Wayliya
La venganza de Sivana tenía que consumarse. Había perdido a toda su familia en un acto delincuencial del bárbaro Satuco.
Sivana despedía un hilo fino de humo cada vez que se llevaba el cigarrillo a la boca, sentado en una de las piedras más grandes del barranco Qarqarani dirigía su mirada a Hatunmayu que avanzaba rugiendo y amenazante; mientras tanto los comuneros llevaban los ataúdes de los muertos al cementerio de Aphachuyo para sepultarlo. Se tomaba la cabeza con la mano sucia, manchada de barro de la chacra, se jalaba los cabellos crespos y grasosos, el viento hacía flamear la chalina de colores que le colgaba del cuello. Pensaba cómo acabar con Satuco, pues éste era el delincuente más avezado del pueblo de Pfoqo Ch´ala.
Una noche, Satuco después de haber alimentado con licor las ganas delictivas en la feria del pueblo de Orccoma, prendió fuego sin nada de escrúpulos, a la casa de Sivana. Había gastado casi toda la plata de la venta de los toros que días antes robó a Ciro Pallo, estaba arrepentido de tanto derroche en tragos y mujeres, entonces para desquitarse y saciar su maldad; además recordó que el padre de Sivana era antiguo enemigo de su familia y en venganza, sacó un fósforo y prendió al Ishu de Hatún Wasi, el fuego devoró en poco tiempo la casa que estaba construida de adobe y techado con Ishu.
Sivana llegó más tarde de la misma feria que Satuco; los vecinos consternados estaban socorriendo a las víctimas, pero ya era imposible, ninguno quedaba con vida.
Satuco se había dado a la fuga a Hapu Pampa, donde había propalado el suceso y don Doroteo Cevallos lo escuchó cantando y riéndose sarcásticamente de su acto.
— Imaynallaraq kashanki Sivanacha, Kunam wasiykita kanayuqtiy, hudikuy ya allqu uña, ja ja ja ja ja—.
Al día siguiente, Sivana embargado por la tristeza recordaba la imagen de su familia, calcinado por el fuego voraz, cada llanto de los vecinos. Fruncía el seño, escupía con cólera, miraba su casa que lucía negra consumida por el fuego; pensaba en buscar a Satuco para hacerle pagar a punta de golpes y balazos; pero a la vez no quería manchar su mano de sangre, pues él no era asesino, tenía sueños que cumplir: viajar a la ciudad, estudiar una carrera que haga cambiar su vida y triunfar lejos de la sierra. Sivana prendía otro cigarro, amontonaba las colillas en un pequeño huequito que había escarbado.
—Ñan hamushanña Navidad, chaypicha, sipisaq chay allqu uñata— decía tomándose la frente.
Ya parado sobre una piedra movía la cabeza, fumaba, se golpeaba el pecho y mirando el cielo gritaba — ¡Navidaspim sipisayki, Satuco!—.
***
Escuchó el cantar de los gallos y se despertó, miró el reloj, se levantó de la cama, se desperezó, bostezó, salió de su pequeño cuartito; se dirigió a la yarq´a para lavarse la cara, regresó a su cuarto y pronunció.
— P´unchaumi chayamunña, Satucucha, kunanmi wañunki— miró hacia arriba. Había llegado el día esperado por él. La Navidad, la fiesta del Niño Jesús se celebraba en “Jaiña”, los alferados anunciaban el inicio de la fiesta con campanas y hacían tronar la dinamita en algún rincón del pueblo.
