El virus del amor
Los días feriados siempre se tornan solitarios, tormentosos y fríos. Hoy en mi soledad, contemplo el atardecer. Mis huesos se empolvan; los amores que ayer perdí regresan como huracanes, sólo en el recuerdo, a través de imágenes dispersas.
No puedo dibujar la figura de aquella doncella que me sonrió antes de penetrar en el interior del salón. Sólo sé que no puedo borrar de mi mente aquella imagen de un rostro frágil adornado con un lunar en los labios, lo cual resaltaba su atractivo, ese encanto angelical de una mujer sencilla. Entre confusiones recuerdo su cabello finamente amarrado. ¡Quiero perfeccionar su imagen!, pues, me es imposible. Sólo Dios o algún orate que espectaba el acontecimiento en el momento, sabe cómo la conocí.
Tal vez pueda servir de algo si cito su primera carta, en la cual me sorprendió pidiendo que le hable más de mí. Se preguntaba, si yo era un demente o simplemente un orate que la atarantaba todos los días en el salón de clases.
Los recuerdos trituran mi ser; al escribir estas palabras necesito que esté a mi lado para crear un sin número de versos y así la musa siempre alimente mi alma. Claro está, quiero crear una obra de arte; no una barrabasada como aquellos sindicalistas que pululan en la Universidad. Estoy seguro que la musa es aquella muchacha de la linda sonrisa.
... sin embargo, poco a poco puedo recordar perfectamente ese rostro tímido, luciendo un matiz infantil; no sé cómo describirla, la musa es inefable. Las palabras se pierden, huyen del pensamiento; pues no queda duda que ella sea la culpable de este balbuceo terrible, de esta desesperación que menea en un solo ritmo con los escalofríos y calenturas del cuerpo.
Me importa poco cuánto tiempo haya pasado desde el día de su nacimiento; sólo quiero ver una vez más esa sonrisa tímida, angelical, penetrante y así captar una escena de las imágenes dispersas que se producen en mi mente.
Estoy llegando a un punto en que me vuelvo enfermo, porque el virus del amor vacío comienza a triturar mi cuerpo. ¡Diablos! Esto es una enfermedad, ¡oh Dios!, ¿los milagros existen? Si es así, haz que ella esté junto a mí y se vuelva la sirena de esta tarde frígida y tormentosa.
Los dioses dicen que el amor no existe; sólo el sentimiento. Ningún loco entendería mi pesar. ¡Señores!, estoy muriendo poco a poco; siento que mi corazón no palpita. Me golpeo el vientre y siento que ya no existo. Sólo quiero encontrar en la eternidad esa belleza que especté aquella tarde gélida de invierno.
Tal vez la sociedad reproche mi actitud estúpida, de morir en vida por un encanto ausente.
Arequipa, agosto de 2004
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