El dolor invadió su sueño. Nuevamente. Respiró profundo, como antes, como al inicio, como cuando no se acostumbraba.
Comenzaba a bañarlo como un calor leve, subrepticio, ladino y él jugaba a creerle. Tal vez ahora sería más bueno y se marchara. Tal vez esta ocasión tomaría un matiz diferente y solo se quedara como dolor focalizado sin apoderarse de su alma, su memoria y sus deseos.
Hubiera preferido atraparlo mientras era leve. Pero no. Avanzaba lento, silencioso.
En su cama intentaba no moverse para no abrir la puerta a lo que venía.
Pero llegaba. El dolor sometía a su cerebro. Le impulsaba a doblar la pierna, a tocársela. Y él comenzaba la siguiente etapa resistiendo heroicamente.
Se daba ánimos recordando que antes el dolor lo doblegaba hasta despierto, que por lo menos había ganado el respeto durante la vigilia y que algún día lo ganaría mientras dormía.
Ya estaba en el umbral de la siguiente etapa. Despertó por completo y sintió cómo el dolor cosechaba una creciente alegría. Su corazón se aceleraba. Sentía una gota de duda.
Era esa maldita duda la llave de la puerta hacia el abismo, el puente entre el dolor carnal y el espiritual.
Muy tarde como para huir: sentía la felicidad y se abandonó en sus brazos como un niño y se sentó en la cama.
A estas alturas era imposible que pensara. Era consciente cada vez menos de que la duda era duda. La convertía en esperanza rápidamente. Luego en certeza…
Se inclinó para llevar su mano a la pierna, pero solo encontró la sábana que cubría el colchón.
Lloró vencido, mirando la silla de ruedas. Odiando a su dolor, a su alegría, a su duda, a su esperanza y a su certeza.