Sivana se cambió de ropa. Cogió el mejor chumpi que había tejido su mamá, se fajó la cintura, se calzó los chuzos, se colocó la Qara Watana. Mientras escuchaba las melodías de Wayliya en una pequeña radio; buscó en su mochila el ch´ullo que había comprado, se puso casaca de cuero que le había pedido prestado a su primo Q´aspa, sacó de la rendija un halcón disecado y se calzó en la cabeza; midió la K´akina y se lo sacó. Escudriñó más en su mochila y sacó un cintillo tejido en puro hilo, lio las muñecas de la mano, empuñó la mano derecha y golpeó la palma de la otra mano. Ya casi estaba listo, cogió una botella con el contenido de alcohol, se sirvió en un jarro y lo tomó, gesticuló y mostró los dientes amarillentos; se sentía fuerte después de ese sorbo de alcohol; se puso el “ch´ullo” cubrió todo su rostro, se colocó en la cabeza el halcón disecado, se amarró la chalina en el cuello; abrió la puerta y salió al patio, estiró sus músculos y sacudió el cuerpo. Con la mirada y caminada firme se dirigió a la calle, se había disfrazado para la fiesta de la Navidad. Antes de cruzar la puerta se persignó, se encomendó a todos los apus de Chumbivilcas, miró con algo de nostalgia a los cerros guardianes de pfoccoch´ala: el cerro Finawi y osccolliri. Sintió que los cerros le daban su bendición, suspiró y salió.
Los niños que se encontraban pastando ovejas en la pampa lo miraban —qhaway chay majiñuta— lo admiraban. Llevaba atuendo para la ocasión, los majiñus del pueblo acostumbraban ponerse ese tipo de trajes, pues para llamar la atención del público asistente.
Sivana, avanzaba lentamente hacia el pueblo de Jaiña, lugar donde se reunirían con amigos y más majiñus y dar el homenaje al niño Jesús, saltando, bailando al ritmo de las “wayliyas”. Luego en un círculo humano llamaría a su enemigo y cumpliría con el objetivo de la venganza, Satuco.
Sivana, mientras avanzaba, pensaba en su familia, en Satuco, en los golpes que le propinaría; además pensaba beber y bailar, pues se enfrentaría a un cholo bandido, el más mentado de “Pfoqo Ch´ala”, el que a sangre fría terminó con su familia.
Llegó al río “Hanq´uyo”, se detuvo un momento, se agachó para mojarse la mano derecha y pasarse por la boca, levantado el “ch´ullo”. Cruzó el río, apresurado.
Sivana sentía un poco de nostalgia, pareciera que en cada paso que daba se iba despidiendo de los caminos y ríos que tantas veces transitó.
En “Paqari Panpa” se unió al grupo “wikch´upa” de los Huamaní, ya embarullado en un grupo de ochenta “majiñus”, Sivana rápidamente se contagió del ritmo: saltaba, aleteaba, bailaba un poco agachado, movía los brazos de un lado a otro, tenía ritmo. Las mujeres que acompañaban a los majiñus centraban su mirada en el Majiñu más elegante, que sin dudas era él. Los majiñus seguían avanzando, saltando y silvando en un solo ritmo; las mujeres disfrazadas de “wayliyas” cantaban acompañadas de unos guitarristas y violinistas “sayacha sayacha pura, porticha porticha pura takayakuychis, waliya, wayliya, wayliya.
***
Cuando llegaron a Jaiña Sivana se asombró por la multitud, la inmensa plaza donde varias veces los toros de su papá habían participado en las corridas por las fiestas de Santa Rosa, ahora estaba colmada de gente eufórica; hasta los niños se habían disfrazado. Los majiñus de Huamaní se unieron a otros grupos que danzaban en el centro de la plaza. Los alferados bebían alcohol, chicha; algunos asistentes lucían coloridos, comían buñuelos. Todo el pueblo de Hanansaya se reunía, se contagiaban del ritmo, el alferado recibía abrazos y saludos de los wikch´upas (grupo de Majiñus que asistían a la fiesta gracias a la invitación de algún amigo o familiar que llevaba en señal de su amistad).
Se observaba a los wikch´upas que se han Ddo cita desde los pueblos de Tucuiri, Lara, Q´uñiq uno, Orccoma, Jaiña, llusqo y otros majiñus que improvisaron su participación.
La plaza del pueblo de Jaiña se teñía de colores, derroche de energía, ya que los majiñus saltaban y silbaban al ritmo de las wayliyas. La imagen de niño Jesús lucía elegante y rodeada de ramo de flores y velas.
Pasada ya las dos de la tarde se escuchó un voz que anunciaba.
