La imagen de Jani
Jani ingresó al salón mientras yo conversaba afuera con Sheyla (su amiga). Pasados unos segundos ella también abandona el lugar; pues tiene que escuchar las clases de lenguaje. Entonces me propongo pensar en las cosas que Sheyla me dijo; de pronto comienzo a sollozar, no puedo respirar, las ilusiones se están perdiendo, los versos que ayer escribí ya no serán para Jani.
¡Diablos!, ¿los jueves siempre tienen que ser melancólicos? Estoy postrado en la vereda mientras escribo estas estúpidas líneas; la impotencia me embarga, estallar en llanto; quiero destrozar las hojas secas de un árbol. Escucho las palabras aburridas de Quijano (el profesorcito farsante).
Hasta hace poco las ilusiones crecían; las ganas de besar esos labios tiernos se hacían intensas; pero, los chismes de aquella Lenteojuda, hicieron que mis sentimientos se gasten, como una hoja seca en una llama de fuego; pues, creo que Jani está dejando de interesarme; sólo quiero vivir y cavar, una fosa del olvido o simplemente estar sentado y sentir las frías caricias de invierno.
Siento frío, necesito que alguien me acorruque; pero no hay nadie, sólo está Quijano. Enciendo un cigarrillo; al instante descubro las siluetas que dibuja el humo; ¡es Jani! No lo puedo creer; trato de tocarla; pero, desaparece. El sabor del cigarro se mezcla con mi tristeza, el color azul de mi pluma poco a poco se desvanece.
La gente pasa y me mira desdeñosamente. Mientras fluyen las palabras para rellenar este escrito, me imagino besando los labios de Jani y tocando su cuerpo pequeñito que presenta un matiz de sirena.
Quijano me golpea la espalda; no hago caso y me mira la cara para luego insultarme —Qué imbécil eres—.
Los árboles al compás del soplo del viento, susurran el nombre de Jani. Escucho perfectamente; escucho por repetidas veces. El viento sopla fuerte y hace que se levanten las hojas secas del suelo.
Quijano sigue fastidiando; se le acerca una señorita de pantalones cortos, le acaricia los bigotes, se dan un beso. Mientras tanto sigo contemplando la tarde. La parejita se ríe jugando a pellizcones y me siento extraño. La comàñera de Quijano se atreve a preguntarme por un tal Quispe; no quiero responder; pues estoy enfadado, además taciturno. Bueno, el tal Quispe es un personaje político universitario que por todos los rincones grita el nombre de su agrupación como la salvadora de esta crisis que vive la Universidad. La dama vuelve a preguntar y mi silencio hace que desista de su insistencia; no quiero hablar de ese delincuente disfrazado de estudiante, no quiero interrumpir mi momento de melancolía, mi momento de tristeza. No quiero perder de vista la imagen de Jani que sigue en el cielo, el humo la sigue dibujando cada vez más bella; miro una y otra vez esa imagen. Siento que desfallezco.
Las lágrimas no tardarán en bajar. El cuerpo se me enfría, el pecho me duele, los ojos se me están irritando de tanto querer aguantar esas lágrimas; pues no quiero que me vean llorando. De pronto escucho —habla chino— y es otra vez el enano irritante de Quijano, seguro que quiere que conversemos de sus estupideces; mas sin hacer caso escucho el susurro de los árboles y siento que el viento me abraza, respiro el aire asfixiante de invierno que sopla en sus últimos días.
No puedo creer que todo se compare con mi tristeza. Los geranios lucen marchitados, estamos a portas de la primavera; sin embargo, las flores y los árboles también están abandonados, decadentes como este loco que clama por una mirada y no por una indiferencia.
Después de una pequeña maratón melancólica, estoy llegando a la meta donde quiero explotar y empuñar mi mano para lanzar un golpe y dejar dormido al irritante de Quijano que como siempre sigue fanfarroneando con su compañera. Sin embargo me da envidia; pues, así como es, puede reír feliz.
Estoy llegando al final, el frío me ha congelado; terminé de dibujar el rostro de Jani en el firmamento; terminé de contemplar a los árboles y geranios marchitados de mi alrededor. La imagen de Jani circula en el cielo, juntamente con las nubes de aquel cielo nublado. De pronto volteo la mirada hacia mi costado; ya no hay nadie, el sol ya se ha escondido y siento un golpe mortífero en la cabeza y es una vez más el irritante que se había quedado esperándome.
Vuelvo a mirar el cielo, ya no está la imagen de Jani. Dirijo la mirada hacia el salón tampoco está; sólo, el reflejo de mi corazón desolado.
Arequipa, 2004
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