LOS TRES OLIVOS
A la izquierda del camino que nace en la aldea y contempla el paso de los
labradores cuando van a la faena, se halla un olivar hermoso, vasta
alineación de olivos de copas densas que se vierten en los extremos
con el peso de las ramas leñosa y las aceitunas crecidas. Los tres
últimos árboles de la primera hilera, junto al camino, donde
el tono del paisaje cambia de nuevo del verde grisáceo del olivar a
la parda extensión de los barbechos, son pequeños, casi
arbustos, con tronco estrecho, ramas ralas y hojas escasas. En la luz de la
calurosa tarde de verano destaca el contraste de la frondosidad del
conjunto de olivos con el raquitismo de esos tres ejemplares atrofiados.
La hora de la siesta es irresistible y poderosa, se hace duración
que se parece a sí misma y se repite a lo largo de años y
décadas. Semejante a la de aquél día cuando el olivar
era joven, se inflamaba de calor todo el campo y sesteaba la tribu de
gitanos a la sombra de las olivas. El niño no duerme, inquieto y
holgado de energía. Enreda entre los cachivaches del carromato,
hasta que algo se rompe con estrépito. Suena punzante el grito de la
mujer, salta el chiquillo del carro y huye asustado por la reacción
que en su madre ha tenido la travesura. Corre tras él la gitana con
la navaja en la mano. Lo alcanza al pie del primer olivo y asesta el primer
golpe. Se escapa el pequeño y cae tropezando en el segundo, donde
vuelve a alcanzarle el acero. Se arrastra hasta el tercero, donde un nuevo
embate se lleva el resto de su energía, y lo deja inmóvil
junto al tocón. También se aquieta la ira de la madre,
demasiado tarde para deshacer su obra.
Silencio de nuevo. La carreta parte, dejando atrás un pedazo de
tierra removida. La siesta de los tiempos continúa como antes. Nada
cambia, o todo cambia como siempre. Todo sigue igual, o todo sigue variando
con su paso habitual. Pero los tres olivos no cambian. Se quedan enanos
mientras que sus compañeros crecen acompañados por el paso de
las siestas del tiempo. Nadie cosecha esos olivos, pues sus pocas aceitunas
escuálidas no compensan el esfuerzo. Nadie labra la tierra a su
alrededor, temeroso de lo que pueda destapar allí una vuelta de
arado. Y todos avivan el paso cuando pasan por aquel tramo del camino.
Algún inadvertido que caminaba despacio por ese lugar ha
creído oír los gritos de la madre enajenada y el
último lamento del niño herido al pie del árbol.
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