—¡siñores majiñus¡, circuluta ruhuayusunchis— Hablaba castellano mezclado con quechua, fiel al estilo. Era el teniente del pueblo, estaba haciendo la invitación a los danzantes a formar un círculo humano y luego dar inicio a la función. Los majiñus al escuchar el anuncio se reunieron en grupos, saltando cual gallos eufóricos, poco a poco se iba formando el círculo; las señoras se preparaban para apreciar las peleas, se posicionaban encima del muro de la plaza. El alferado y sus invitados danzaban en el centro del círculo y hacían la invitación para que los majiñus salgan al centro y luchen limpiamente por el honor. Don Teodocio, el alferado, habló —“Wayqi panakuna, juvin majiñukuna, ama recilaspalla takanayakuychis, amataq pampapiqa hayt´anakunkischu— les invitó a pelear sin recelo y no se golpearan en el suelo si alguien cayera, pues esta fiesta se caracterizaba por esa pulcritud en las peleas, si alguien caía al suelo el contendor debía esperar a que se pare el otro.
Los majiñus, vociferaban con voz cambiada, hablaban con voz aguda, pues no debían ser reconocidos, todos lucían los ch´ullos o máscaras coloridos, qara watanas nuevas. Los luchadores listos esperaban la orden del teniente; segundos después. —Siñures majiñus, ama pampapi hayt´anakunkishchu, talla talla pura, waqhayanakunkis, chaynaqa qallarichun kay takanakuy— el teniente les advirtió de no patearse en el suelo si alguien cayera; que cada luchador busque al contrincante de su tamaño y que se dé inicio a la pelea.
El primero en salir fue un chato espigado que se hacía llamar “Martillo”, él inició la pelea con un joven que había abusado de su hermana y en acto de venganza lucharía en esta pelea pública, pues si alguien muriera, nadie iría a la cárcel, ya que era público y consentido por las autoridades.
Sivana pensaba en su contendor; mientras observaba las peleas se llenaba de ánimos, trataba de averiguar si el cholo bandido había venido a la fiesta, él suponía que su contendor estuviera en la fiesta, ya que es una tradición que todo el pueblo acuda a ese evento.
Sin esperar un minuto más, Sivana, saltó al centro de la plaza dando unos pasos y aleteos al ritmo de las wayliyas, parecía disfrutar de la fiesta. Se detuvo; los asistentes lo aplaudieron, era el más alto, agarrado, el más atractivo todos se callaron. Los majiñus y los espectadores se preguntaban de dónde ha salido éste, en qué wikch´upa ha venido, que a quién llamará. Era toda una incertidumbre.
—Nuqa, waqhani Fermín Qalluchita, ¿kaypichu kashanki? Lluqsimuy— pronunció fuerte, retándolo al enemigo. En la plaza no se escuchaba murmullos, sólo a las wayliyas que cantaban y alentaban a los majiñus. “Chilinowanpas peruanowanpas Tupayullasaqsi, chaypaqsi mamay wachakuwasqa chaki chaki makiyuqta; wayliya, waylihiya, wayliya”. Se escuchaba el sonido melancólico del violín, el arpa y el sonido metálico de la sonaja
Sivana permanecía en el centro de la plaza golpeándose el pecho, vociferando algunas barbaridades como para provocar la pronta presencia de su contendor. Pasado los segundos recién la gente miraba de un lado a otro; nadie acudía a su llamado, parecía que su enemigo no había venido, pues era imposible de reconocer ya que todos los majiñus lucían enmascarados y hablaban con voz cambiada (aguda). Sonó el segundo llamado y nada. Se desesperaba, se llenaba de ira
—Lluqsimuy allqhu, kunanmi sipisayki, ¡manchakuwankiychu!— En su voz se le notaba la bronca acumulada. Al ver que nadie se asomaba de ningún lado, ya se disponía a retirarse, de pronto escuchó.
—Arí kaypin Kashani— El majiñu medía aproximadamente 1.70, llevaba un traje amarillo que parecía escafandra, un sombrero viejísimo.
Sivana volteó, lo miró y se acercó.
— ¡Qantam maskhashayki!— le gritó, dirigiendo la mirada, con los ojos inyectados de furia. Regresó a su puesto a prepararse para la pelea, sus compañeros de inmediato procedieron a quitarle la casaca, el halcón disecado; se cercioraron de la mano esté bien sujetada con el cintillo.
