Un suave pelo caído acaricia la cara de aquella persona que triste simula los sueños de los atardeceres desvanecidos. En frente de ella hay una multitud sonriente que, acunando los pensamientos más mundanos, ríe en extasis mientras el torero clava aquel metal filoso dentro de su presa. ¡Olé! Otra criatura desvanecida. Ella se encuentra dentro de la multitud. No aplaude, no sonríe, se aturde con pensamientos de escape. Y es extraño cómo uno experimenta la soledad más extrema cuando se encuentra rodeado de gente. Es como si no estuvieran allí, fantasmas sin ideales, espectros que alardean en el suave murmullo de la brisa; la masa que tiene que presentar un rostro pudiente ante la sociedad para quedar bien ante la hipocresía de los que reinan. He aquí la democracia. Grandes sonrisas metálicas hacen conjunto con las miradas plásticas que se acongojan en la muerte vana del entretenimiento, ven la esencia de una criatura pasar al otro mundo y tan solo es un juego. El toro, pequeño, joven y lleno de vigor, no tiene la culpa; su rostro, casi infantil, trae consigo sueños de vida... si tan sólo hubiera crecido lejos de la humanidad. Son recuerdos de un pasado común, barbárico y déspota.
Éstas son las fiestas que se llevan acabo dentro de un periodo determinado. La cerveza es gratis, barra libre, decadencia. Y si tan sólo fuera sola aquella triste alma que emana soledad, talvez empezaría a aplaudir también después de cierto lapso de tiempo, cuando el alcohol se mezclara tanto en su ser que la alegría contagiosa de la multitud se disipara en su persona sin saber por qué. El torero, al final de una demostración breve y concisa, se para en medio de su escenario como un semi-dios que ha logrado traer la dicha de su pueblo, se para allí como un estrella pop complaciendo a un público de muchachitas pubertas, hay mucho orgullo. Todo es espectáculo y la muerte los roza. Lo peor es el rugido carnívoro de la gente que a gritos pide más sangre, más, más, siempre más. Deseos insatisfechos de vidas demasiado monótonas, vidas que se atan a lo cotidiano, a las reglas, a las limitaciones inválidas impuestas por alguien que se siente superior.
Como perdida, aquella chica se trata de alejar, siente las gotas de lluvia acariciar su piel, el viento casi otoñal de verano sobre su cara, una desolación desorientada. Es como una vieja hacienda, tan grande el lugar que uno logra proyectarse a través del tiempo. Entre toda esa belleza, está el olor impúdico de los pecados humanos, como si fuera la misma boca del infierno disfrazado en colores pastel. Más aun, nadie se da cuenta y ahí está la ironía. Ella quiere llorar, de repente recuerda que está vacía, que su rostro inocente es mucho más viejo de lo que realmente parece. Quiere llorar, piensa en cómo tan pronto surgen las ideas, los sentimientos, se esfuman sin dejar huella en la tierra húmeda. El viento le desacomoda el pelo, “¡Trinidad!” le dice una voz conocida. Trinidad voltea, la noche está violentada, es un nuevo torero con otro preso, la gente aclama y la inocencia se acaba; mecánicamente, ella sigue el ritmo que se le presenta, sus pequeñas manos se juntan y alejan, todo en signo de admiración, sin realmente entender un carajo. Sonríe al mismo tiempo que las primeras lágrimas se derraman; ya no habrá inocencia.
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