Este ha sido el momento indefinible. El que nunca jamás me había tocado definir. Lo describiría como la colosal reacción en cadena que estalla una y mil veces atómicamente y que se inicia una y otra vez para siempre, hasta que deja de explotar.
Explosiones que me reventaban las vísceras, mi espíritu, mi alma, mi psiquis, todo mi ser de humanidad al punto de hacerme hincar para, en cámara lenta, vomitar la pobre ingesta de esos días, que físicamente me hizo temblar al punto de que mis rodillas doblaron hasta encontrarse con el piso, quise que ese piso se abriera, hicieron elevar mi mirada e inquirir por una respuesta urgente, una acción salvadora, quise que los cielos se abrieran. Un momento inescrutable, cuando ni el suelo ni el cielo se abrían, estando allí, cuando mi madre moría.
Un momento de la vida terrena, el cual interpreto como el momento que no abría. Todo quedó cerrado, se cerró contradictoriamente, para darle paso a ese momento indefinible de estallidos que humillaron con su devastadora fuerza a mi intelecto racional, que escupía con alevosía a la cara de mi tonto ego, que se hizo tan disminuido que casi desapareció, huyendo, en fuga a encontrar un perdón, un porque.
El cruel momento de una inesperada partida, que halaba los filamentos de mi carne cada vez que exclamaba mi madre su dolor, que se hizo mi dolor, infringido por cientos de briosos caballos, jadeantes, en espuma, que corrían tirando sin contemplaciones, indetenibles, haciendo jirones las entrañas, volviéndolas mortales.
No había aire en mí. Hasta el aire que no había me dolía. Era todo funesto, todo imposible. Una caída libre que no terminaba de caer, de llegar, algo sordo a gritos encerrado en un ciclo interminable en su loco viaje acelerado que no alcanzaba meta, el momento cuando la hecatombe se desataba en su interior, Un momento que no abría, cerrado, veloz, con la respiración contenida, sin final.
Me hizo niño otra vez, me volví a ver, pero en otro cuerpo mío, pero triste y viejo, al siguiente segundo fuerte y maduro, sobrio, capaz de desafiar tormentas y vencer a los enemigos mas fieros, al otro segundo imperecedero, en lo alto de la tarima, ella sonriente, con la sonrisa retroalimentándose con el brillo de su mirada, bajo la luz de los reflectores del auditorio del liceo, cuando me entregaba el diploma y colocaba el anillo de oro con piedra de amatista en mi dedo de graduación, yo estaba impecable en uniforme de gala y aceptaba aquella impuesta con infinita felicidad, inolvidable, henchido, el pecho a reventar, con ella, aquel Julio lejos, que también apareció en aquel momento indefinible.
Pues si hermanos, mi madre, otra de nuestras madres a muerto. Quedó un hueco, un abismo que crece, pero ya comprendo y acepto que ella se fue, el momento terminó, alcanzó su final.
Ustedes me ayudaron a comprender. Ahora que el piso se hace firme comprendo que los cielos se abren para recibirla, que polvo fuimos y polvo seremos, que somos frutos de un árbol que sembraremos, que vino del polvo y que a polvo volverá.
Sus llamadas pertinentes, los mensajes te textos con consejos alentadores, sus oraciones prometedoras, los encuentros en cafés. Me ayudaron a entender que a pesar de todo lo bueno y de lo malo, lo hecho y lo omitido, mi madre y yo nos quisimos. Disfruté con ella todos estos últimos años. Abrazados cantábamos canciones nuevas y viejas, debatíamos con pasión sobre plantas y lienzos y óleos y flores. Gozamos un mundo. Ahora estará ocupando conmigo el puesto de mando en la estrategia de la vida.
Ella que escucho mis sueños y me dio las alas para remontar el vuelo hacia su conquista, ahora vive en mi corazón, para siempre. Ahora sonrío y doy y daré de mi alegría porque mi madre y yo nos quisimos en este plano terrenal y nos seguiremos queriendo en otro idilio sobrenatural. Si las lágrimas volviesen serán balas de salva que hacen honor a su memoria.. Cañonazos de alegría aclamando su amor eterno, con su omnipresencia, como suenan ahora mientras escribo...
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