DE DECAPITACIONES, GATOS Y OTRAS HIERBAS
Luis Cifuentes S., Junio de 2009
El domingo pasado viajé a Rancagua con motivo del Día del Padre a objeto de celebrar a mi suegro. Viajé con mi esposa en Metrotren y antes de la mitad del viaje pasamos lentamente junto a un tren detenido. Con sorpresa vi que al final del tren, entre los rieles, había un cadáver cubierto con sacos. Esta imagen, por sí sola, ya provoca una impresión desagradable, pero con cierto horror me percaté de que, unos diez metros más adelante, había una cabeza humana limpiamente cortada a un costado de la vía férrea. Era la de una mujer joven y nadie se había dado la molestia de cubrirla, aunque con un diario habría bastado.
Aparentemente, se trataba de un suicidio. Por fortuna, parece que nadie más que yo, en mi vagón, vio el macabro espectáculo.
Confieso que tengo un grado de inmunidad ante este tipo de visión debido a que, en un período de mi vida (no hay premio para quien adivine cuál) me vi forzado a presenciar decenas de cadáveres con variados grados de despedazamiento. Desde entonces quedé curado de espanto, empero, hacía ya bastante tiempo que no me tocaba enfrentarme a algo así.
De inmediato se pusieron en funcionamiento mis defensas emocionales, que operan independientemente de mi voluntad, y se produjo un clic entre esta visión de horror y una vieja anécdota: en mi adolescencia temprana, yo escuchaba casi a diario un programa radial (no había TV en esos lejanos días) llamado “La antena policial”, donde un reportero de voz despavorida narraba con lujo de detalles los crímenes, atropellos, suicidios y otros hechos de sangre acaecidos durante la noche anterior. Yo lo tomaba como un programa humorístico y veía al reportero como un simplón simpático.
Mi vieja y voluminosa radio de velador (¡Telefunken!) agregaba a la tragicomedia, puesto que la perilla de sintonía había dejado de funcionar hacía años y era necesario accionar manualmente el condensador variable para pasar de una estación a otra, metiendo la mano entre válvulas calientes, con el obvio riesgo de electrocutarme. En cualquier caso, el sonido era excelente.
El reportero de marras encontraba especial deleite en describir a los muertos, sus posiciones, expresiones, colores, etc. Me recordaba al siniestro Doctor Mortis, personaje que entonces estaba en el peak de su popularidad, una de cuyas frases se quedó para siempre en mi memoria: ”El cadáver colgaba grotescamente de una viga y entre los labios asomaba la lengua… ¡tumefacta! ¡m-m-m-mmua-ha-ha-ha-ha-ha!”. Tuve que mirar en el diccionario de la RAE el significado de ‘tumefacto’, pero consultar diccionarios y enciclopedias ha sido la historia de mi vida, consecuencia de ser hijo de lingüista que, en sus intereses intelectuales, fue el último sobreviviente del siglo XVIII. Esto nos dejó, a mí y a mis dos hermanos, listos para colocar los pies en el siglo XIX, que fue extraordinariamente interesante, aunque no tanto como el siglo XII (paso el aviso).
Bueno, en cierta ocasión, el reportero describió un muerto encontrado en una calle, al que le habían sacado un ojo: ”el cadáver tuerto yacía sobre la acera y a unos cincuenta centímetros de la cabeza se encontraba un ojo…” y remató con la inmortal frase: “…¡el ojo estaba mirando!”. Recuerdo haber estallado en una carcajada, a mis doce o trece años. De allí en adelante cambié de opinión acerca del reportero y pasé a pensar que este hombre, que de simplón no tenía nada, se reía solapadamente y a mandíbula batiente de su auditorio, incluyéndome a mí.