Se quedó sólo con un polo apretado que relucía sus músculos, caminó al centro sin quitase el ch´ullo; mientras su contrincante ya lucía su cara demacrada, con manchas negras, sus pómulos hundidos, su nariz aplastada. Parecía dominar el arte del golpe.
Sivana se aproximó, se desprendió del ch´ullo. Su contrincante lo miró asombrado y recordó lo que había pasado con la familia de Sivana; pero ningún remordimiento le entró, más bien parecía alegrarse de la presencia de Sivana.
Los luchadores se pusieron en guardia, cada uno vociferaba. Allí estaban frente a frente el asesino y la víctima, Sivana estaba dispuesto cobrar la venganza mientras Satuco se sentía ganador ya que era el más temido del pueblo, el que podía deshacerse de sus víctimas sin mayores remordimientos, con sangre fría de lobo salvaje.
Sivana recibió un poco de saliva en su palma derecha, se frotó con la otra mano, empuñó bien las manos, estiró el cuello cual león poderoso. El público murmuraba. Comentaban sobre el acto criminal contra los Sivana.
—¡Sivana, kunanmi p´uchainiyki, sipiy chay allqhu uñata!— Gritó uno de los aficionados.
Ambos se miraban, giraban de un lado al otro moviendo los músculos,
—¡Qallariy, ¿manchakuwankichu?!—Gritó el asesino. Ninguno se atrevía a dar el primer golpe. Sivana lo miraba fijamente mientras en su mente se producían imágenes dolorosas de su familia; dio un paso y de un certero golpe debilitó a Satuco, cayó perdiendo equilibrio, el público explotó, —¡Bravuuu— se escuchó a una sola voz. Satuco se incorporó rápidamente, volvió a ponerse en guardia y de un potente puntapié en el estómago hizo retroceder a Sivana y con más ganas le propinó otro golpe en la nariz el cual hizo correr un hilo de sangre. Sivana se tocó con la mano derecha, miró su mano manchada con sangre, lamió y se embadurnó la mano izquierda. La furia aumentaba, la sangre hervía; con desfreno arremetió contra su enemigo, puñetes rebotaban en el cuerpo del asesino.
— ¡Sipiy!, ¡dali!, ¡sipiy!, ¡dali!, ¡sipiy!, ¡dali! —repetían las voces desconocidas, los autoridades de la comunidadd observaban anonadados. Sivana seguía arremetiendo toda su furia; su enemigo ya no tenía valor para responder a los golpes letales que recibía. La venganza estaba cobrada, Satuco cayó con el último golpe en la mandíbula, despidiendo gran cantidad de sangre de la boca y nariz. Sivana era el héroe, los majiñus, se aprestaban para acercarse y cargarlo en hombros; sin embargo todo se truncó, pues se escuchó un disparo. Sivana recién daba un paso después de ver a su enemigo tendido y bañado en sangre, en su rostro se notaba signos de satisfacción, quería saltar y festejar; pero, se quedó inmóvil, privado de seguir dando un paso más y cayó al suelo cual un león derrotado. Los majiñus dejaron de aplaudir y saltar al ritmo de la wayliya; las cantantes y los músicos dejaron de tocar. La plaza enmudeció. Majiñus consternados se acercaron para cargarlo; mas ya era tarde, el disparo apagó sus sueños. El hermano de Satuco había disparado contra Sivana. La gente del pueblo ya no festejaba, sino lloraba la muerte de los contrincantes, Satuco por recibir golpes letales y Sivana por un balazo.
Aquella tarde los cerros de los pueblos colindantes se pusieron de luto, el cielo se nubló, al parecer los apus lloraban y comenzó una lluvia torrencial que hizo correr a mucha gente. Algunos que aún se quedaban acompañando a los caídos en la festividad, lloraban, comentaban; el sujeto responsable del disparo se dio a la fuga.
Desde la muerte de Satuco el pueblo de Pfoqo ch´ala vivió sin ningún tipo de problemas, los comuneros siempre iban al cementerio a dejar flores y chacchar coca en nombre de los jóvenes, ya que Fermín(Satuco) era el más temible y Sivana el único que se atrevió acabar con la soberbia de indio rudo.
Arequipa, 2008
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