Él arrojó el pañuelo con el que secaba sus últimas flemas. Había dejado de preferir contar los segundos como una cuenta regresiva sin haber comenzado por ningún valor. A veces repetía constantemente el 3, 2, 1…3, 2, 1…pero eso ya lo había aburrido. La muerte se había prolongado a pesar de las predicciones de los médicos, a pesar de los lutos del pensamiento que él llevaba por largo tiempo, como una manera más de comprender esos últimos instantes en que el hombre privilegiado puede ver a la muerte acercarse. Pero todo parecía desvanecerse cuando la resignación tendía unos lazos de amistad más estrechos que cualquier juego de la mente o enumeración de los sentidos. Y ahora, con los brazos detrás de la cabeza, disfrutando de una panorámica de recuerdos mezclados y canciones de antaño, él cerró los ojos. Sus labios semiabiertos eran los voceros de aquel turbulento mar de imágenes y naturalezas multiformes que son los sueños con sus espirales de tiempo, sus multiplicaciones y superposiciones de vidas. Él vio cada instante vivido e imaginado, vio aquellos ponientes enardecidos por una ambición feliz y aquellos que solo fueron una excusa para pensar en ir a dormir o para interrogar sobre el movimiento de los planetas, él vio sus tardes de tiempo detenido, en donde una lujuria caprichosa lo plantó a la espera de los fantasmas de las mujeres que él siempre amó más que a ningunas otras. Vio cada noche estrellada y las bombillas de luz que se quemaban cuando más las necesitaba. Vio y revivió sus pensamientos, las sensaciones, remordimientos, angustias y libertades que atravesaban a su vez esos pensamientos. Vio a aquellos y se vio a él con ellos y vio a aquellos con él desde el otro. Su alfa y omega era una simple oración con vanos adjetivos, con verbos atemporales y sustantivos rodeados de espejos. Una oración con un significado que caía en abismo. Vio el momento de su muerte y las últimas letras que alcanzaba a entrever sobre el mundo. Se vio también a él, soñando aquello que soñaba.
El ruido del ventilador lo despertó. O fue solo el haber presenciado cada acto e inconsciencia de su vida lo que lo trajo de nuevo, ya que no había nada más de que sorprenderse. Afuera hacía calor. Había que hacer algunas compras. Pero el ocio lo dominó y lo ató a la cama con las cuerdas de preguntas eternas o solo con la magia de una admirable maravilla. Había visto los últimos segundos de su muerte y aquello que estaba pensando en ese momento. Todo se encontraba en ese sueño dispuesto en una arquitectura tan absurda pero de proporciones simétricas desmesuradas y atroces que temió que el caos y el orden fueran hasta un engaño o una falsa representación de arquetipos desconocidos que ciertas deidades se placen en barajar. Alguien lo soñaba en aquél océano de lunas y desiertos, en aquella paradoja con aceras y carreteras. Y sintió que ese creador soñoliento o delirante lo necesitó para recorrer el laberinto de tiempos y planos en el que todos nos perdemos una o dos veces por día. Porque allí estaban los dos. Uno que observaba y él que se deslizaba por ese espectador atónito del que irradiaba días y noches con las que antes creyó ser el único cómplice. Alguien alumbró su destino arrojado sobre un azar correntoso, que corría a su vez dentro de una geometría que iba más allá de opuestos, tautologías e incógnitas esperando ser descifradas. El dios se nutría de las monedas que él tiraba para tomar uno u otro curso.
Abrió los ojos y comprendió su tarea reservada y cumplida sin nunca haber tenido noción de la misma. Encontró además de las quejas de sus huesos y la emigración de sus últimas fuerzas, su papel de artífice, no solo de una vida que se asemejaba a la suya, sino de su propia existencia como contenedora de la otra. Sus escenarios fueron necesarios para que el otro recorriera idénticos pasillos, jugara con la arena de plagiadas plazas y se fundiera con los fluidos de mujeres que él amó y olvidó. Sus sueños al final fueron una búsqueda que el recorrió ciego, intentando vislumbrar lo que en los lindes de su destino se le entregó como una vieja y gastada película de una fiesta o celebración a la que él asistió. Pensó que debía extender las manos y aceptar el regalo, una miniatura sin escándalo ni sorpresas, porque éstas ya se habían evaporado con su vieja vida de engaño, de dios inconsciente, de escritor automático. Ahora era un dios que había despertado y vivido en pocos instantes su verdadera función mantenida largo tiempo en secreto. Solo había forzado los párpados para observar por última vez la inútil permanencia de su cuarto en el que confluían todos los parajes recorridos por él. Una sonrisa cínica cruzó su rostro y la barrió el aliento de la Parca. Quizás podemos adivinar la circunstancia o pensamiento que trazó esa sonrisa, y decir que él contempló los gestos de su vida como el de un mimo que persigue las formas de los objetos, conservando el silencio que se esconde detrás de todo ese juego absurdo, o quizás él y el otro tuvieron una doble piedad que otorga a Dios y al hombre lo mismo que éste intenta atravesar en la búsqueda de Aquél: el sueño y las oscuras analogías de vastos tiempos.
También supo, antes de dejar su huella sobre la cama, que seguiría pendiente de aquel, siempre en secreto, siempre ignorante, como lo había hecho antes, imaginó un lecho de otro tipo que volvería a arrojarlo sobre la eternidad de sus actos y los del otro.
Alejandro Fernández
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