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Duré exactamente 132 días, todos hábiles, esperando entender lo que pasaba. Todos desde las diez o las once de la mañana, cuando ella al fin llegaba, hasta las seis o siete de la tarde cuando se iba; y sólo 19 jornadas nocturnas de búsqueda compartida en los cierres de la redacción de la revista. En todo ese tiempo sólo pude obtener cinco conversaciones desafortunadas con ella, de las cuales sólo la quinta fue realmente orgánica, y dio paso, al menos, a un final.
Esos 132 días fueron los de mi práctica en la revista de actualidad de mayor importancia en el país. Todo fue perfecto, excepto el misterio de una desafortunada sonrisa. Me gusta esa palabra: desafortunada; resume dentro de sí una riqueza momentánea, un absurdo, un aforismo casi teatral, apesadumbrado. Usaré esta palabra para describir una historia que, por razones gramaticales y periodísticas, fue desafortunada. No se trata de un juego del destino ni de un azar caprichoso. Habrá tenido sus razones para no ser.
Yo era un hombre pequeño y un niño grande. En la creación de mi cuerpo hubo algunas contrariedades; el pecho estremecido en la mitad como un abismo abierto a medio camino entre un pulmón y su gemelo; la cabeza amarilla brillante como un espejo de oro; los ojos azules sacudiéndose en mí como una veleta asediada por un ventarrón; y el cuerpo pequeño, a medio camino entre la identidad de la adolescencia y la certeza de los 30 años. En mi rostro se evidenciaba la osadía europea del Renacimiento, mientras del cuello para abajo enardecía la calidez y simpleza de la América indígena. Por supuesto, lo único que me alejaba de la arquitectura corporal de Garcilaso de la Vega y de su generación de plumas blancas era precisamente eso; que mi piel era blanca. Transparente, con venas que atravesaban los costados de mi cuerpo con la dulzura de un río subterráneo.
Ella también tenía un cuerpo en discordancia. Amplias caderas y pecho escaso. Era una pera. Latina de los pies a la cabeza, de curvas onduladas y cordilleras de piel exquisitas como la arena, ojos caucásicos, con el anis de las verdades enteras, hondos, como un flujo de tinta negra, cafés, aromáticos, y brillantes, como dos faros escabullidos en un desierto. Era latina desde los hombros hasta las piernas, bajo su cintura todo era misterio; y su piel canela estaba alicorada con los demonios de un vino y penetrada por lunares eclesiásticos y de color malva.
Sólo una cosa fue afortunada; para escribir, sus ojos se encontraban con los míos aún sin vernos, estábamos frente a frente en el escritorio, distanciados por un separador de madera de medio metro, una valla forrada con lino gris, un lino gris forrado con mil tarjetas. Desde el primer día tumbé algunas que sobrepasaban la altura de esa valla. Critiqué su presencia diciendo que no me dejaban verla, y ella sonrío inconsciente, como aliviando mi llanto a sus espaldas.
Nunca la perseguí ni la busqué, pero siempre me la encontraba en mis pesares. Yo era un hombre digno, bien plantado y con camisa de cuello. Era estudiante, pero también era profesor. Era periodista y por fortuna no era poeta. Por ser así es ella quien escribe esta historia, y no yo, pero yo permito que me plagie, pues en la mezquindad de la imaginación, nada es prohibido.
Yo hacía mi trabajo con el ahínco de un pasante. Cada día me sumergía en interminables páginas de noticias internacionales, artículos eternos de donde surgían las primeras ideas para mis redacciones contiguas. Nunca leí los artículos que ella hizo. Su sección era otra, un mundo aparte. Nunca supe qué escribía, y sin embargo, la veía pasar interminables horas frente al teclado, mirando entre sus marcos las letras que iba reuniendo en el contraste de su locura. Para entonces no tenía cómo saber que sería escritora, y mucho menos habría pensado que yo sería objeto de alguna de sus historias tartamudeantes, donde ella deseaba darme un beso.
