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La vista del ceniciento túnel de concreto la distrajo de sus pensamientos sobre el vacío que experimentaba. Intuía que el humano había perdido algo con la evolución de la sociedad, una conexión directa con otras dimensiones que influyen en esta y viceversa, No dejaron de influir, sólo dejamos de saberlo, había pensado. Por eso se preguntaba si eran suyos esos átomos que conformaban su mano cuando la extendía para verla, dándole suaves vueltas intermitentes, como esperando encontrar algo distinto a la siguiente vuelta, en el dorso o la palma. Aunque no había sorpresas, no se conformaba. Pero ya no en pensaba en eso, al mirar el túnel se desconcentró.

Estaba sentada en el primer puesto del autobús, del lado opuesto al piloto. Le encantaba sentarse allí porque tenía toda la vista de frente. El túnel que cruzaban era más como un prolegómenos de túnel, no uno propiamente dicho. Estaba compuesto por innumerables arcos rectos de concreto, como gigantescas C cercando la autopista a ambos lados. Había una distancia corta entre uno y otro arco, suficiente para que se colaran los rayos del sol, que entraban desde una sola de las vías, ahora el canal de regreso. La contaminación producía perfectos haces de luz, de ángulos rectos, iluminando un sector de la vía y variando la gama de colores del concreto y el asfalto humedecido, enmohado, limpio, erosionado. Viendo esto no podía pensar en más nada. Los arcos terminaban bajo la luz del sol, que casi de inmediato se perdía en un túnel distinto, subterráneo este otro. Las luces de los frecuentes bombillos a ambos lados del techo abovedado, como el autobús iba rápido, hacían que la sombra que proyecta el tubo vertical al final de las escalerillas girase como una hélice en un collage sacado de una improbable escena de trainspotting.

Poco después de salir del túnel, luego de atravesar un tráfico sin gracia, el autobús llega a su última parada. Todos se bajan con prisa. Nadie vio el pie junto a las sombras del tubo esquivar las hélices en blanco y negro. Nadie se fijó en la escala de colores cenicientos, ni en los ángulos rectos de los halos de luz. La cotidianidad no los deja, tienen que llegar al trabajo, a una cita, al banco, al médico. Ya tienen bastante en qué pensar con sus parejas, sus cuentas, sus jefes. Tienen suficientes ocupaciones para observar de qué color se pone la calle cuando le pega el sol. Por eso ella no tenía a nadie a quien contarle lo que había visto. Callaba, hacía mucho que callaba.

Con nadie comentaba su fascinación gutural por los sótanos y las cuevas. Las veces que se había sentado en la loma de una montaña rocosa a ver el mar le parecían experiencias vividas por otra persona, nunca propias. En todo caso, imágenes de un sueño profundo, de aquellos que recordamos parcialmente y sabemos, ansiosos, que el clímax, la parte esencial del sueño, se nos escapa. Pensaba que en un lugar así se debía experimentar paz interna, satisfacción, la sensación de haber logrado lo que quería, pero ya no se acordaba cómo se sentía eso. Tampoco se acordaba lo que quería. Siempre que iba a la playa se olvidaba de esto, como a uno se le olvida que se acostó a dormir cuando empieza a soñar.

Lo poco que algunos autores le habían enseñado de metafísica lo creía con más fe de lo poco que sabía de religión alguna. Le gustaba el concepto de la cosa en sí de Kant, aunque no lo había leído a profundidad. Creía que la materia no era casual, que no se creó por azar, que había sido diseñada adrede, y que estaba dominada por una serie de reglas, más bien matemáticas, que ordenaban todo. Pero intuía que a veces las cosas se desordenaban, se brincaban las reglas, y entonces hasta las matemáticas fallaban. Recordaba cómo una certidumbre sin fundamento la había hecho predecir eventos futuros. Pero, claro, las callaba. Había profetizado para sí misma, sin convencerse en lo absoluto, eventos políticos que nadie imaginó; desenlaces fatales en relaciones prometedora; uniones absurdas; descubrió fuertes tendencias en la personalidad de algunos con sólo darles la mano, forzándose luego a no caer en prejuicios y solicitando múltiples opiniones de terceros, sorprendiéndose con cierto orgullo íntimo que todas coincidían con su predicción. Si no creía en ella misma, no podía juzgar al mundo por no creer en él. Lo que le preocupaba es que ella al menos dudaba, al mirar su mano, pero no sabía si el mundo, ocupado con otros problemas, se había olvidado ya de dudar.

Dudaba también, o quizás sobre todo, del amor. La gente lo describe como si estuvieran degustando productos con los ojos vendados para un comercial. Ella también lo había sentido en la piel, en los labios, en los huesos, en los párpados, en los pezones, en la ausencia, en la soledad. Ella tampoco sabía lo que era. Cómo encontrar lo que se desconoce, se preguntaba. A veces creía que el amor era como la leyenda de El Dorado, cuando los nativos de la Suramérica de mil quinientos les describieron a los conquistadores españoles una ciudad con riquezas incalculables en oro y piedras preciosas. Cuántas empresas fútiles se emprendieron en la búsqueda de una recompensa que nunca existió. Antes se sentía sin ánimos para seguirlo buscando. Ahora era peor, pues se sentía sin ánimos para dejar de buscarlo.

Le faltaba equilibrio. O tenía una pata menos, o las tenía completas pero demasiado débiles para mantenerse firme. Una vez le dijeron, Te amo pero me voy. Y se fueron. Cómo encontrar equilibrio, para qué, por qué, dónde. Se acordó de Rudyard Kipling y cambió el tema en su mente. Estaba llegando a su casa. Lo primero que hizo fue desvestirse y caminó desnuda hasta el baño para tomar una ducha. El agua se le confundía con las lágrimas y era como que no lloraba.

Debe haber algo más allá, pensaba en la ducha, sólo que no lo sabemos. El amor debe estar allí, junto a El Dorado.

Texto agregado el 22-06-2009, y leído por 73 visitantes. (0 votos)


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