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COSAS DE NO CREER

Hace ya algún tiempo, buscando un mejor lugar donde ejercer mi
profesión de ingeniero agrónomo (por la que tanto
luché desde la pobreza absoluta), me mudé de mi Rosario natal
a un pequeño pueblito en la provincia de Buenos Aires, una zona de
grandes extensiones de cultivo, tanto de soja, como de trigo, cebada y
otros cereales.

Lo primero que hice, fue buscarme un pequeño lugarcito desde donde
poder recorrer las cercanías en busca de empleo. Casi todo mi dinero
lo gasté en pagar un mes de alquiler por adelantado de una
habitación con sólo una cama y un anafe para cocinar.

Pronto, por mi forma de ser desenfadada, y buena mano para la cocina, me
hice amigo de mis nuevos vecinos. Toda buena gente, salvo la bruja del
pueblo, doña Rosaura, una vieja tufienta que siempre andaba de mal
humor cargando un enorme gato negro llamado “Mandinga”, que por las noches
mantenía en vilo a la vecindad saltando agorero sobre los techos.

Pero el hecho irracional se desencadenó cuando mi casero, al volver
de una cacería, me ofreció las liebres que había
cobrado. Las preparé en escabeche y las compartí con todos
los vecinos, menos, claro, con la vieja bruja que no me caía en
gracia.
Nunca esperé que se enfureciera así, maldiciéndome
ante todos, y augurando que no sólo no conseguiría empleo
hasta que me disculpara, sino que maldeciría a aquellos que tuvieran
relación conmigo.

Fue como lanzarme lepra. Todas las personas que hasta ese momento eran tan
amables conmigo, dejaron de hablarme, ni siquiera me saludaban
alejándose asustadas para no cruzarse conmigo.

Solo en mi habitación, sentí el frío de la soledad y
abandono en que me habían sumido la superstición de esa
gente. Por un tiempo el orgullo me sostuvo tratando de ignorar a la bruja.
Pero flaqueé, y terminé rindiéndome. La mañana
en que vencía mi alquiler, pasé por la casa de doña
Rosaura, dejándole en su umbral un gran frasco de escabeche que le
había cocinado la noche anterior, y seguí rumbo a la empresa
exportadora de granos más importante de la región, a unos
diez kilómetros de allí.

Parece increíble, pero conseguí el puesto de supervisor que
solicité. “Cosas de no creer”, me dije sonriendo.

Al regresar para llevarme mis pertenencias al nuevo pueblo, me
salió al cruce la vieja con una gran sonrisa de triunfo
- Me alegro, muchachito, que haya recapacitado.- dijo sonriendo sobradora
- Ese rico escabeche de liebre que me dejó, lo ha redimido.

Sólo le sonreí ampliamente sin detenerme a explicarle que en
realidad, allá en Rosario, a los animalitos de su escabeche los
llamamos “Chivitos de techo”, pero acá, a este en particular, ella
lo llamaba… “Mandinga”.

Texto agregado el 24-06-2009, y leído por 178 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
25-06-2009 Merecido premio !Capa! margarita-zamudio
24-06-2009 Un cuento muy bueno, y como dice Azel, la bronca vendrá luego.¡¡¡Felicitaciones!!! almalen2005
24-06-2009 La bronca va ser cuando se de cuenta... Un placer leerte. Digno ganador. Saludos. Azel
 
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