Volviendo a la decapitación, mi ya mentado sistema de auto defensa emocional relacionó rápidamente aquella vieja frase con mi novísima visión de horror y no pude evitar reírme. Creo que me fui riendo solo la mayor parte del viaje a Rancagua. Echar el horror a la risa es notoriamente efectivo, si bien puede ser socialmente inaceptable. Por cierto, no defiendo mi actitud. La decapitada era hija de alguien, hermana de alguien, acaso esposa y madre de alguien, de modo que de divertido el suceso no tenía nada. Era sin duda una tragedia. Pero, a veces, uno desarrolla mecanismos defensivos de los que no puede dar cuenta ética aceptable. Me acordé de dos pequeños gatos que a menudo me visitan (los Nenitos), que afirman “carecemos de toda ética, coherencia o consecuencia, porque ellas podrían interferir con nuestro instinto de conservación”, dicho lo cual, se hacen un ovillo y se duermen profundamente. Demoledor argumento.
Traigo a colación gatos porque ellos, junto con ser una especie bastante más antigua que el ser humano, han sido extraordinariamente exitosos (a nadie se le pasa por la mente que pudieran estar en peligro de extinción), tanto que hasta en la nave espacial Nostromo viajaba uno (Jonesy) y resultó ser uno de los dos únicos sobrevivientes de la carnicería alienígena. Como si esto fuera poco, son elegantes, sus patas acolchadas con garras retráctiles son un milagro del diseño darwiniano y, para mayor abundamiento, tienen un óptimo sentido del equilibrio y carecen de vértigo. ¿Alguien ha visto un gato corriendo sobre una cerca de madera de no más de un centímetro de ancho? ¡Qué envidia!
Pero volvamos a la decapitación. Es posible argumentar que los mecanismos mencionados de auto defensa emocional son señal segura de una o más psicopatologías. Tengo mis dudas porque, estando exiliado en Inglaterra, concurrí por primera vez en mi vida a un psiquiatra. Este caballero, después de largas entrevistas y de hacerme una batería de tests, me dijo que yo no presentaba patologías psiquiátricas, y prosiguió: “Ud. sabe lo que quiere hacer con su vida, pero, por alguna razón que no comprendo, no lo hace”. Esto me llevó a una profunda reflexión que me condujo a tres resultados: a) escribí un libro; b) me divorcié; c) retorné a Chile. Hasta la fecha no he encontrado motivos para arrepentirme de ninguno de ellos. ¡Se trataba del psiquiatra más efectivo que he conocido! Sospecho que era un gato disfrazado.
Creo prudente aclarar que lo dicho no excluye la posibilidad de la locura como parte de mi realidad más íntima. Si así fuera, tal vez podría algún día decir con propiedad una frase de un viejo chiste que siempre he anhelado pronunciar:"¡A mí me tienen aquí por loco, y no por huevón!"
Después de finalizado el viaje en tren, cavilé que el suicidio es, a veces, la más compleja forma de venganza. Hay suicidas que buscan crear un sentimiento de culpa aplastante en sus reales o supuestos ofensores. Lo malo es que el tiro suele salir por la culata. Un malvado de verdad no es culposo, pero los inocentes sí lo son. A menudo los niños cercanos a un suicidio (hijos, hermanos, nietos) cargan con la culpa imaginaria por el resto de sus días.
Hago una segunda confesión: en un período de mi vida transcurrido en el extranjero, consideré el suicidio como salida para mi atribulada existencia y hasta le puse fecha. Lo iba a hacer un día de navidad con una considerable dosis de cianuro de potasio que había conseguido para ese fin (en la universidad, of all places!). Pero, inesperadamente, apareció en mi vida una joven dama empapada de iniciativa e imbuída de un acerado sentido de la prioridad, del que sólo una mujer es capaz, y que, sin tener idea de mis negras intenciones, desvió mi atención de la manera más enérgica y acalorada posible. ¡Pobre somier de mi humilde cuarto de becario!
La consecuencia perdurable de mis ardientes tardes mancunianas fue que se me olvidó el suicidio y nunca volví a considerarlo. El asesinato sí, pero esa es otra historia, algo distante del tema que me convocó a este ejercicio de comunicación.
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