Todos avanzan sin mirar a quien tienen a su lado, como tristes monos de carrusel animado por la incesante música aburrida que no paran de escupir los parlantes. A simple vista todos van apurados, con una meta clara corren, sin mirarse, evitando el contacto, evitando cualquier tipo de distracción.
Todos los días son iguales en Santiago mediodía, el BANG!!! Desde el cerro logra detener el tiempo un segundo, para nuevamente retornar a la marcha ¡1, 2, 3, y…! al son de una batuta invisible todos vuelven a ritmo acelerado a recuperar ese segundo perdido.
Anita la señora del kiosco, espectadora hace años de la misma escena, intenta desde su negocio detener la batuta monótona de cada día. Después de manguerear el orín de los borrachines que deambulan en la noche, se dispone a organizar su mundo de noticias, golosinas y cigarros, en espera de la venta salvadora o simplemente del suceso que quiebre la rutina.
Solo ella desde su tribuna parece conocer los secretos del Paseo Estado, aprendió con los años hasta el modus operandi de chaperos, vendedores de maquetas, inspectores corruptos y piratas sin loro en el hombro; de esos que en lugar de pata, tienen la cara de palo.
A pesar de toda la lacra que a diario la envuelve, ella siempre está feliz e intenta contagiar esa alegría a todos los que la rodean. Anita se da el tiempo de escuchar y aconsejar a cuanta persona aparece despotricando contra el modelo económico, el Colo-Colo o la suegra, convirtiéndose en la psicóloga oficial de la cuadra. Aunque muy pocas veces la gente se interesa por saber como esta ella (siempre la ven sonriendo), a Anita parece no importarle, y entre risas, quejas y el humo de los fumadores relegados a las calles; ella intenta explicar donde queda Teatinos, dar la hora oficial, indicar donde comprar un bono, cambiar monedas a la abuelita que quiere llamar a su hijo en Calama, y además… intenta trabajar.
Entre tanto ajetreo y esta no buscada responsabilidad social, la atención de Anita desvaría cada mediodía desde su kiosco, convertido en un oasis de humanidad entre tanta indiferencia.
Así fue como un día la sorprendió un viejo amigo de la infancia que no recordaba haber visto en años, Arturo.
Arturo es un hombre como de la edad de Anita, reconocible por su pelo rizado y la inocente mirada que conserva desde la niñez en la que solían improvisar juegos para invadir las calles y evadir las responsabilidades escolares. A pesar del paso del tiempo, el antiguo amigo conservaba además su aspecto de galán romántico y esa indefinible tranquilidad que guía el movimiento de sus miradas, sus palabras y de sus pasos al andar.
El último recuerdo que Anita tenía de Arturo, se remitía a una esposa, un par de hijos y el tortuoso oficio de manejar un microbus entre poblaciones de la capital.
Por alguna razón olvidada, Anita recordó camino a casa que no saludó a Arturo con afecto ni sorpresa, recordó además que olvidó todo lo que aquel hombre intentó decirle y triste fue darse cuenta que quizás no prestó a aquel amigo de antaño la atención que requería.
Pero, ¿qué más se le puede pedir a Anita al mediodía? Entre vueltos, favores y visitas no programadas, faltó el tiempo y el silencio para escuchar lo que Arturo le quería decir.
Solo recuerda vagamente haberle contado que sus hijos están grandes, que la abuelita está sanita y que el hermano aún busca una salida en su laberinto adolescente.
Al llegar a casa bordeando la medianoche, Anita cenó en familia, recordó lo sucedido y lo comentó. Tremendas fueron para ella, las sorpresivas caras de duda y las risas que afloraron entre las alcachofas y las copas de vino, y sin lograr comprender nada buscó la respuesta a tal reacción, instante preciso en el que apareció la abuelita con la ensalada, y haciendo gala de su lucidez y memoria, recordó a la familia un lamentable suceso:
Arturo, microbusero Inter poblacional hace cuatro años atrás y a plena luz de día, fue víctima de un asalto que terminó por arrebatar su vida, todos lo sabían incluso Anita que palideció al escuchar aquel terrible suceso olvidado, tal cuál palideció la primera vez que recibió la trágica noticia.
Pero así funciona Santiago al mediodía, entre mendigos, señores “importantes” y gente apurada arrancando para todos lados… el escenario perfecto para los reales fantasmas que quieren pasar inadvertidos, al ritmo de la maldita música que llena los pocos vacíos, e impide pensar.
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