acabar con su terco pesimismo y con ese miedo a entregarse, a sentir. Iba a demostrarle como su sentimiento era tan grande y tan puro que nada nunca podría acabar con él, ni el tiempo, ni el hastío, ni la distancia.
Fue tanta la pasión de ella que él acabó convencido de la inmortalidad de aquel amor, bajó su escudo y se entregó como había jurado nunca entregarse. Y era tan cierto el pesimismo de él que ella terminó dándose cuenta al fin de que todo lo que comienza, debe algún día terminar.
Y por eso al final, ella supo reconocer lo inevitable de la despedida, lo natural de olvidar y comenzar de nuevo, mientras que él nunca supo afrontar aquel adiós que no esperaba, no supo que hacer con el cadáver podrido de aquel amor que creía eterno.
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