Mi desasosiego duró 132 días. Los que duré esperando encontrar en ella algo más que un par de frases pero, como dije al principio, en aquel tiempo hubo pocos encuentros reales y muchos imaginarios. Los reales los recuerdo uno a uno, como a mis notas de mundo, como a mis discos ingleses.
La primera conversación aconteció muchos días después de haber llegado. De esta ya he hablado. Pasaron semanas y no habíamos cruzado palabra. Yo le parecía extraño, y ella me parecía extraña, como un ave del paraíso en mal contexto. A ella le costaba pronunciar mi nombre, y hasta creo que nunca llegó a aprendérselo, pero yo amaba su nombre; era exótico y amazónico, y con sabor a kiwi.
Le pregunté cuánto llevaba en la revista. Me dijo que casi dos años. Me sorprendí y me callé, y le puse una edad que en efecto ella no tenía, y le pregunté cómo prefería que la llamara. Me dijo - Toña -.
El segundo encuentro fue aún más disperso. Yo le hablaba por encima de la valla, intentando incorporarme para verla. Algo me dijo sobre sus conversaciones personales, se excusó por el volumen de su voz, (al menos era consciente de su alboroto), y algo le dije sobre lo mismo. Expresé con la claridad de un convencido que en aquel lugar nos enterábamos de todo lo que hablaban los demás, y ella también sabía toda mi vida por las conversaciones que yo tenía por teléfono. Fue un error estúpido y se lo debo a mi pereza. Mis llamadas las hacía en inglés, y ella no hablaba inglés. Nunca supe cuán tonta se sintió ese día hasta que leí este cuento.
Pasaron muchos meses antes de mirarla, al fin, a los ojos, penetrarle mis iris zarcos, como el borde azul de la isla de Providencia, y dejar que ella me clavara los suyos, con olor a café y con las pupilas abiertas, como dos vulvas dilatadas.
Nuestro tercer encuentro fue, como todo en nuestra historia, desafortunado. Nos encontramos en el ascensor y se iba a cumplir un deseo que tenía pensado; el de quedarme encerrado en los pliegues de su falda mientras esperábamos con orgullo que alguien abriera las puertas bloqueadas. Pero nadie llegaba y yo al fin la tendría para mí entre la soledad de un espejo completo, tres paredes de acero detenidas en los repliegues del edificio, y el beso que habíamos soñado.
En vez de aquello ocurrió el desastre. Llegó un amigo suyo y se sumergieron en un diálogo impenetrable que a ella parecía interesarle mucho. Siempre parecía interesarse en todo. Me sentí solo en ese ascensor. Como un sombrero que voló de un carro a medio camino, entre la ausencia de una carretera despejada. Me sentí abandonado, como un invierno.
Salieron del ascensor y sus tacones resonaban en el piso y en mi mente, como el tic tac de una decadencia que anunciaba el fin. Como un final infeliz. Caminé despacio para no alcanzarlos, pero lo logré a mi pesar y tuve un último hilo de orgullo. Cuando llegué a la salida me separaban de ella dos metros de multitud, eran tres o cuatro personas, pero a mí me parecían un cúmulo de huesos innecesarios para mi plan de despedida. Grité con dignidad, con argumentos, con resonancia: “Chao Toña”, y ella giró su rostro de Pocahontas, me soltó una sonrisa (y yo agarré aquella flor en el aire), alzó su brazo, lo sacudió como a un pañuelo blanco, me dijo “Chao Gary”, y siguió caminando, ensalzando sus caderas por encima de unas medias delirantes y unos tacones sin miedo.
Nuestras cuarta conversación fue atropellada. Hubo silencio, hubo palabras que no encontramos, y estuvo también el mismo ascensor de mis madrugadas, y el de mis noches sin fantasmas. Caminamos juntos hasta la puerta del cuarto piso, y me di cuenta de que ella aceleró el paso para alcanzarme, y yo retrocedí levemente, para esperarla. Llegamos a donde ya no podíamos caminar sino esperar y me preguntó mirándome; “¿Por qué sales tan temprano los lunes?”; respondí con una evasiva, aunque ella lo odiaba; “Tú también sales temprano hoy”. Ella, como buena estudiante, respondió sin condiciones: “salgo temprano hoy, pero no todos los lunes”.
