Prioridad número 1: Abandonar el alcohol.
Prioridad número 2: Abandonar el tabaco y la marihuana.
Prioridad número 3: Abandonar la cocaína.
Prioridad número 4: Perder 20 kg.
Prioridad número 5: Conseguir un trabajo estable.
Prioridad número 6: Casarme con Lucía.
Prioridad número 7: Tener un hijo.
Prioridad número 8: Reconstruir la relación con mi familia.
Prioridad número 9: Reconstruir la relación con mis amigos.
Prioridad número 10: Despedirme uno a uno de mis seres queridos.
Fue la primera de tres listas de prioridades. La que me obligó a escribir el terapeuta que integraba el batallón de profesionales de la salud que había estudiado mi caso. Ese día que me notificaron acerca de los cuatro o cinco años que me quedaban de vida a causa de la invencible enfermedad que había contraído gracias a mi vida de excesos.
Una lista de prioridades, decían, ayuda a ordenar la vida, a darle un sentido, un rumbo, una dirección. Para ello se debe reflejar en orden todos los objetivos que uno desea cumplir.
Pero esa lista no representaba mis objetivos. Es más, ni siquiera pensaba en lo que escribía cuando la escribí, sólo anotaba lo que esperaban que anote. Las primeras cuatro prioridades eran recomendaciones -y casi órdenes- de los médicos; de la cinco a la nueve eran de ese psicólogo; la diez fue mía, pero sólo para ser condescendiente. Unos días antes, una mujer que decía quererme y no soportar que arruine mi vida de la forma en que lo venía haciendo, me dijo una frase que se me grabó: “Cuando naciste estabas llorando y todos a tu alrededor sonreían. Vive tu vida para que cuando mueras seas tú el que esté sonriendo y todos a tu alrededor estén llorando”. Me pareció lo más ridículo que había escuchado y supuse que al terapeuta le gustaría, así que escribí algo con ese ánimo fantasioso e irrealmente conmovedor como prioridad número diez.
Pasaron tres años y ninguna de las prioridades de la lista se había cumplido. No sólo eso, sino que se veían mucho más lejanas y algunas directamente incumplibles. Tomaba y fumaba mucho más, Lucía me había dejado, no trabajaba desde hacía tiempo, la familia y los amigos no me recordaban.
El batallón de médicos me informó del poco tiempo que me quedaba, unas cuatro o cinco semanas, y que nada se podía hacer para retrasar lo inevitable. El terapeuta no integraba el plantel, era ya completamente inútil. Escribí, sin embargo, mi segunda lista de prioridades:
Prioridad número 1: Reconstruir la relación con mi familia.
Prioridad número 2: Reconstruir la relación con mis amigos.
Prioridad número 3: Despedirme uno a uno de mis seres queridos.
Me contenté al eliminar las siete anteriores, al no sentir culpa por no poder abandonar mis adicciones y al no tener que pensar en una mujer ni en un hijo. Pero estaba a tiempo de cumplir, al menos parcialmente, con estas nuevas y antiguas tres.
Ayer, cuatro semanas después de escribir mi segunda lista, se me comunicó que no me quedaban más que unas pocas horas. Lo hizo un solo médico, el batallón había mermado considerablemente en número. En los últimos días no abandoné mi casa; no tuve contacto con mi familia ni con mis amigos. Llegó mi hora y ninguna de esas prioridades fue cumplida.
Estoy ahora recostado en el suelo, esperando el momento, con un dejo de odio hacia mí mismo por mi debilidad, pero con la profunda satisfacción de haber cumplido con la última lista que escribí hace unas horas:
Prioridad número 1: Tomar una botella de ginebra.
Prioridad número 2: Fumar un atado de cigarrillos y un par de porros.
Prioridad número 3: Darme unos pases de cocaína. |