Entramos al ascensor y junto a nosotros se subieron ochocientas personas, otro infortunio. Quedamos lado a lado, frente a frente, callados. Al fin la pude mirar de cuerpo entero, pecho a pecho por más de un instante, y ahí al fin respondí “los lunes dicto clases de inglés “, dije. “Qué bien”, contestó ella, y supe lo lejos que estábamos. “¿Dónde dictas clases?” dijo para mi sorpresa. “Al lado de mi casa”, expliqué tontamente, como si ella supiera dónde vivía yo... “¿y dónde vives?”, preguntó nuevamente. - “En Palermo”, dije, apenado, y ella terminó con un: “Es que no sabía dónde vivías”, y con eso me quiso decir: “Gary, deja de prejuzgar a la gente, vives en un mundo que nadie tiene por qué conocer”,.
La salida fue deliciosa. El mismo instante de nuestro último adiós, pero al revés. El mismo montón de gente nos ausentaba, y ella iba adelante, como en todo en su vida; yo iba detrás, pero firme y con esperanzas. Lo hermoso vino de su parte. Giró el rostro gitano y me miró de lejos, soltando una despedida sedosa, con el brazo alzado señalando el cielo; “Chao Gary”, gritó, sin gritarlo. Y yo la miré como se observan las colinas discordantes de una cordillera , y le dije lo mismo. “Chao Toña”.
Nuestros encuentros fueron una tontería, comparados con la inmensidad de aquel tiempo. Hubo más, por supuesto, que no cuento en esta historia porque a lo largo de ellos descubrí a mi imaginación en nuevas andanzas, y descubrí los ojos de ella delineando esas andanzas.
En otras conversaciones me enteré, por datos superfluos, quién realmente era ella. Supe que tenía menos edad de la que creí, que había hecho una fiesta de cumpleaños y que con ella me había invitado a no participar en su vida. Y supe que escribía cuentos secretos en sus largas citas con la pantalla, frente a mi puesto, hablando de mis ojos y mi sonrisa. Y así me enteré de cómo escribió este cuento. Lo supe porque ella misma me lo entregó después de nuestra última conversación, la quinta, la media, la orgánica y verdadera.
No hubo muchos datos verbales. Pero nuestras mejillas hablaron por sí mismas. “Gary, no apareces en la lista de correos”, aclaró, inquietante, un día, y yo, como siempre, respondí con evasivas. Me interesaba parecer interesante; “¿Por qué?, ¿me vas a mandar algo?”, alcancé a emocionarme y hasta vi que en sus ojos brillaban los míos. “No, quiero saber cómo se escribe tu apellido, es para una lista de periodistas”, dijo, tan sincera y fría que me sorprendió la calidez de su rostro al decirlo. “con té y hache en el centro”, dije, pero vi sus pómulos rojos y encendidos de pena y de dicha. Siempre tuve una visión de ella vista desde mi punto personal y egoísta. Ella había nacido en una montaña y yo en una gran ciudad. Ella no sabía escribir nombres en inglés y yo no sabía escribir poesías.
No sé si la quise. A lo mejor me inquietaban sus gritos absurdos, sus trajes extraños o sus ojos de carey, que llenaban la redacción de un fuego irremediable cada semana. O a lo mejor, la miraba a propósito, queriendo querer a una mujer que no podía, queriendo que me quisiera una mujer que no me importaba.


Texto agregado el 24-06-2009, y leído por 203 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
22-09-2009 ¡Qué extraño, cuarenta visitantes (lectores) y dos votos negativos sin comentarios. Pues me ha encantado leer este fragmento de un excelente relato. Por aquí últimamente hay poco que leer, y a mí me gusta leer. A ver si puedo aumentar la luz a esas cinco estrellas. maravillas
 
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